En la séptima reunión de la honorable Sociedad de Ananías tuvimos
el mayor susto de nuestras vidas, y después elegimos presidente
vitalicio a Gilbert Hayes.
La Sociedad no tiene
muchos afiliados. Antes de la elección de Hayes éramos cuatro,
solamente: John Sebastián, Simon Murfreee, Morris Levin y yo. El
primer domingo de cada mes comíamos juntos, y en tales ocasiones
justificábamos el nombre de nuestra sociedad jugándonos el pago de
la cuenta al juego de quién mentía mejor.
Resultaba un proceso
bastante complicado, con reglas parlamentarias estrictas. Un miembro
soltaba un relato,en cada reunión, cuando le tocaba el turno; aunque
ateniéndose a dos condiciones; tal relato había de ser un embuste
descarado, complicado y fantástico; pero había de parecer
real. Los demás socios tenían derecho -y lo ejercían- a atacar
todos y cada uno de los puntos del relato haciendo preguntas o
pidiendo explicaciones.
¡Ay del narrador
que no respondiera a todas la preguntas inmediatamente, o que, al
contestar, incurriese en una contradicción! ¡Cargaba con la cuenta!
La pérdida financiera no era grande; el deshonor sí.
Y entonces tuvo
lugar aquella séptima reunión… y llegó Gilbert Hayes. Hayes era
uno de los diversos no-socios que asistían de vez en cuando para
escuchar la tanda de mentiras de sobremesa, pagándose cada cual su
comida, y, naturalmente, sin voz ni voto en lo que sucediera. Pero en
esta ocasión era el único del dicho grupo que asistía.
La comida había
terminado. Fui elegido presidente de la asamblea (me tocaba por turno
regular) y se había leído el acta, cuando he aquí que Hayes se
inclinó sobre la mesa y dijo en voz baja:
-Caballeros, hoy
desearía que me diesen una oportunidad.
-A los ojos de la
Sociedad -repliqué yo, arrugando el ceño-, usted no existe, señor
Hayes. Es imposible que tome parte.
-Entonces, permítame
solamente que haga una declaración -repuso él-. El Sistema Solar
llegará a su fin a las dos y siete minutos y medio de esta tarde,
exactamente.
Todo el grupo sufrió
una sacudida infernal. Yo levanté los ojos hacia el reloj eléctrico
que había sobre el televisor. Era la una y catorce minutos.
-Si tiene algo en
qué sustanciar tan extraordinaria declaración -dije, titubeando-,
será sin duda muy interesante. Hoy le toca el turno a Levin; pero si
está dispuesto a renunciar, y el resto de la Sociedad lo acepta…
Levin sonrió,
asintiendo, y los demás se le sumaron.
Yo di el golpe de
ritual con el mazo.
-El señor Hayes
tiene la palabra.
Hayes encendió un
cigarro puro y se quedó mirándolo pensativamente.
-Dispongo de poco
más de una hora, caballeros, a pesar de lo cual empezaré por el
principio, que se remonta a unos quince años atrás. Aunque luego
dimití, por aquellas fechas era yo un astrofísico del Observatorio
de Yerkes; era joven pero ya una promesa. Y me afanaba persiguiendo
la solución de uno de los enigmas perennes de la astrofísica: la
fuente de los rayos cósmicos. Además, estaba lleno de ambición.
Hizo una pausa, y
continuó en tono distinto:
-Ya saben, es raro
que, con todo nuestro bagaje científico, en estos dos siglos últimos
no hayamos encontrado dicha misteriosa fuente ni tampoco la
igualmente misteriosa razón de que una estrella explote. Son los dos
enigmas eternos, y sabemos tan poca cosa de ellos en la actualidad
como sabíamos en tiempos de Einstein, Eddington y Millikan.
“Sin embargo, como
decía, yo pensaba llegar a donar el rayo cósmico, y en
consecuencia, me puse a verificar mis ideas mediante la observación,
para lo cual tenía que salir al espacio exterior. De todos modos, la
operación no resultaba tan sencilla. Vean ustedes, estábamos en el
año 2129, recién terminada la última guerra, y el Observatorio
estaba casi destrozado… ¿Acaso no lo estábamos todos?
