En su casa no le decían nada, pero cada vez le extrañaba más que
no se hubiesen dado cuenta. Al principio podía pasar inadvertido y
él mismo pensaba que la alucinación o lo que fuera no iba a durar
mucho; pero ahora que ya caminaba metido en la tierra hasta los codos
no podía ser que sus padres y sus hermanas no lo vieran y tomaran
alguna decisión. Cierto que hasta entonces no había tenido la menor
dificultad para moverse, y aunque eso parecía lo más extraño de
todo, en el fondo lo que a él lo dejaba pensativo era que sus padres
y sus hermanas no se dieran cuenta de que andaba por todos lados
metido hasta los codos en la tierra.
Monótono que, como
casi siempre, las cosas sucedieran progresivamente, de menos a más.
Un día había tenido la impresión de que al cruzar el patio iba
llevándose algo por delante, como quien empuja unos algodones. Al
mirar con atención descubrió que los cordones de los zapatos
sobresalían apenas del nivel de las baldosas. Se quedó tan
asombrado que no pudo ni hablar ni decírselo a nadie, temeroso de
hundirse bruscamente del todo, preguntándose si a lo mejor el patio
se habría ablandado a fuerza de lavarlo, porque su madre lo lavaba
todas las mañanas y a veces hasta por la tarde. Después se animó a
sacar un pie y a dar cautelosamente un paso; todo anduvo bien, salvo
que el zapato volvió a meterse en las baldosas hasta el moño de los
cordones. Dio varios pasos más y al final se encogió de hombros y
fue hasta la esquina a comprar La Razón porque quería leer la
crónica de una película.
En general, evitaba
la exageración, y quizás al final hubiera podido acostumbrarse a
caminar así, pero unos días después dejó de ver los cordones de
los zapatos, y un domingo ni siquiera descubrió la bocamanga de los
pantalones. A partir de entonces, la única manera de cambiarse de
zapatos y de medias consistió en sentarse en una silla y levantar la
pierna hasta apoyar el pie en otra silla o en el borde de la cama.
Así conseguía lavarse y cambiarse, pero apenas se ponía de pie
volvía a enterrarse hasta los tobillos y de esa manera andaba por
todas partes, incluso en las escaleras de la oficina y los andenes de
la estación Retiro. Ya en esos primeros tiempos no se animaba a
preguntarle a su familia, y ni siquiera a un desconocido de la calle,
si le notaban alguna cosa rara; a nadie le gusta que lo miren
furtivamente y después piensen que está loco. Parecía obvio que
sólo él notaba cómo se iba hundiendo cada vez más, pero lo
insoportable (y por eso mismo lo más difícil de decirle a otro) era
admitir que hubiera más testigos de esa lenta sumersión. Las
primeras horas en que había podido analizar despacio lo que le
estaba sucediendo, a salvo en su cama, las dedicó a asombrarse de
esa inconcebible alienación frente a su madre, su novia y sus
hermanas. Su novia, por ejemplo, ¿cómo no se daba cuenta por la
presión de su mano en el codo que él tenía varios centímetros
menos de estatura? Ahora estaba obligado a empinarse para besarla
cuando se despedían en una esquina, y en ese momento en que sus pies
se enderezaban sentía palpablemente que se hundía un poco más, que
resbalaba más fácilmente hacia lo hondo, y por eso la besaba lo
menos posible y se despedía con una frase amable y liviana que la
desconcertaba un poco; acabó por admitir que su novia debía ser muy
tonta para no quedarse de una pieza y protestar por ese frívolo
tratamiento. En cuanto a sus hermanas, que nunca lo habían querido,
tenían una oportunidad única para humillarlo ahora que apenas les
llegaba al hombro, y sin embargo seguían tratándolo con esa irónica
amabilidad que siempre habían creído tan espiritual. Nunca pensó
demasiado en la ceguera de sus padres porque de alguna manera siempre
habían estado ciegos para con sus hijos, pero el resto de la
familia, los colegas, Buenos Aires, seguían ahí y lo veían. Pensó
lógicamente que todo era ilógico, y la consecuencia rigurosa fue
una chapa de bronce en la calle Serrano y un médico que le examinó
las piernas y la lengua, lo xilofonó con su martillito de goma y le
hizo una broma sobre unos pelos que tenía en la espalda. En la
camilla todo era normal, pero el problema recomenzaba al bajarse; se
lo dijo, se lo repitió. Como si condescendiera, el médico se agachó
para palparle los tobillos bajo tierra; el piso de parquet debía ser
transparente e intangible para él porque no sólo le exploró los
tendones y las articulaciones sino que hasta le hizo cosquillas en el
empeine. Le pidió que se acostara otra vez en la camilla y le
auscultó el corazón y los pulmones; era un médico caro y desde
luego empleó concienzudamente una buena media hora antes de darle
una receta con calmantes y el consabido consejo de cambiar de aire
por un tiempo. También le cambió un billete de diez mil pesos por
seis de mil.
