Mediados
de diciembre. El sol se ríe a carcajadas en los avisos de
publicidad.
¡El
sol! Durante algunos meses, algunos sectores de Lima tendrán la
suerte de parecerse a Chaclacayo, Santa Inés, Los Ángeles, y
Chosica. Pronto, los ternos de verano recién sacados del ropero
dejarán de oler a humedad. El sol brilla sobre la ciudad, sobre las
calles, sobre las casas. Brilla en todas partes menos en el interior
de las viejas iglesias coloniales. Los grandes almacenes ponen a la
venta las últimas novedades de la moda veraniega. Los almacenes de
segunda categoría ponen a la venta las novedades de la moda del año
pasado.
«Pruébate
la ropa de baño, amorcito.» (¡Cuántos matrimonios dependerán de
esa prueba!) Amada, la secretaria del doctor Ascencio, abogado de
nota, casado, tres hijos, y automóvil más grande que el del vecino,
ha dejado hoy, por primera vez, la chompita en casa. Ha entrado a la
oficina, y el doctor ha bajado la mirada: es la moda del escote
ecran, un escote que parece un frutero. «Qué linda su Medallita,
Amada (el doctor lo ha oído decir por la calle). Tengo mucho, mucho
que dictarle, y tengo tantos, tantos deseos de echarme una
siestecita.» Por las calles, las limeñas lucen unos brazos de
gimnasio. Parece que fueran ellas las que cargaran las andas en las
procesiones, y que lo hicieran diariamente. Te dan la mano, y piensas
en el tejido adiposo. No sabes bien lo que es, pero te suena a piel,
a brazo, al brazo que tienes delante tuyo, y a ese hombro moreno que
te decide a invitarla al cine. El doctor Risque pasa impecablemente
vestido de blanco. Dos comentarios: «Maricón» (un muchacho de
dieciocho años), y «exagera. No estamos en Casablanca» (el
ingeniero Torres Pérez, cuarenta y tres años, empleado del
Ministerio de Fomento). Pasa también Félix Arnolfi, escritor, autor
de Tres veranos en Lima, y Amor y calor en la ciudad. Viste de
invierno. Pero el sol brilla en Lima. Brilla a mediados de diciembre,
y no cierre usted su persiana, señora Anunciata, aunque su lugar no
esté en la playa, y su moral sea la del desencanto, la edad y los
kilos...
El
sol molestaba a los alumnos que estaban sentados cerca de la ventana.
Acababan
de darles el rol de exámenes y la cosa no era para reírse. Cada dos
días, un examen. Matemáticas y química seguidas. ¿Qué es lo que
pretenden? ¿Jalarse a todo el mundo? Empezaban el lunes próximo, y
la tensión era grande.
Hay
cuatro cosas que se pueden hacer frente a un examen: estudiar, hacer
comprimidos, darse por vencido antes del examen, y hacerse recomendar
al jurado.
Los
exámenes llegaron. Los primeros tenían sabor a miedo, y los últimos
sabor a Navidad. Manolo aprobó invicto (había estudiado, había
hecho comprimidos, se había dado por vencido antes de cada examen y
un tío lo había recomendado, sin que él se lo pidiera).
Repartición de premios: un alumno de quinto año de secundaria lloró
al leer el discurso de Adiós al colegio, los primeros de cada clase
recibieron sus premios, y luego, terminada la ceremonia, muchos
fueron los que destrozaron sus libros y cuadernos: hay que aprender a
desprenderse de las cosas. Manolo estaba libre.
En
su casa, una de sus hermanas se había encargado del Nacimiento. El
árbol de Navidad, cada año más pelado (al armarlo, siempre se
rompía un adorno, y nadie lo reponía), y siempre cubierto de
algodón, contrastaba con el calor sofocante del día. Manolo no
haría nada hasta después del Año Nuevo. Permanecería encerrado en
su casa, como si quisiera comprobar que su libertad era verdadera, y
que realmente podía disponer del verano a sus anchas. Nada le
gustaba tanto como despertarse diariamente a la hora de ir al
colegio, comprobar que no tenía que levantarse, y volverse a dormir.
Era su pequeño triunfo matinal.
—¡Manolo!
—llamó su hermana—. Ven a ver el Nacimiento. Ya está listo.
—Voy
—respondió Manolo, desde su cama.