“Saqué el mejor
partido posible a la situación. Alquilé un modelo 07 viejo y de
segunda mano, amontoné dentro mis aparatos y emprendí el vuelo
solo. Es más, tuve que salir a hurtadillas del aeropuerto, sin los
documentos de rigor, pues no tenía ganas de someterme al papeleo que
el ejército de ocupación me habría impuesto. Era ilegal, pero yo
quería recoger los datos que necesitaba, por lo que me dirigí en
ángulo recto hacia la eclíptica, en dirección al Polo Sur Celeste,
aproximadamente, y dejé al Sol a ciento sesenta mil millones de
kilómetros detrás de mí.
“El viaje y los
datos que recogí carecen de importancia. Jamás informé a nadie de
uno ni de los otros. El meollo del relato está en el planeta que
encontré.
En este punto,
Murfree enarcó aquellas pobladas cejas que tenía y refunfuñó:
-Quisiera advertir
al caballero, señor presidente, que hasta la fecha ningún socio de
esta Sociedad ha salido sin despellejar, si quiso inventarse un
planeta de mentirijillas.
Hayes sonrió
tristemente.
-Correré el riesgo
-dijo-. Y seguiré explicando que el decimoctavo día de mi viaje
descubrí por primera vez el mencionado planeta, en forma de un
distintivo color naranja del tamaño de un guisante. Naturalmente, un
planeta en aquella parte del espacio causa verdadera sensación. Me
dirigí hacia allá, y al momento descubrí que no había arañado
siquiera la corteza de la singularidad de aquel planeta. El simple
hecho de que se encontrara allí resultaba fenomenal…, pero es que,
además, no poseía campo gravitatorio alguno, en absoluto.
El vaso de vino de
Levin se estrelló contra el suelo.
-Señor presidente
-exclamó en un aliento de voz-, no puede existir masa alguna que no
deforme el espacio en sus proximidades, creando así un campo
gravitatorio. El caballero ha hecho una afirmación imposible; por lo
tanto,debe ser descalificado -Levin tenía el rostro encarnado de
cólera.
Pero Hayes levantó
la mano.
-Pido tiempo, señor
presidente. La explicación vendrá a su debido momento. Darla ahora
sería complicar las cosas. Por favor, ¿puedo continuar?
Yo consideré el
caso.
-En vista del
carácter de su relato, me siento dispuesto a ser benigno. Se le
concede un plazo, pero tenga la bondad de recordar que, a su debido
tiempo, deberá dar una explicación. Si no la diera, perdería.
-De acuerdo -dijo
Hayes-. Por el momento, ustedes tendrán que aceptar mi declaración
de que el planeta no poseía gravedad alguna. Es un hecho
incuestionable, porque yo llevaba en mi nave un equipo astronómico
completo, y aunque mis instrumentos eran de una sensibilidad
extraordinaria, registraron siempre un cero absoluto.
“También la
recíproca era cierta, porque el planeta era completamente
indiferente a la gravedad de otras masas. De nuevo, hago hincapié en
que no le afectaba nada, en absoluto. Lo que voy a decir no pude
determinarlo en aquellos momentos, pero el caso es que la observación
subsiguiente, a lo largo de un período de años, me demostró que el
planeta se desplazaba en línea recta y a velocidad constante.
Hallándose como se hallaba dentro del campo de influencia del Sol,
el hecho de que su órbita no fuera elíptica ni hiperbólica y de
que, si bien acercándose al Sol, no se acelerase, demostraba que era
independiente de la gravedad solar.
-Espere un poco,
Hayes -Sebastian hizo una mueca tan pronunciada que se vio el
destello de su premolar de oro-. ¿Qué era lo que mantenía unido al
tal planeta? Sin gravedad, ¿cómo no se partía y dispersaba?
-En primer lugar,
¡pura inercia! -fue la réplica inmediata-. No había nada que
pudiera partirlo. Una colisión con otro cuerpo de tamaño similar
habría podido obrar tal efecto…, eso sin tomar en cuenta la
posibilidad de que el planeta estuviera dotado de una fuerza de
cohesión peculiar suya.