Después de cosas
así no le quedaba otro camino que seguir aguantándose, ir al
trabajo todas las mañanas y empinarse desesperadamente para alcanzar
los labios de su novia y el sombrero en la percha de la oficina. Dos
semanas más tarde ya estaba metido en la tierra hasta las rodillas,
y una mañana, al bajarse de la cama, sintió de nuevo como si
estuviera empujando suavemente unos algodones, pero ahora los
empujaba con las manos y se dio cuenta de que la tierra le llegaba
hasta la mitad de los muslos. Ni siquiera entonces pudo notar nada
raro en la cara de sus padres o de sus hermanas, aunque hacía tiempo
que los observaba para sorprenderles en plena hipocresía. Una vez le
había parecido que una de sus hermanas se agachaba un poco para
devolverle el frío beso en la mejilla que cambiaban al levantarse, y
sospechó que habían descubierto la verdad y que disimulaban. No era
así; tuvo que seguir empinándose cada vez más hasta el día en que
la tierra le llegó a las rodillas, y entonces dijo algo sobre la
tontería de esos saludos bucales que no pasaban de reminiscencias de
salvajes, y se limitó a los buenos días acompañados de una
sonrisa. Con su novia hizo algo peor, consiguió arrastrarla a un
hotel y allí, después de ganar en veinte minutos una batalla contra
dos mil años de virtud, la besó interminablemente hasta el momento
de volver a vestirse; la fórmula era perfecta y ella no pareció
reparar en que él se mantenía distante en los intervalos. Renunció
al sombrero para no tener que colgarlo en la percha de la oficina;
fue hallando una solución para cada problema, modificándolas a
medida que seguía hundiéndose en la tierra, pero cuando le llegó a
los codos sintió que había agotado sus recursos y que de alguna
manera sería necesario pedir auxilio a alguien.
Llevaba ya una
semana en cama fingiendo una gripe; había conseguido que su madre se
ocupara todo el tiempo de él y que sus hermanas le instalaran el
televisor a los pies de la cama. El cuarto de baño estaba al lado,
pero por las dudas sólo se levantaba cuando no había nadie cerca;
después de esos días en que la cama, balsa de náufragos, lo
mantenía enteramente a flote, le hubiera resultado más inconcebible
que nunca ver entrar a su padre y que no se diera cuenta de que
apenas le asomaba el tronco del piso y que para llegar al vaso donde
se ponían los cepillos de los dientes tenía que encaramarse al bidé
o al inodoro. Por eso se quedaba en cama cuando sabía que iba a
entrar alguien, y desde ahí telefoneaba a su novia para
tranquilizarla. Imaginaba de a ratos, como en una ilusión infantil,
un sistema de camas comunicantes que le permitieran pasar de la suya
a esa otra donde lo esperaría su novia y de ahí a una cama en la
oficina y otra en el cine y en el café, un puente de camas por
encima de la tierra de Buenos Aires. Nunca se hundiría del todo en
esa tierra mientras con ayuda de las manos pudiera treparse a una
cama y simular una bronquitis.
Esa noche tuvo una
pesadilla y se despertó gritando con la boca llena de tierra; no era
tierra, apenas saliva y mal gusto y espanto. En la oscuridad pensó
que si se quedaba en la cama podría seguir creyendo que eso no había
sido más que una pesadilla, pero que bastaría ceder por un solo
segundo a la sospecha de que en plena noche se había levantado para
ir al baño y se había hundido hasta el cuello en el piso, para que
ni siquiera la cama pudiera protegerlo de lo que iba a venir. Se
convenció poco a poco de que había soñado porque en realidad era
así, había soñado que se levantaba en la oscuridad, y sin embargo
cuando tuvo que ir al baño esperó a estar solo y se pasó a una
silla, de la silla a un taburete, desde el taburete adelantó la
silla, y así alternando llegó al baño y se volvió a la cama; daba
por supuesto que cuando se olvidara de la pesadilla podría
levantarse otra vez, y que hundirse tan sólo hasta la cintura sería
casi agradable por comparación con lo que acababa de soñar.
Al día siguiente se
vio obligado a hacer la prueba porque no podía seguir faltando a la
oficina. Desde luego el sueño había sido una exageración puesto
que en ningún momento le entró tierra en la boca, el contacto no
pasaba de la misma sensación algodonosa del comienzo y el único
cambio importante lo percibían sus ojos casi al nivel del piso:
descubrió a muy corta distancia una escupidera, sus zapatillas rojas
y una pequeña cucaracha que lo observaba con una atención que jamás
le habían dedicado sus hermanas o su novia. Lavarse los dientes,
afeitarse, fueron operaciones arduas porque el solo hecho de alcanzar
el borde del bidé y trepar a fuerza de brazos lo dejó extenuado. En
su casa el desayuno se tomaba colectivamente, pero por suerte su
silla tenía dos barrotes que le sirvieron de apoyo para encaramarse
lo más rápidamente posible. Sus hermanas leían Clarín con la
atención propia de todo lector de tan patriótico matutino, pero su
madre lo miró un momento y lo encontró un poco pálido por los días
de cama y la falta de aire puro. Su padre le dijo que era la misma de
siempre y que lo echaba a perder con sus mimos; todo el mundo estaba
de buen humor porque el nuevo gobierno que tenían ese mes había
anunciado aumentos de sueldos y reajustes de las jubilaciones.
