Cuando iba a cruzarme con
aquella chica sentí la urgencia de inventar algo para hablar con
ella.
¿Alicia?,
pregunté al llegar a su altura. Tono dubitativo, anticipando que
podía tratarse de un error.
No
me llamo Alicia, dijo. En sus labios una sonrisa esbozada. Por
cortesía tan solo, lo sé, pero el gesto la volvía aún más
encantadora.
Perdona
la confusión, pero eres casi idéntica a una compañera de Facultad.
Pensé
que iba a preguntar qué Facultad, o aclararme cuál era su nombre, o
lo que ella había estudiado, pero mantuvo en silencio la sonrisa,
dispuesta a reanudar la marcha.
Entonces
di un giro a la invención.
Es
que Alicia murió hace años y por eso… por un momento yo…
Esta
vez hubo impacto.
Mientras
me deleitaba explorando el ámbar de sus ojos a la vez que
improvisaba el drama de Alicia, me preguntaba cómo haría si más
adelante nos encontrábamos juntos con antiguos compañeros de la
Universidad y ella se interesaba por Alicia.
Imaginé
a Alicia desde cien ángulos y fijé una infinidad de detalles.
Con
el tiempo, mi novia de ojos ambarinos y yo nos encontramos con viejos
compañeros universitarios. Al surgir la pregunta por Alicia, mis
descripciones y relatos eran tan vívidos, tan verosímiles, que los
compañeros acababan corroborándolos como recuerdos vagamente
comunes.
Fue
el comienzo de una compleja e incesante maquinación, sin posible
marcha atrás. Para tener cubiertos cuantos interrogantes pudieran
surgir, había construido en mi mente una casa natal para Alicia, un
colegio de monjas, una familia numerosa y una enfermedad trágica, en
la que me volví experto.
Amo
a mi esposa, y la luz ambarina de sus ojos me sigue estremeciendo
como aquel primer día. Pero comprendo los celos que al pasar los
años han germinado en ella. Porque, es verdad, Alicia me tiene cada
día más enganchado.
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