Y continuó, con un
suspiro:
-Con eso no hemos agotado las propiedades de aquel cuerpo. Su color
rojo anaranjado y su bajo poder de reflexión, o albedo, me pusieron
sobre otra pista, y descubrí que el planeta era absolutamente
transparente para todo el espectro electro-magnético, desde las
ondas de la radio hasta los rayos cósmicos. Solo en la región del
rojo y el amarillo de la gama de la luz visible era moderadamente
opaco. De ahí procedía su color.
-¿Cómo se explica eso? -pidió Murfree.
Hayes me miró.
-La pregunta no es razonable, señor presidente. Sostengo que lo
mismo podrían preguntarme por qué el vidrio es enteramente
transparente para todo lo que esté por encima o por debajo de la
región ultravioleta. Esto es propiedad de la sustancia misma, y debe
aceptarse sin explicación de ninguna clase.
Yo di un golpe con el mazo.
-¡Declaro inadecuada la pregunta!
-Me opongo -objetó Murfree-. Hayes no ha dado una explicación
satisfactoria. No hay nada perfectamente transparente. El vidrio, si
tiene el grosor suficiente, detendrá hasta los rayos cósmicos.
¿osará decirnos, pues, que la luz azul, o el calor, por ejemplo,
podrían atravesar un planeta entero?
-¿Por qué no? -respondió Hayes-. El hecho de que la transparencia
perfecta no exista en las sustancias que usted conoce no significa
que no pueda existir en ninguna parte. En verdad, ninguna ley
científica sostiene tal principio. El planeta que digo era
perfectamente transparente, salvo por una pequeña región del
espectro. Ese es un hecho concreto, sacado de la observación.
Mi mazo golpeó de nuevo.
-Declaro satisfactoria la explicación. Continúe, Hayes.
El cigarro se le había apagado; Hayes hizo una pausa para encenderlo
de nuevo. Después prosiguió:
-En otros aspectos, el planeta era normal. No era tan grande como
Saturno…, su diámetro estaría, quizá, entre el de éste y el de
Neptuno. Experimentos posteriores demostraron que poseía masa,
aunque resultaba difícil averiguar cuánta…, si bien pasaba del
doble de la de la Tierra. Poseyendo masa, tenía las propiedades
habituales de la inercia y el movimiento mecánico…, pero carecía
de gravedad.
Eran en ese instante la una y treinta y cinco.
Hayes siguió el movimiento de mis ojos y dijo:
-Sí, sólo nos quedan tres cuartos de hora. ¡Me daré prisa…!
Naturalmente, un planeta tan raro me dio que pensar, lo cual, sumado
al hecho de que yo había elaborado ya ciertas teorías relativas a
los rayos cósmicos y las novas, me condujo a una interesante
solución.
Hizo otra pausa para inspirar profundamente:
-Imagínense (si pueden) nuestro cosmos como una nube de… de, pues,
unos superátomos que…
-Perdone -exclamó Sebastian, poniéndose en pie-, ¿se propone
fundar toda o parte de su explicación en el trazado de analogías
entre estrellas y átomos, o entre sistemas solares y orbitas
electrónicas?
-¿Por qué lo pregunta? -interrogó a su vez Hayes, sin levantar la
voz.
-Porque, si lo intenta, pido que le descalifiquen inmediatamente. La
creencia de que los átomos son sistemas solares en miniatura se
puede equiparar a la idea ptolomeica del universo. Tal supuesto no ha
sido nunca aceptado por los científicos, ni siquiera en los mismos
albores de la teoría atómica.
-El caballero tiene razón -asentí-. No se permitirá ninguna
analogía de esta especie como parte de la explicación.
-Ahora protesto yo -exclamó Hayes-. Ustedes recordarán que en el
curso de física elemental que les dieron en la escuela, se simulaba
muy a menudo (para ilustrar algún punto determinado) que las
moléculas de gas eran diminutas bolitas de billar. ¿Significa ello
que las moléculas de los gases sean realmente bolas de billar?
