A mí me mataban en el primer
acto.
Había
acudido a aquella taberna toscana, sin que las ropas de labriego de
mi disfraz lograran disimular del todo mi condición nobiliaria, y
allí aguardaba a un criado de mi amigo el Conde Ricci que me
conduciría a algún lugar seguro.
Eran los últimos cinco
minutos del primer acto, la escena decimoquinta de un atropellado
drama en el que andaban los Médicis por medio y en el que, entre
lances de capa y espada, venenos e intrigas cortesanas, se iba
tejiendo un indescifrable galimatías derivado de la propia
adaptación de la obra que, como era habitual en la Galería
Salesiana, estaba arreglada para que la interpretasen exclusivamente
actores masculinos. .
Las
transferencias de amores en amistades, de pasión en idealismo, y el
trastorno de los parentescos, además del exceso de viudos y solteros
impenitentes, hacían que la trama navegara, con frecuencia, entre
ambiguas declaraciones fraternales y sospechosos rencores nacidos de
inexplicables despechos. Era muy dura de entender la desavenencia de
dos primos con un pasado que más parecía amoroso que otra cosa, o
la rara filiación de un vástago cuyo tío era como su madre, en
aquel raro mundo de exclusivos varones en el que hasta las teóricas
nodrizas parecían barbudos aldeanos.
Sentado
en un taburete, al pie del proscenio, con la jarra de vino en la mano
y el codo apoyado en la mesa, aguardaba con cierto aire de disimulada
despreocupación, al dichoso criado del Conde Ricci, que entraría
por el foro, tembloroso y con cara de traidor subvencionado, para
indicarle al sicario que le seguía que aquel desamparado
parroquiano, tan sospechosamente disfrazado, no era otro que el
Marqués del Arno, al que había que dar el trágico pasaporte
previsto en la terrible conspiración. Ni que decir tiene que mi
amigo el Conde estaba metido hasta las cachas en el asunto y que yo
pecaba de ingenuo esperando su amparo.
El
tabernero, después de servirme, había hecho un discreto mutis y
todo estaba dispuesto para la celada.
Entraría
el criado, me señalaría con el dedo e irrumpiría, blandiendo ya el
puñal, el voluntarioso sicario que se abalanzaría sobre mí sin
apenas darme tiempo a desenfundar la espada. Tras las arteras
cuchilladas yo haría un rápido movimiento hacia el cercano lateral,
donde el padre Corsino, director de la función, me vaciaría, con
muy ensayada y veloz medida, un tintero de tinta china roja que, al
volverme, mostraría al respetable la condición mortal de mis
heridas.
Había
bebido media jarra, ya que el padre Corsino consideraba que para el
realismo de la escena hasta el vino debía ser vino, aunque fuese de
misa, y comencé a sentir que me temblaba la mano y a percatarme de
que el tiempo de la espera era mayor que en los ensayos. Sujetando
los nervios a duras penas, convencido de que aquel terrible silencio
de la sala era un indicio casi insoportable de que los ojos de los
espectadores estaban fijos en mí, el único punto de atención en el
escenario, miré hacia el lateral y escuché algunos solapados y
frenéticos requerimientos.
Algo
iba mal entre bastidores y el padre Corsino alzaba los brazos en un
mudo gesto de indignada desesperación.
El
tiempo transcurría y de la sala comenzaron a llegarme, sorteando la
costa de oscuridad que marcaban las candilejas, variados ruidos de
impaciencia y desánimo que no tardarían en alcanzar cierta
insolencia.
Las
voces del padre Corsino vituperando a Escanciano, que hacía el papel
de sicario, reclamando su presencia, alcanzaban mis oídos y
acrecentaban mi nerviosismo. Por el forillo lateral también divisaba
la trémula figura de Enrique Yustas, el criado del Conde Ricci, que
devanaba el gorro entre las manos y se lo llevaba a la boca como si
fuera a comerlo.
Los
cinco minutos finales serían rematados, y nunca mejor dicho, con mi
muerte, antecedida por la súplica de la venganza a manos del hijo
que yo invocaría, y que cualquier espectador cabal fácilmente iba a
confundir entre tantos huérfanos de madre a los que ya se había
hecho referencia a lo largo de aquel acto.
Pero
esos cinco minutos se alargaban sin remedio, y en el fondo vacío de
la jarra yo contemplaba mi indefensión, puesto en evidencia en aquel
trance de una espera absurda.
Las
voces del padre Corsino se habían incrementado y salpicaban sin
respeto los aledaños del escenario, donde podía comprenderse que
todos buscaban a Escanciano, desaparecido en el momento crucial.
Desde
el mar oscuro, el rumor de los espectadores era ya un bullicio
molesto y poco a poco se destacaban algunas voces solitarias, entre
las que no era difícil reconocer las de algunos alevines de
primaria, a buen seguro incitados por los más malévolos de los
internos y de los repetidores.