Bajó
en pijama hasta la sala, y se encontró con la Navidad en casa. Era
veinticuatro de diciembre, y esa noche era Nochebuena. Manolo sintió
un escalofrío, y luego se dio cuenta de que un extraño malestar se
estaba apoderando de él. Recordó que siempre en Navidad le sucedía
lo mismo, pero este año, ese mismo malestar parecía volver con
mayor intensidad. Miraba hacia el Nacimiento, y luego hacia el árbol
cubierto de algodón. «Está muy bonito», dijo.
Dio
media vuelta, y subió nuevamente a su dormitorio.
Hacia
el mediodía, Manolo salió a caminar. Contaba los automóviles que
encontraba, las ventanas de las casas, los árboles en los jardines,
y trataba de recordar el nombre de cada planta, de cada flor. Esos
paseos que uno hace para no pensar eran cada día más frecuentes.
Algo no marchaba bien. Se crispó al recordar que una mañana había
aparecido en un mercado, confundido entre placeras y vendedores
ambulantes. Aquel día había caminado mucho, y casi sin darse
cuenta. Decidió regresar, pues pronto sería la hora del almuerzo.
Almorzaban.
Había decidido que esa noche irían juntos a la misa de Gallo, y que
luego volverían para cenar. Su padre se encargaría de comprar el
panetón, y su madre de preparar el chocolate. Sus hermanos prometían
estar listos a tiempo para ir a la iglesia y encontrar asientos,
mientras Manolo pensaba que él no había nacido para esas
celebraciones. ¡Y aun faltaba el Año Nuevo! El Año Nuevo y sus
cohetones, que parecían indicarle que su lugar estaba entre los
atemorizados perros del barrio. Mientras almorzaba, iba recordando
muchas cosas. Demasiadas. Recordaba el día en que entró al Estadio
Nacional, y se desmayó al escuchar que se había batido el récord
de asistencia. Recordaba también, cómo en los desfiles militares,
le flaqueaban las piernas cuando pasaban delante suyo las bandas de
música y los húsares de Junín. Las retretas, con las marchas que
ejecutaba la banda de la Guardia Republicana, eran como la atracción
al vacío. Almorzaban: comer, para que no le dijeran que comiera, era
una de las pequeñas torturas a las que ya se había acostumbrado.
Hacia
las tres de la tarde, su padre y sus hermanos se habían retirado del
comedor. Quedaba tan sólo su madre, que leía el periódico, de
espaldas a la ventana que daba al patio. La plenitud de ese día de
verano era insoportable. A través de la ventana, Manolo veía cómo
todo estaba inmóvil en el jardín. Ni siquiera el vuelo de una
mosca, de esas moscas que se estrellan contra los vidrios, venía a
interrumpir tanta inmovilidad. Sobre la mesa, delante de él, una
taza de café se enfriaba sin que pudiera hacer nada por traerla
hasta sus labios. En una de las paredes (Manolo calculaba cuántos
metros tendría), el retrato de un antepasado se estaba burlando de
él, y las dos puertas del comedor que llevaban a la otra habitación
eran como la puerta de un calabozo, que da siempre al interior de la
prisión.
—Es
terrible —dijo su madre, de pronto, dejando caer el periódico
sobre la mesa—. Las tres de la tarde. La plenitud del día. Es una
hora terrible.
—Dura
hasta las cinco, más o menos.
—Deberías
buscar a tus amigos, Manolo.
—Sabes,
mamá, si yo fuera poeta, diría: «Eran las tres de la tarde en la
boca del estómago».
—En
los vasos, y en las ventanas.
—Las
tres de la tarde en las tres de la tarde. Hay que moverse.
«Ante
todo, no debo sentarme», pensaba Manolo al pasar del comedor a la
sala, y ver cómo los sillones lo invitaban a darse por vencido.
Tenía miedo de esos sillones cuyos brazos parecían querer
tragárselo. Caminó lentamente hacia la escalera, y subió como un
hombre que sube al cadalso. Pasó por delante del dormitorio de su
madre, y allí estaba, tirada sobre la cama, pero él sabía que no
dormía, y que tenía los ojos abiertos, inmensos. Avanzó hasta su
dormitorio, y se dejó caer pesadamente sobre la cama: «La próxima
vez que me levante», pensó, «será para ir al centro».