-No -admitió Sebastian.
-Significa
únicamente -fue diciendo Hayes- que
las moléculas de los gases se comportan en ciertos aspectos de modo
parecido a las bolas de billar. De este modo si visualiza mejor el
comportamiento de unas, estudiando el de las otras… Pues bien, yo
sólo trato de señalar un fenómeno en nuestro universo de
estrellas, y con la única finalidad de dar una imagen fácil, lo
comparo a un fenómeno similar, y mejor conocido, del mundo de los
átomos. Lo cual no significa que las estrellas sean átomos
gigantescos.
Me
había convencido.
-El punto está bien enfocado -dije-. Puede continuar su explicación,
pero si la presidencia considera que la analogía deriva por mal
camino, quedará usted descalificado.
-De acuerdo -aceptó Hayes-, pero, de momento, pasemos a otro punto.
¿Se acuerda alguno de ustedes de las primeras centrales atómicas,
de hace ciento setenta años, y de cómo funcionaban?
-Creo -murmuró Levin- que como energía utilizaban el método
clásico de fisión del uranio. Bombardeaban uranio con neutrones
lentos y lo descomponían en masurio bario, rayos gamma y más
neutrones, estableciendo así un proceso cíclico.
-¡En efecto! Bien, imaginen que el universo estelar actuase en
ciertas cosas (fíjense bien, esto es una metáfora; no hay que
tomarlo al pie de la letra) como un conjunto compuesto de átomos de
uranio, e imagínense ese universo estelar bombardeando desde el
exterior con objetos que pudieran actuar en algunos sentidos de
manera similar a como actúan los neutrones a escala atómica.
“Uno de tales super-neutrones, al chocar contra un sol, provocaría
la explosión de éste, convirtiéndolo en radiaciones y nuevos
super-neutrones. En otras palabras, tendrían ustedes una nova.
-Hayes paseó la mirada por el concurso, en espera de objeciones.
-¿Cómo justifica tal idea? -preguntó Levin.
-De dos maneras: una, lógica; otra, por la observación. Primero, la
lógica. Las estrellas se encuentran esencialmente en un equilibrio
materia-energía, y sin embargo, repentinamente, sin que se haya
podido observar ningún cambio, ni espectral ni de otra clase, alguna
que otra vez, explotan. Una explosión indica inestabilidad; pero
¿dónde? No será en el interior de la estrella, porque ha estado en
equilibrio durante millones de años. No será desde un determinado
punto del interior del universo, porque las novas se reparten, más o
menos por igual, por todo el universo. Así pues, por eliminación,
hemos de concluir que desde un punto de fuera del universo.
“Segundo, por la observación. ¡Yo me topé con uno de esos
super-neutrones!
Murfree protestó, indignado:
-Supongo que se refiere al planeta sin gravedad que se encontró.
-En efecto.
-Entonces, ¿qué le hace pensar que se trata de un super-neutrón?
No puede utilizar su teoría como prueba, porque precisamente está
aprovechando el propio super-neutrón para sostener su teoría. Aquí
no nos permitimos argumentar en círculos.
-Lo sé -declaró Hayes, mosqueado-. Emplearé nuevamente la lógica.
El mundo de los átomos posee una fuerza cohesiva en la carga
electromagnética de electrones y protones. El mundo de las estrellas
posee una fuerza cohesiva en la gravedad. Las dos fuerzas sólo se
parecen de una manera muy general. Por ejemplo, hay dos clases de
cargas eléctricas, y en cambio sólo existe una clase de gravedad…
y queda todavía un sinfín de otras diferencias menores. Sin
embargo, hasta este punto me parece permisible una analogía. Un
neutrón, a escala atómica, es una masa privada de la fuerza
cohesiva atómica: la carga eléctrica. Un super-neutrón, a escala
estelar, abría de ser una masa sin la fuera cohesiva estelar: la
gravedad. Por consiguiente, si encuentro un cuerpo sin gravedad,
parece razonable suponerlo un super-neutrón.
-¿Considera lo dicho una prueba rigurosamente científica? -preguntó
con sarcasmo Sebastián.
