Era una mala idea, pensó Julián, mientras aplastaba la frente
contra los cristales y sentía su frío húmedo refrescarle hasta los
huesos, tan bien dibujados debajo de su piel transparente. Era una
mala idea esta de mandarle a casa la Nochebuena. Y, además, mandarle
a casa para siempre, ya completamente curado. Julián era un hombre
largo, enfundado en un decente abrigo negro. Era un hombre rubio, con
los ojos y los pómulos salientes, como destacando en su flacura. Sin
embargo, ahora Julián tenía muy buen aspecto. Su mujer se hacía
cruces sobre su buen aspecto cada vez que lo veía. Hubo tiempos en
que Julián fue sólo un puñado de venas azules, piernas como
larguísimos palillos y unas manos grandes y sarmentosas. Fue eso,
dos años atrás, cuando lo ingresaron en aquella casa de la que,
aunque parezca extraño, no tenía ganas de salir.
–Muy impaciente,
¿eh?… Ya pronto vendrán a buscarle. El tren de las cuatro está a
punto de llegar. Luego podrán ustedes tomar el de las cinco y media…
Y esta noche, en casa, a celebrar la Nochebuena… Me gustaría,
Julián, que no se olvidase de llevar a su familia a la misa del
Gallo, como acción de gracias… Si esta Casa no estuviese tan
alejada… Sería muy hermoso tenerlos a todos esta noche aquí…
Sus niños son muy lindos, Julián… Hay uno, sobre todo el más
pequeñito, que parece un Niño Jesús, o un San Juanito, con esos
bucles rizados y esos ojos azules. Creo que haría un buen
monaguillo, porque tiene cara de listo…
Julián escuchaba la
charla de la monja muy embebido. A esta sor María de la Asunción,
que era gorda y chiquita, con una cara risueña y unos carrillos como
manzanas, Julián la quería mucho. No la había sentido llegar,
metido en sus reflexiones, ya preparado para la marcha, instalado ya
en aquella enorme y fría sala de visitas… No la había sentido
llegar, porque bien sabe Dios que estas mujeres con todo su volumen
de faldas y tocas caminan ligeras y silenciosas, como barcos de vela.
Luego se había llevado una alegría al verla. La última alegría
que podía tener en aquella temporada de su vida. Se le llenaron los
ojos de lágrimas, porque siempre había tenido una gran propensión
al sentimentalismo, pero que en aquella temporada era ya casi una
enfermedad. –Sor María de la Asunción… Yo, esta misa del Gallo,
quisiera oírla aquí, con ustedes. Yo creo que podía quedarme aquí
hasta mañana… Ya es bastante estar con mi familia el día de
Navidad… Y en cierto modo ustedes también son mi familia. Yo… Yo
soy un hombre agradecido.
–Pero, ¡criatura!…
Vamos, vamos, no diga disparates. Su mujer vendrá a recogerle ahora
mismo. En cuanto esté otra vez entre los suyos, y trabajando,
olvidará todo esto, le parecerá un sueño…
Luego se marchó
ella también, sor María de la Asunción, y Julián quedó solo otra
vez con aquel rato amargo que estaba pasando, porque le daba pena
dejar el manicomio. Aquel sitio de muerte y desesperación, que para
él, Julián, había sido un buen refugio, una buena salvación… Y
hasta en los últimos meses, cuando ya a su alrededor todos lo
sentían curado, una casa de dicha. ¡Con decir que hasta le habían
dejado conducir…! Y no fue cosa de broma. Había llevado a la
propia Superiora y a sor María de la Asunción a la ciudad a hacer
compras. Ya sabía él, Julián, que necesitaban mucho valor aquellas
mujeres para ponerse confiadamente en manos de un loco…, o un ex
loco furioso, pero él no iba a defraudarlas. El coche funcionó a la
perfección bajo el mando de sus manos expertas. Ni los baches de la
carretera sintieron las señoras. Al volver, le felicitaron, y él se
sintió enrojecer de orgullo.
