Cuando muere María muere la
hija de Juan y Rocío, muere la hermana de Carlos, y también la
mejor amiga de Ana Villares, con la que paseaba cada viernes por
Reforma. Mueren también cuando muere María la amiga de Violeta, la
de Marga, la de Juancar y Simón. Y muere la mujer a la que Peralta
más quiso, a la que hoy pierde por segunda vez, y a la que aún
abraza en silencio cuando duerme, a pesar del tiempo transucrrido y
los consejos.
Cuando
muere María muere también la mujer que cada tarde, entre las cuatro
y las seis, paseaba con prisa a un perrito desclasado por el parque
que está pegado a la radial, y muere la joven atractiva aunque un
poco bizca pero muy correcta de la que Héctor Salvarroja, conductor
de la línea 12 del Interurbano, hablaba a menudo a sus compañeros
de ruta y a la que nunca invitó a tomar un refresco en la terracita
de La Particular, como él habría querido, porque le faltó el
arrojo necesario para hacerlo.
Cuando
muere María mueren una compañera de cadena de montaje silenciosa,
siete vecinas, doce conocidas, la paciente favorita de un dentista y
un amor callado, tan secreto que por más que nos empeñemos nunca
sabremos una palabra más de él.
Cuando
muere María sucede, en realidad, un genocidio del que la humanidad
no se recuperará jamás. Sus cadáveres, la suma feroz de sus
ausencias, caben sin problemas en el ataúd de gama media sobre el
que su madre llora hoy desconsolada las muertes de María. No hay
espacio en el mundo, sin embargo, que pueda contener su dolor.
Aquí yacen dragones, 2013.
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