-No -admitió Hayes-, pero es lógico, no contradice los hechos
científicos que yo conozco, y nos proporciona una explicación
consistente de las novas. Lo cual debería bastar para nuestro
objetivo inmediato.
Murfree tenía la vista clavada en las uñas.
-¿Y adónde se dirige precisamente ese super-neutrón?
-Veo que se adelanta a los acontecimientos -dijo Hayes con acento
sombrío-. Fue lo que me pregunté yo entonces. Hoy, a las dos y
nueve minutos y medio, chocará de frente con el Sol, y ocho minutos
después, la radiación resultante del estallido borrará a la Tierra
del número de los planetas.
-¿Cómo no informó de todo eso? -ladró Sebastian.
-¿Para qué? No se podía cambiar nada. No podemos manejar masas
astronómicas. Ni siguiera toda la energía que pudiera reunirse en
la Tierra habría bastado par desviar de su trayectoria ese enorme
cuerpo. Además, no se puede escapar a otro punto del Sistema Solar
porque Neptuno y Plutón se convertirán en gas lo mismo que los
otros planetas, y los viajes interestelares todavía son
absolutamente imposibles. Por consiguiente, como el hombre no puede
existir independientemente en el espacio, está sentenciado.
“¿Para que ir a explicar estas cosas? ¿Qué habría conseguido
convenciendo a los que me escucharan de que la condena a muerte ya
estaba firmada? Suicidios, oleadas de crímenes, orgías, mesías,
evangelistas y todo lo malo y baladí que puedan ustedes imaginarse.
Además, ¿es tan terrible la muerte a consecuencia de una nova? Es
una muerte instantánea y limpia. A las dos diecisiete minutos estás
aquí, a las dos dieciocho minutos eres una tenue masa de gas. Es una
muerte tan rápida y fácil que casi no significa morir.
Estas palabras fueron seguidas de un prolongado silencio. Yo me
sentía inquieto. Hay mentiras y mentiras, pero ésta sonaba muy
verídica. En Hayes no se observaba aquel leve doblar el labio ni el
destellito en los ojos que constituyen la señal del triunfo cuando
uno ha logrado colar una de las gordas. Estaba serio, terriblemente
serio. Comprendí que los demás pensaban lo mismo. Levin bebía
sorbitos de vino, y la mano le temblaba.
Por fin Sebastian tosió ruidosamente.
-¿Cuándo descubrió ese super-neutrón, y dónde?
-Hace quince años, a más de ciento cincuenta mil millones de
kilómetros del Sol.
-¿Y durante todo ese tiempo esa masa ha venido acercándose al Sol?
-Sí, a la velocidad constante de tres kilómetros y tres décimas
por segundo.
-¡Magnífico, ya le he cogido! -Sebastian casi reía de alivio-. ¿Y
cómo no lo han localizado los astrónomos en todo este tiempo?
-¡Dios mío! -respondió impaciente Hayes-. Se ve claramente que
usted no es astrónomo. Veamos, ¿qué tonto intentaría mirar hacia
el Polo Sur Celeste en busca de un planeta, si sólo se los encuentra
en la eclíptica?
-No obstante -indicó Sebastián-, aquella región la estudian
igualmente. La fotografían.
-¡Sin duda! Por lo que me consta al super-neutrón lo han
fotografiado un centenar de veces (un millar de veces, si lo
prefiere), aunque el Polo Sur es la región menos observada del
cielo. Pero ¿qué hay que lo diferencie de una estrella? Con su bajo
albedo, nunca pasó de la onceava magnitud en luminosidad. Al fin y
al cabo, bastante cuesta ya, en todos los casos, detectar un planeta.
A Urano lo localizaron muchísimas veces antes de que Herschel se
diera cuenta de que era un planeta. A Plutón costó años enteros
encontrarlo, a pesar de que iban buscándolo. Recuerden además que,
no poseyendo gravedad, no causa perturbaciones planetarias, y que
esta carencia de perturbaciones elimina la indicación más palmaria
de su presencia.