–Julián…
Ahora estaba delante
de él sor Rosa, la que tenía los ojos redondos y la boca redonda
también. Él a sor Rosa no la quería tanto; se puede decir que no
la quería nada. Le recordaba siempre algo desagradable en su vida.
No sabía qué. Le contaron que los primeros días de estar allí se
ganó más de una camisa de fuerza por intentar agredirla. Sor Rosa
parecía eternamente asustada de Julián. Ahora, de repente, al
verla, comprendió, a quién se parecía. Se parecía a la pobre
Herminia, su mujer, a la que él, Julián, quería mucho. En la vida
hay cosas incomprensibles. Sor Rosa se parecía a Herminia. Y, sin
embargo, o quizá a causa de esto, él, Julián, no tragaba a sor
Rosa.
–Julián… Hay
una conferencia para usted. ¿Quiere venir al teléfono? La Madre me
ha dicho que se ponga usted mismo.
La Madre era la
mismísima Superiora. Todos la llamaban así. Era un honor para
Julián ir al teléfono.
Llamaba Herminia,
con una voz temblorosa allí al final de los hilos, pidiéndole que
él mismo cogiera el tren si no le importaba.
–Es que tu madre
se puso algo mala… No, nada de cuidado; su ataque de hígado de
siempre… Pero no me atreví a dejarla sola con los niños. No he
podido telefonear antes por eso… por no dejarla sola con el dolor…
Julián no pensó
más en su familia, a pesar de que tenía el teléfono en la mano.
Pensó solamente que tenía ocasión de quedarse aquella noche, que
ayudaría a encender las luces del gran Belén, que cenaría la cena
maravillosa de Nochebuena, que cantaría a coro los villancicos. Para
Julián todo aquello significaba mucho.
–A lo mejor no voy
hasta mañana… No te asustes. No, no es por nada; pero, ya que no
vienes, me gustaría ayudar a las madres en algo; tienen mucho trajín
en estas fiestas… Sí, para la comida sí estaré… Sí, estaré
en casa el día de Navidad. La hermana Rosa estaba a su lado
contemplándolo, con sus ojos redondos, con su boca redonda. Era lo
único poco grato, lo único que se alegraba de dejar para siempre…
Julián bajó los ojos y solicitó humildemente hablar con la Madre,
a la que tenía que pedir un favor especial.
Al día siguiente,
un tren iba acercando a Julián, entre un gris aguanieve navideño, a
la ciudad. Iba él encajonado en un vagón de tercera entre pavos y
pollos y los dueños de estos animales, que parecían rebosar
optimismo. Como única fortuna, Julián tenía aquella mañana su
pobre maleta y aquel buen abrigo teñido de negro, que le daba un
agradable calor. Según se iban acercando a la ciudad, según le daba
en las narices su olor, y le chocaba en los ojos la tristeza de los
enormes barrios de fábricas y casas obreras, Julián empezó a tener
remordimientos de haber disfrutado tanto la noche anterior, de haber
comido tanto y cosas tan buenas, de haber cantado con aquella voz
que, durante la guerra, habían aliviado tantas horas de aburrimiento
y de tristeza a su compañeros de trinchera.
Julián no tenía
derecho a tan caliente y cómoda Nochebuena, porque hacía bastantes
años que en su casa esas fiestas carecían de significado. La pobre
Herminia habría llevado, eso sí, unos turrones indefinibles, hechos
de pasta de batata pintada de colores, y los niños habrían pasado
media hora masticándolos ansiosamente después de la comida de todos
los días. Por lo menos eso pasó en su casa la última Nochebuena
que él había estado allí. Ya entonces él llevaba muchos meses sin
trabajo. Era cuando la escasez de gasolina. Siempre había sido el
suyo un oficio bueno; pero aquel año se puso fatal. Herminia fregaba
escaleras. Fregaba montones de escaleras todos los días, de manera
que la pobre sólo sabía hablar de las escaleras que la tenían
obsesionada y de la comida que no encontraba. Herminia estaba
embarazada otra vez en aquella época, y su apetito era algo
terrible. Era una mujer flaca, alta y rubia como el mismo Julián,
con un carácter bondadoso y unas gafas gruesas, a pesar de su
juventud… Julián no podía con su propia comida cuando la veía
devorar la sopa acuosa y los boniatos.