“Cómprate un traje nuevo —le aconsejó la madre—, total podés
renovar el crédito ahora que van a aumentar los sueldos.” Sus
hermanas ya habían decidido cambiar la heladera y el televisor; se
fijó en que había dos mermeladas diferentes en la mesa. Se iba
distrayendo con esas noticias y esas observaciones, y cuando todos se
levantaron para ir a sus empleos él estaba todavía en la etapa
anterior a la pesadilla, acostumbrado a hundirse solamente hasta la
cintura; de golpe vio muy de cerca los zapatos de su padre que
pasaban rozándole la cabeza y salían al patio. Se refugió debajo
de la mesa para evitar las sandalias de una de sus hermanas que
levantaba el mantel, y trató de serenarse. “¿Se te cayó algo?”,
le preguntó su madre. “Los cigarrillos”, dijo él, alejándose
lo más posible de las sandalias y las zapatillas que seguían dando
vueltas alrededor de la mesa. En el patio había hormigas, hojas de
malvón y un pedazo de vidrio que estuvo a punto de cortarle la
mejilla; se volvió rápidamente a su cuarto y se trepó a la cama
justo cuando sonaba el teléfono. Era su novia que preguntaba si
seguía bien y si se encontrarían esa tarde. Estaba tan perturbado
que no pudo ordenar sus ideas a tiempo y cuando acordó ya la había
citado a las seis en la esquina de siempre, para ir al cine o al
hotel según les pareciera en el momento. Se tapó la cabeza con la
almohada y se durmió; ni siquiera él se escuchó llorar en sueños.
A las seis menos
cuarto se vistió sentado al borde de la cama, y aprovechando que no
había nadie a la vista cruzó el patio lo más lejos posible de
donde dormía el gato. Cuando estuvo en la calle le costó hacerse a
la idea de que los innumerables pares de zapatos que le pasaban a la
altura de los ojos no iban a golpearlo y a pisotearlo, puesto que
para los dueños de esos zapatos él no parecía estar allí donde
estaba; por eso las primeras cuadras fueron un zigzag permanente, un
esquive de zapatos de mujer, los más peligrosos por las puntas y los
tacos; después se dio cuenta de que podía caminar sin preocuparse
tanto, y llegó a la esquina antes que su novia. Le dolía el cuello
de tanto alzar la cabeza para distinguir algo más que los zapatos de
los transeúntes, y al final el dolor se convirtió en un calambre
tan agudo que tuvo que renunciar. Por suerte conocía bien los
diferentes zapatos y sandalias de su novia, porque entre otras cosas
la había ayudado muchas veces a quitárselos, de modo que cuando vio
venir los zapatos verdes no tuvo más que sonreír y escuchar
atentamente lo que fuera ella a decirle para responder a su vez con
la mayor naturalidad posible. Pero su novia no decía nada esa tarde,
cosa bien extraña en ella; los zapatos verdes se habían
inmovilizado a medio metro de sus ojos y aunque no sabía por qué
tuvo la impresión de que su novia estaba como esperando; en todo
caso el zapato derecho se había movido un poco hacia adentro
mientras el otro sostenía el peso del cuerpo; después hubo un
cambio, el zapato derecho se abrió hacia afuera mientras el
izquierdo se afirmaba en el suelo. “Qué calor ha hecho todo el
día”, dijo él para abrir la conversación. Su novia no le
contestó, y quizá por eso sólo en ese momento, mientras esperaba
una respuesta trivial como su frase, se dio cuenta del silencio. Todo
el bullicio de la calle, de los tacos golpeando en las baldosas hasta
un segundo antes: de golpe nada. Se quedó esperando un poco y los
zapatos verdes avanzaron levemente y volvieron a inmovilizarse; las
suelas estaban ligeramente gastadas, su pobre novia tenía un empleo
mal remunerado. Enternecido, queriendo hacer algo que le probaba su
cariño, rascó con dos dedos la suela más estropeada, la del zapato
izquierdo; su novia no se movió, como si siguiera esperando
absurdamente su llegada. Debía ser el silencio que le daba la
impresión de estirar el tiempo, de volverlo interminable, y a la vez
el cansancio de sus ojos tan pegados a las cosas iba como alejando
las imágenes. Con un dolor insoportable pudo todavía alzar la
cabeza para buscar el rostro de su novia, pero sólo vio las suelas
de los zapatos a tal distancia que ya ni siquiera se notaban las
imperfecciones. Estiró un brazo y luego el otro, tratando de
acariciar esas suelas que tanto decían de la existencia de su pobre
novia; con la mano izquierda alcanzó a rozarlas; pero ya la derecha
no llegaba, y después ninguna de las dos. Y ella, por supuesto,
seguía esperando.
La vuelta al día en ochenta mundos, 1987.
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