Tuve
un sueño. Estábamos en París participando en el Congreso Mundial
de Escritores. Después de la última sesión, el 5 de junio, Alfredo
Bryce Echenique nos había invitado a cenar en su departamento de 8
bis, 2º piso izquierda, rue Amyot, a Julio Ramón Ribeyro, Miguel
Rojas-Mix, Franz Kafka, Bárbara Jacobs y yo. Como en cualquier gran
ciudad, en París hay calles difíciles de encontrar; pero la rue
Amyot es fácil si uno baja en la estación Monge del Metro y
después, como puede, pregunta por la rue Amyot.
A
las diez de la noche, todavía con sol, nos encontrábamos ya todos
reunidos, menos Franz, quien había dicho que antes de llegar pasaría
a recoger una tortuga que deseaba obsequiarme en recuerdo de la
rapidez con que el Congreso se había desarrollado.
Como
a las once y cuarto telefoneó para decir que se hallaba en la
estación Saint Germain de Prés y preguntó si Monge era hacia Fort
d’Aubervilliers o hacia Mairie d’Ivry. Añadió que pensándolo
bien hubiera sido mejor usar un taxi. A las doce llamó nuevamente
para informar que ya había salido de Monge, pero que antes tomó la
salida equivocada y que había tenido que subir 93 escalones para
encontrarse al final con que las puertas de hierro plegadizas que dan
a la calle Navarre estaban cerradas desde las ocho treinta, pero que
había desandado el camino para salir por la escalera eléctrica y
que ya venía con la tortuga, a la que estaba dando agua en un café,
a tres cuadras de nosotros. Nosotros bebíamos vino, whisky, coca
cola y perrier.
A
la una llamó para pedir que lo disculpáramos, que había estado
tocando en el número 8 y que nadie había abierto, que el teléfono
del que hablaba estaba a una cuadra y que ya se había dado cuenta de
que el número de la casa no era el 8 sino el 8 bis.
A
las dos sonó el timbre de la puerta. El vecino de Bryce, que vive en
el mismo 2º piso, derecha, no izquierda, dijo en bata y con cierta
alarma que hacía unos minutos un señor había tocado
insistentemente en su departamento; que cuando por fin le abrió, ese
señor, apenado sin duda por su equivocación y por haberlo hecho
levantar, inventó que en la calle tenía una tortuga; que había
dicho que iba por ella, y que si lo conocíamos.
La palabra mágica, 1983.
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