-Pero -insistió Sebastian, desesperadamente- al acercarse al Sol, su
tamaño aparente aumentaría y empezaría a notarse un disco bien
perceptible en un telescopio. Aunque poseyera una luz reflejada muy
débil, oscurecería, sin duda alguna, las estrellas que se
encontraran detrás.
-Cierto -reconoció Hayes-. No diré que un cartografiado completo y
riguroso de la Región Polar no lo hubiera descubierto, pero tal
cartografiado lo llevaron a cabo mucho tiempo atrás, y las someras
investigaciones actuales en busca de novas, tipos espectrales
especiales, etc., etc., no son exhaustivas, ni mucho menos. Luego,
cuando el super-neutrón se acerca al Sol, empieza a aparecer
solamente al alba y al anochecer -a la manera de la estrella matutina
y vespertina- con lo cual se hace más difícil observarlo. Y por
ello no lo ha observado nadie…, que es lo que se podía esperar.
Nuevo silencio. Yo me di cuenta de que el corazón me martilleaba.
Eran las dos, y no habíamos podido contradecir el relato de Hayes.
Debíamos demostrar sin tardanza que era un embuste, o yo iba a morir
de puro intrigado. Todos estábamos mirando el reloj.
Levin emprendió la pelea.
-Es una coincidencia extremadamente rara que el super-neutrón se
dirija hacia el Sol, en línea recta. ¿Qué probabilidades hay en
contra? Piénselo, enumerarlas sería lo mismo que recitar las que
hay en contra de la verdad de su relato.
-La objeción es improcedente, Levin -interpuse yo-. No basta con
alegar la improbabilidad, por grande que sea. Sólo la imposibilidad
total o demostrar la inconsistencia de los argumentos pueden servir
para descalificar.
Pero Hayes había levantado la mano.
-No importa. Permítame que conteste. Si consideramos un solo
super-neutrón y una sola y determinada estrella, las probabilidades
de un choque directo, frontal, son poquísimas. Sin embargo,
estadísticamente, si usted dispara bastantes super-neutrones hacia
el interior del universo, entonces, tomando el lapso de tiempo
suficiente, todas y cada una de las estrellas habrían de sufrir un
impacto, más pronto o más tarde. El espacio ha de estar poblado de
un enjambre de super-neutrones (digamos uno por cada mil parsecs
cúbicos), de manera que a pesar de las grandes distancias entre las
estrellas y la relativa pequeñez de los blancos, en nuestra Galaxia
se producen veinte novas por año…, es decir, cada año ocurren
veinte colisiones entre super-neutrones y estrellas.
“La situación no es distinta, en realidad, a lo que ocurre con el
uranio cuando lo bombardean con neutrones corrientes. De cada cien
millones de éstos, solo uno puede dar en el blanco, pero, con el
tiempo, todos los núcleos estallan. Si existen fuera del universo
inteligencias que dirigen este bombardeo (esto es pura hipótesis y
no forma parte de mi argumentación, por favor) un año nuestro
podría ser para ellas una infinitésima de segundo. Los blancos,
para ellas, deben producirse a un promedio de miles de millones por
cada segundo de los suyos. Acaso se vaya produciendo energía hasta
el punto de que el material que compone este universo se haya
calentado hasta pasar al estado gaseoso…, o como le llamen allá.
Ustedes ya lo saben, el universo se expande… como un gas.
-No obstante, eso de que el primer super-neutrón que entra en
nuestro sistema se lance de cabeza contra el Sol parece… -Levin
terminó con un tartamudeo débil.
-¡Santo Dios! -atajó Hayes-. ¿Quién le ha dicho que éste ha sido
el primero? Durante los tiempos geológicos pueden haber atravesado
el sistema centenares de ellos. En los últimos mil años pueden
haber cruzado uno o dos. ¿Cómo podríamos saberlo? Además, cuando
uno se dirige hacia el Sol, los astrónomos tampoco lo descubren.