A
través de una de las ventanas del ómnibus, Manolo veía cómo las
ramas de los árboles se movían lentamente. Disminuía ya la
intensidad del sol, y cuando llegara al centro de la ciudad,
empezaría a oscurecer. Durante los últimos meses, sus viajes al
centro habían sido casi una necesidad. Recordaba que, muchas veces,
se iba directamente desde el colegio, sin pasar por su casa, y
abandonando a sus amigos que partían a ver la salida de algún
colegio de mujeres. Detestaba esos grupos de muchachos que hablan de
las mujeres como de un producto alimenticio: «Es muy rica. Es un
lomo». Creía ver algo distinto en aquellas colegialas con los dedos
manchados de tinta, y sus uniformes de virtud.
Había
visto cómo uno de sus amigos se había trompeado por una chica que
le gustaba, y luego, cuando te dejó de gustar, hablaba de ella como
si fuera una puta. «Son terribles cuando están en grupo», pensaba,
«y yo no soy un héroe para dedicarme a darles la contra».
El
centro de Lima estaba lleno de colegios de mujeres, pero Manolo tenía
sus preferencias. Casi todos los días, se paraba en la esquina del
mismo colegio, y esperaba la salida de las muchachas como un acusado
espera su sentencia. Sentía los latidos de su corazón, y sentía
que el pecho se le oprimía, y que las manos se le helaban. Era más
una tortura que un placer, pero no podía vivir sin ello.
Esperaba
esos uniformes azules, esos cuellos blancos y almidonados, donde para
él, se concentraba toda la bondad humana. Esos zapatos, casi de
hombres, eran, sin embargo, tan pequeños, que lo hacían sentirse
muy hombre. Estaba dispuesto a protegerlas a todas, a amarlas a
todas, pero no sabía cómo. Esas colegialas que ocultaban sus
cabellos bajo un gracioso gorro azul, eran dueñas de su destino. Se
moría de frío: ya iba a sonar el timbre. Y cuando sonara, sería
como siempre: se quedaría estático, casi paralizado, perdería la
voz, las vería aparecer sin poder hacer nada por detener todo eso, y
luego, en un supremo esfuerzo, se lanzaría entre ellas, con la
mirada fija en la próxima esquina, el cuello tieso, un grito ahogado
en la garganta, y una obsesión: alejarse lo suficiente para no ver
más, para no sentir más, para descansar, casi para morir.
Los
pocos días en que no asistía a la salida de ese colegio, las cosas
eran aún peor.
El
ómnibus se acercaba al jirón de la Unión, y Manolo, de pie, se
preparaba para bajar. (Le había cedido el asiento a una señora, y
la había odiado: temió, por un momento, que hablara de lo raro que
es encontrar un joven bien educado en estos días, que todos los
miraran, etc. Había decidido no volver a viajar sentado para evitar
esos riesgos.) El ómnibus se detuvo, y Manolo descendió.
Empezaba
a oscurecer. Miles de personas caminaban lentamente por el jirón de
la Unión. Se detenían en cada tienda, cada vidriera, mientras
Manolo avanzaba perdido entre esa muchedumbre. Su única preocupación
era que nadie lo rozara al pasar, y que nadie le fuera a dar un
codazo. Le pareció cruzarse con alguien que conocía, pero ya era
demasiado tarde para voltear a saludarlo. «De la que me libré»,
pensó. «¿Y si me encuentro con Salas?» Salas era un compañero de
colegio. Estaba en un año superior, y nunca se habían hablado.
Prácticamente no se conocían, y sería demasiada coincidencia que
se encontraran entre ese tumulto, pero a Manolo le espantaba la idea.
Avanzaba. Oscurecía cada vez más, y las luces de neón empezaban a
brillar en los avisos luminosos. Quería llegar hasta la Plaza San
Martín, para dar media vuelta y caminar hasta la Plaza de Armas. Se
detuvo a la altura de las Galerías Boza, y miró hacia su reloj:
«Las siete de la noche». Continuó hasta llegar a la Plaza San
Martín, y allí sintió repugnancia al ver que un grupo de hombres
miraba groseramente a una mujer, y luego se reían a carcajadas. Los
colectivos y los ómnibus llegaban repletos de gente. «Las tiendas
permanecerán abiertas hasta las nueve de la noche», pensó.
«La
Plaza de Armas.» Dio media vuelta, y se echó a andar. Una extraña
e impresionante palidez en el rostro de la gente era efecto de los
avisos luminosos. «Una tristeza eléctrica», pensaba Manolo,
tratando de definir el sentimiento que se había apoderado de él. La
noche caía sobre la gente, y las luces de neón le daban un aspecto
fantasmagórico. Cargados de paquetes, hombres y mujeres pasaban a su
lado, mientras avanzaba hacia la Plaza de Armas, como un bañista
nadando hacia una boya. No sabía si era odio o amor lo que sentía,
ni sabía tampoco si quería continuar esa extraña sumersión, o
correr hacia un despoblado. Sólo sabía que estaba preso, que era el
prisionero de todo lo que lo rodeaba. Una mujer lo rozó al pasar, y
estuvo a punto de soltar un grito, pero en ese instante hubo ante sus
ojos una muchacha. Una pálida chiquilla lo había mirado caminando.
Vestía íntegramente de blanco. Manolo se detuvo. Ella sentiría que
la estaba mirando, y él estaba seguro de haberle comunicado algo.
No
sabía qué. Sabía que esos ojos tan negros y tan grandes eran como
una voz, y que también le habían
dicho algo. Le pareció que las luces de neón se estaban apoderando
de esa cara. Esa cara se estaba electrizando, y era preciso sacarla
de allí antes de que se muriera. La muchacha se alejaba, y Manolo la
contemplaba calculando que tenía catorce años. «Pobre de ti,
noche, si la tocas», pensó.
Se
había detenido al llegar a la puerta de la iglesia de la Merced.
Veía cómo la gente entraba y salía del templo, y pensaba que
entraban más para descansar que para rezar, tan cargados venían de
paquetes. Serían las ocho de la noche, cuando Manolo, parado ahora
de espaldas a la iglesia, observaba una larga cola de compradores,
ante la tienda Monterrey. Todos llevaban paquetes en las manos, pero
todos tenían aún algo más que comprar. De pronto, distinguió a
una mujer que llevaba un balde de playa y una pequeña lampa de lata.
Vestía un horroroso traje floreado, y con la basta descosida. Era un
traje muy viejo, y le quedaba demasiado grande. Le faltaban varios
dientes, y le veía las piernas chuecas, muy chuecas. El balde y la
pequeña lampa de lata estaban mal envueltos en papel de periódico,
y él podía ver que eran de pésima calidad. «Los llevará un
domingo, en tranvía, a la playa más inmunda. Cargada de hijos
llorando. Se bañará en fustán», pensó. Esa mujer, fuera de lugar
en esa cola, con la boca sin dientes abierta de fatiga como si fuera
idiota, y chueca, chueca, lo conmovió hasta sentir que sus ojos
estaban bañados en lágrimas. Era preciso marcharse. Largarse. «Yo
me largo.» Era preciso desaparecer. Y, sobre todo, no encontrar a
ninguno de sus odiados conocidos.
Desde
su cama, con la habitación a oscuras, Manolo escuchaba a sus
hermanas conversar mientras se preparaban para la misa de Gallo, y
sentía un ligero temblor en la boca del estómago. Su único deseo
era que todo aquello comenzara pronto para que terminara de una vez
por todas. Se incorporó al escuchar la voz de su padre que los
llamaba para partir.
«Voy»,
respondió al oír su nombre, y bajó lentamente las escaleras.
Partieron.
Conocía
a casi todos los que estaban en la iglesia. Eran los mismos de los
domingos, los mismos de siempre. Familias enteras ocupaban las
bancas, y el calor era muy fuerte. Manolo, parado entre sus padres y
hermanos, buscaba con la mirada a alguien a quien cederle el asiento.
Tendría que hacerlo, pues la
iglesia
se iba llenando de gente, y quería salir de eso lo antes posible.
Vio que una amiga de su madre se acercaba, y le dejó su lugar, a
pesar de que aún quedaban espacios libres en otras bancas.
Estaba
recostado contra una columna de mármol, y desde allí paseaba la
mirada por toda la iglesia. Muchos de los asistentes, bronceados por
el sol, habían empezado a ir a la playa. Las muchachas le
impresionaban con sus pañuelos de seda en la cabeza. Esos pañuelos
de seda, que ocultando una parte del rostro, hacen resaltar los ojos,
lo impresionaban al punto de encontrarse con las manos pegadas a la
columna; fuertemente apoyadas, como si quisiera hacerla retroceder.
«Sansón»,
pensó.
Había
detenido la mirada en el pálido rostro de una muchacha que llevaba
un pañuelo de seda en la cabeza, y cuyos ojos resaltaban de una
manera extraña.
Miraban
hacia el altar con tal intensidad, que parecían estar viendo a Dios.