-¡Tabernerooo!
-clamaban los más osados -, ponle otra a mi cuenta…
-Calpurrio
-me insultaba ya directamente algún enemigo anónimo deformando la
voz -espabila que se te va a hacer de noche …
Alargando
el cuerpo hacia el cercano lateral llamé como pude a Evaristo
Valderas, que era el tabernero toscano y que permanecía sin moverse
entre el tumulto de los bastidores, aguardando el instante de mi
muerte para hacer la nueva entrada y recoger mi último suspiro.
-¿Dónde
está el padre Corsino? – -inquirí aterrado-. Dile que me saque…
-supliqué.
La
voz del padre Petronilo, el rector, rompió la algarabía que ya
tronaba en la oscuridad de la sala. Era una voz imperativa, metálica,
que se alzaba en el palco, desde donde contemplaba la función con
otros padres y profesores.
-No
aparece Escanciano -dijo lloroso Evaristo y volví a divisar por el
forillo a Yustas que devoraba la gorra.
El
silencio fue más cruel que la algarabía. La jarra se me fue de las
manos, rodó por la mesa, se estrelló en la tarima del escenario.
Abrí los ojos después de mantenerlos cerrados un momento y sentí
la humedad de las lágrimas.
Entonces
me di cuenta de que la oscuridad se había vaciado, que las
candilejas no marcaban esa costa difusa. Todos los rostros eran
nítidos en el atestado patio de butacas y en el frondoso gallinero y
en ninguno había el mínimo gesto de comprensión, todos aseveraban
mi orfandad, mi desamparo, ninguno daría un duro por la vida del
asediado Marqués del Arno, a quien los más crueles no dudaban en
llamar Calpurrio.
Los
insultos del padre Corsino mediaban entre las patadas con que traía
a Escanciano, de quien luego supe que se había encerrado en un aula
a fumar un cigarro con la mala suerte de que la puerta se había
trabado y no pudo abrirla.
Sentí
el desconcierto, la confusión y las bofetadas entre bastidores y vi
al padre Corsino con el hábito descompuesto y el cabello revuelto.
Enrique
Yustas lloraba a lágrima viva y se negaba a salir, suplicando por
Dios que no le obligaran. Escanciano recibía resignado las últimas
patadas y ajustaba con dificultades la camisola y los pantalones.
El
fondo de la taberna toscana tembló, los bastidores se movieron y
hasta las bambalinas fluctuaron inquietas cuando el criado del Conde
y el sicario desfilaron empujados por el padre Corsino, que ya no
lograba contenerse, hasta asomar por el foro y yo me disponía a
recibir las puñaladas.
Era
un momento de extrema tensión después de aquella demora que se
acercaba a los diez minutos, y un malévolo suspiro de alivio se
escuchó en la sala moteado con alguna voz que incitaba a Escanciano
para que se abrochase la bragueta.
Supongo
que en ese instante todos fuimos conscientes de que el desastre no
había terminado. Yo llevé la mano derecha a la empuñadura de mi
espada para preparar el inútil gesto de defensa, y en el vertiginoso
trance de aguardada acometida me volví, antes de tiempo, calculando
que, como sucedía en los ensayos, Escanciano se lanzaría veloz
sobre mi espalda sin aguardar apenas la indicación de Yustas.
Pero
allí estaban los dos, quietos y temblorosos, con las manos vacías,
sin decidirse siquiera a dar un paso.
-El
puñal… -gritó alguien entre bastidores, y fue la alerta desolada
que ponía en evidencia que el sicario venía
a por mí desarmado.
-Acabar
con él como sea… -ordenó el padre Corsino en el límite de la
desesperación.
Yo
ya blandía mi espada y había tenido tiempo suficiente para volverme
hacia ellos corroído entre la indecisión y el arrojo.
Era
imposible que, dadas las circunstancias, aquellos dos temblorosos
sujetos reaccionaran con la decisión precisa, lanzándose sobre mí
para cumplir con las manos lo que ya no era posible con el puñal.
Ambos me miraban con asombro y sorpresa, tan cohibidos como
indefensos.
Atravesé
primero a Yustas, que simuló la caída de forma lamentable, y eso
que había ensayado mucho la escena de su muerte en el segundo acto,
y ensarté con más propiedad a Escanciano, que dio un traspié
bastante convincente
y se llevó la banqueta por delante al estrellarse en el suelo.
-Telón,
telón -pedía el padre Corsino, mientras el padre Petronilo se
descolgaba literalmente del palco y venía hacia el escenario con los
ojos inyectados del veneno de los Médicis.
Al
Marqués del Arno lo sacrificaron en el entreacto pero, así y todo,
la función duró cuatro horas.
Los males menores, 1993.
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