Los siete últimos años de
vida mi abuela los compartió con la enfermedad de Alzheimer. Sus
seis hijas, ayudando al proceso degenerativo, decidieron que
abandonara el hogar donde había vivido toda su vida y fuera de casa
en casa, de mes en mes.
Yo
la recuerdo en la mía, a 515 kilómetros del pueblo, deambulando del
salón a la cocina, sin pausa, para volver de la cocina al salón con
la misma prisa.
—Ven
—me dijo una mañana en la que no me dejaba centrar mi atención en
los estudios—. Ven un momento que en la puerta hay una vieja que me
está mirando.
Me
levanté. Fui al recibidor y abrí la puerta. Como había previsto,
allí no había nadie.
—No
hay nadie, abuela —le dije al regresar.
Con
gesto de fastidio se amarró a mi brazo tirando de él. Ven.
Despacito,
salimos del salón.
Despacito
pasamos por el recibidor, mientras de reojo ella se miró en el
espejo.
Despacito
llegamos a la cocina y al oído susurró chismosa: Ya está, han
venido a por ella. Debe ser alguno de sus nietos.
101 pulgas, 2011.
Ya me he leído el cuento
ResponderEliminar