La contemplaba. Imposible dejar de contemplarla. Manolo empezaba a
sentir que todo alrededor suyo iba desapareciendo, y que en la
iglesia sólo quedaba aquel rostro tan desconocido y lejano. Temía
que ella lo descubriera mirándola, y no poder continuar con ese
placer. ¿Placer? «Debe hacer calor en la iglesia», pensó,
mientras comprobaba que sus manos estaban más frías que el mármol
de la columna.
La
música del órgano resonaba por toda la iglesia, y Manolo sentía
como si algo fuera a estallar. «Los ojos. Es peor que bonita.» En
las bancas, los hombres caían sobre sus rodillas, como si esa música
que venía desde el fondo del templo, los golpeara sobre los hombros,
haciéndolos caer prosternados ante un Dios recién descubierto y
obligatorio. Esa música parecía que iba a derrumbar las paredes,
hasta que, de pronto, un profundo y negro silencio se apoderó del
templo, y era como si hubieran matado al organista. «Tan negros y
tan brillantes.» Un sacerdote subió al púlpito, y anunció que
Jesús había nacido, y el órgano resonó nuevamente sobre los
hombros de los fieles, y Manolo sintió que se moría de amor, y la
gente ya quería salir para desearse «feliz Navidad».
Terminada
la ceremonia, si alguien le hubiera dicho que se había desmayado, él
lo hubiera creído. Salían. El mundo andaba muy bien aquella noche
en la puerta de la iglesia, mientras Manolo no encontraba a la
muchacha que parecía haber visto a Dios.
Al
llegar a su casa, sin pensarlo, Manolo se dirigió a un pequeño baño
que había en el primer piso. Cerró la puerta, y se dio cuenta de
que no era necesario que estuviera allí. Se miró en el espejo,
sobre el lavatorio, y recordó que tenía que besar a sus padres y
hermanos: era la costumbre, antes de la cena. ¡Feliz Navidad con
besos y abrazos! Trató de orinar. Inútil. Desde el comedor, su
madre lo estaba llamando. Abrió la puerta, y encontró a su perro
que lo miraba como si quisiera enterarse de lo que estaba pasando. Se
agachó para acariciarlo, y avanzó hasta llegar al comedor. Al
entrar, continuaba siempre agachado y acariciando al perro que
caminaba a su lado. Avanzaba hacia los zapatos blancos de una de sus
hermanas, hasta que, torpemente, se lanzó sobre ella para abrazarla.
No logró besarla. «Feliz Navidad», iba repitiendo mientras cumplía
con las reglas del juego. Los regalos.
Cenaban.
«Esos besos y abrazos que uno tiene que dar...», pensaba. «Ésos
cariños.» Daría la vida por cada uno de sus hermanos. «Pero uno
no da la vida en un día establecido...» Recordaba aquel cumpleaños
de su hermana preferida: se había marchado a la casa de un amigo
para no tener que saludarla, pero luego había sentido
remordimientos, y la había llamado por teléfono: «Qué loco soy».
Cenaban.
El chocolate estaba demasiado caliente, y con tanto sueño era
difícil encontrar algo de qué hablar mientras se enfriaba. «No es
el mejor panetón del mundo, pero es el único que quedaba», comentó
su padre. Manolo sentía que su madre lo estaba mirando, y no se
atrevía a levantar los ojos de la mesa. A lo lejos, se escuchaban
los estallidos de los cohetes, y pensaba que su perro debía estar
aterrorizado. Bebían el chocolate. «Tengo que ir a ver al perro.
Debe estar muerto de miedo.» En ese momento, uno de sus hermanos
bostezó, y se disculpó diciendo que se había levantado muy
temprano esa mañana. Permanecían en silencio, y Manolo esperaba que
llegara el momento de ir a ver a su perro. De pronto, uno de sus
hermanos se puso de pie: «Creo que me voy a acostar», dijo
dirigiéndose lentamente hacia la puerta del comedor. Desapareció.
Los demás siguieron el ejemplo.
En
el patio, Manolo acariciaba a su perro. Había algo en la atmósfera
que lo hacía sentirse nuevamente como en la iglesia. Le parecía que
tenía algo que decir. Algo que decirle a alguna persona que no
conocía; a muchas personas que no conocía. Escuchaba el estallido
de los cohetes, y sentía deseos de salir a caminar.
Hacia
las tres de la madrugada, Manolo continuaba su extraño paseo. Hacia
las cuatro de la madrugada, un hombre quedó sorprendido, al cruzarse
con un muchacho de unos quince años, que caminaba con el rostro
bañado en lágrimas.
Huerto cerrado, 1968.
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