domingo, 12 de enero de 2020

Bucle. Luis Pérez Ortiz.

Cuando iba a cruzarme con aquella chica sentí la urgencia de inventar algo para hablar con ella.
¿Alicia?, pregunté al llegar a su altura. Tono dubitativo, anticipando que podía tratarse de un error.
No me llamo Alicia, dijo. En sus labios una sonrisa esbozada. Por cortesía tan solo, lo sé, pero el gesto la volvía aún más encantadora.
Perdona la confusión, pero eres casi idéntica a una compañera de Facultad.
Pensé que iba a preguntar qué Facultad, o aclararme cuál era su nombre, o lo que ella había estudiado, pero mantuvo en silencio la sonrisa, dispuesta a reanudar la marcha.
Entonces di un giro a la invención.
Es que Alicia murió hace años y por eso… por un momento yo…
Esta vez hubo impacto.
Mientras me deleitaba explorando el ámbar de sus ojos a la vez que improvisaba el drama de Alicia, me preguntaba cómo haría si más adelante nos encontrábamos juntos con antiguos compañeros de la Universidad y ella se interesaba por Alicia.
Imaginé a Alicia desde cien ángulos y fijé una infinidad de detalles.
Con el tiempo, mi novia de ojos ambarinos y yo nos encontramos con viejos compañeros universitarios. Al surgir la pregunta por Alicia, mis descripciones y relatos eran tan vívidos, tan verosímiles, que los compañeros acababan corroborándolos como recuerdos vagamente comunes.
Fue el comienzo de una compleja e incesante maquinación, sin posible marcha atrás. Para tener cubiertos cuantos interrogantes pudieran surgir, había construido en mi mente una casa natal para Alicia, un colegio de monjas, una familia numerosa y una enfermedad trágica, en la que me volví experto.
Amo a mi esposa, y la luz ambarina de sus ojos me sigue estremeciendo como aquel primer día. Pero comprendo los celos que al pasar los años han germinado en ella. Porque, es verdad, Alicia me tiene cada día más enganchado. 

 

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