Acaso éste sea el único que haya pasado desde cuando se inventó el
telescopio, y antes aun, por supuesto… Y no olviden que, como no
poseen gravedad, pueden atravesar por en medio del sistema sin
afectar a los planetas. Lo único que lo haría notar sería un
impacto contra el Sol, y entonces ya no quedaría quien lo contase
-dirigió una mirada a su reloj-. ¡Las dos y cinco! Ahora deberíamos
verlo sobre el Sol. -Hayes se puso en pie y levantó la persiana. La
amarilla luz solar penetró en la estancia, y yo me aparté de su
polvoriento rectángulo. Tenía la boca seca como arena del desierto.
Murfree se secaba la frente, pero en las mejillas y el cuello
continuaba ostentando gotas de sudor.
Hayes sacó varios trozos de celuloide fotográfico impresionados y
nos los entregó.
-Como ven, he venido preparado -a continuación levantó uno hacia el
Sol-. Ahí está -comentó plácidamente-. Mis cálculos manifestaron
que a la hora de la colisión se hallaría en tránsito con respecto
a la Tierra. ¡Muy conveniente!
Yo también miraba al Sol, y noté que el corazón me fallaba un
latido. Allí, perfectamente clara sobre el fondo luminoso del Sol,
se veía una manchita negra, perfectamente circular.
-¿Cómo no se vaporiza? -balbuceó Murfree-. Ha de encontrarse ya
casi en la atmósfera del Sol.
No creo que quisiera impugnar la versión de Hayes. Esto había
quedado muy atrás. Murfree pedía datos, sinceramente.
-Les he dicho -explicó Hayes- que es transparente para casi todas
las radiaciones solares. Sólo se puede convertir en calor la
radiación que absorba, y sólo absorbe un porcentaje muy pequeño de
la que recibe. Además, no está formado de una materia corriente.
Es, probablemente, más refractario que la Tierra, y la superficie
solar no pasa de los seis mil grados centígrados.
Con el pulgar, Hayes señaló por encima del hombro.
-Son las dos y nueve minutos y medio, caballeros. El super-neutrón
ha chocado ya; la muerte está en camino. Disponemos de ocho minutos.
Todos estábamos mudos a causa de, pura y simplemente, un terror
insoportable. Recuerdo la voz de Hayes, cuando decía, con toda
tranquilidad:
-¡Mercurio acaba de evaporarse! -unos minutos después-: ¡Venus ha
desaparecido! -y finalmente-: ¡Nos quedan treinta segundos,
caballeros!
Los segundos se hacían siglos; pero transcurrieron por fin. Y
pasaron otros treinta segundos, y otros más…
Por la faz de Hayes se fue extendiendo e intensificando una expresión
de asombro. Levantó el reloj y lo miró fijamente; después volvió
a observar el Sol a través de la película.
-¡Se ha ido! -se volvió y nos miró-. Es increíble. Se me había
ocurrido la idea, pero no osaba llevar demasiado lejos la analogía
atómica. Ya saben que no todos los núcleos estallan al ser
golpeados por un neutrón. Algunos, los de cadmio, por ejemplo, los
absorben uno tras otro, como las esponjas absorben el agua. Yo…
Hizo otra pausa, inspiró profundamente y continuó meditando:
-Hasta el bloque de uranio más puro contiene vestigios de todos los
demás elementos. Y en un universo de trillones de estrellas que se
comportan como uranio, ¡qué representa un escaso millón de
estrellas que se comporten como el cadmio…? ¡Nada! ¡Pero el Sol
es una de ellas! ¡El género humano no merecía eso!
Hayes continuaba hablando; pero, por fin, nos había invadido gran
alivio, y ya no le escuchábamos. Con frenesí casi histérico
elegimos a Gilbert Hayes, por aclamación entusiasta, presidente
vitalicio, y decidimos por votación que aquel relato era la mentira
más retumbante que se hubiera contado jamás.
Aunque, hay una cosa que me desazona. Hayes desempeña bien el cargo,
y la sociedad florece más que nunca…, pero yo creo que deberíamos
haberle descalificado, después de todo. Su relato cumplía bien la
segunda condición, sonaba como si fuese verdad. Pero no creo que
satisfaciese la primera.
¡Yo creo que era realmente verdad!
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