Sopa acuosa y
boniatos era la comida diaria, obsesionante, de la mañana y de la
noche en casa de Julián durante todo el invierno aquel. Desayuno no
había sino para los niños. Herminia miraba ávida la leche azulada
que, muy caliente, se bebían ellos antes de ir a la escuela…
Julián, que antes había sido un hombre tragón, al decir de su
familia, dejó de comer por completo… Pero fue mucho peor para
todos, porque la cabeza empezó a flaquearle y se volvió agresivo.
Un día, después que ya llevaba varios en el convencimiento de que
su casa humilde era un garaje y aquellos catres que se apretaban en
las habitaciones eran autos magníficos, estuvo a punto de matar a
Herminia y a su madre, y lo sacaron de casa con camisa de fuerza y…
Todo eso había pasado hacía tiempo… Poco tiempo relativamente.
Ahora volvía curado. Estaba curado desde hacía varios meses. Pero
las monjas habían tenido compasión de él y habían permitido que
se quedara un poco más… hasta aquellas Navidades. De pronto se
daba cuenta de lo cobarde que había sido al procurar esto. El camino
hasta su casa era brillante de escaparates, reluciente de
pastelerías. En una de aquellas pastelerías se detuvo a comprar una
tarta. Tenía algún dinero y lo gastó en eso. Casi le repugnaba el
dulce de tanto que había tomado aquellos días; pero a su familia no
le ocurriría lo mismo.
Subió las escaleras
de su casa con trabajo, la maleta en una mano, el dulce en la otra.
Estaba muy alta su casa. Ahora, de repente, tenía ganas de llegar,
de abrazar a su madre, aquella vieja siempre risueña, siempre
ocultando sus achaques, mientras podía aguantar los dolores.
Había cuatro
puertas descascarilladas, antiguamente pintadas de verde. Una de
ellas era la suya. Llamó.
Se vio envuelto en
gritos de chiquillos, en los flacos brazos de Herminia. También en
un vaho de cocina caliente. De buen guiso.
–¡Papá…!
¡Tenemos pavo!
Era lo primero que
le decían. Miró a su mujer. Miró a su madre, muy envejecida, muy
pálida aún a consecuencia del último arrechucho, pero abrigada con
una toquilla de lana nueva. El comedorcito lucía la pompa de una
cesta repleta de dulces, chucherías y lazos.
–¿Ha… ha tocado
la lotería?
–No, Julián…
Cuanto tú te marchaste, vinieron unas señoras… De Beneficencia,
ya sabes tú… Nos han protegido mucho; me han dado trabajo; te van
a buscar trabajo a ti también, en un garaje…
¿En un garaje…?
Claro, era difícil tomar a un ex loco como chófer. De mecánico tal
vez. Julián volvió a mirar a su madre y la encontró con los ojos
llorosos. Pero risueña. Risueña como siempre.
De golpe le caían
otra vez sobre los hombros las responsabilidades, angustias. A toda
aquella familia que se agrupaba a su alrededor venía él, Julián, a
salvarla de las garras de la Beneficencia. A hacerla pasar hambre
otra vez, seguramente, a…
–Pero, Julián,
¿no te alegras?… Estamos todos juntos otra vez, todos reunidos en
el día de Navidad… ¡Y qué Navidad! ¡Mira!
Otra vez, con la
mano, le señalaban la cesta de los regalos, las caras golosas y
entusiasmadas de los niños. A él. Aquel hombre flaco, con su abrigo
negro y sus ojos saltones, que estaba tan triste. Que era como si
aquel día de Navidad hubiera salido otra vez de la infancia para
poder ver, con toda crueldad, otra vez, debajo de aquellos regalos,
la vida de siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario