A pesar de que la mía es
historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus
ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores
españoles de América, que deben ser nuestros prototipos. Tengo
muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser
difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración pasaban por
los años de Cristo del 183… Estábamos, a más, en cuaresma, época
en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la Iglesia, adoptando
el precepto de Epicteto, sustine,
abstine(sufre,
abstente), ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los
fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el
proverbio, busca a la carne. Y como la Iglesia tiene
ab initio
y por delegación
directa de Dios, el imperio inmaterial sobre las conciencias y
estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más
justo y racional que vede lo malo.
Los
abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo
buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una
docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, sólo
traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para
el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la
abstinencia por la Bula y no con el ánimo de que se harten algunos
herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar las
mandamientos carnificinos de la Iglesia, y a contaminar la sociedad
con el mal ejemplo.
Sucedió,
pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se
anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y
salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se
precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió
majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del
Alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían
buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos,
terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso
por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este
por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino
en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y
negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus
torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando la
misericordia del Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio.
Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas
plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el
púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del
mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en
inundación. ¡Ay de vosotros, pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios
impíos que os mofáis de la Iglesia, de los santos, y no escucháis
con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ah de
vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará
la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas
imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras
blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra
tierra las plagas del Señor. La justicia del Dios de la Federación
os declarará malditos.
Las
pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando,
como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.
Continuaba,
sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía
acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas
comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador,
quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los
incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver
tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se
hablaba ya, como de cosa resuelta, de una procesión en que debía ir
toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al
Altísimo, llevado bajo palio por el obispo, hasta la barranca de
Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de
la inundación, debían implorar la misericordia divina.
Feliz,
o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no
tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se
fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de
conjuras ni plegarias.
Lo
que hace principalmente a mi historia es que por causa de la
inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin
ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de
quinteros yaguateros
se consumieron en
el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban
con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el
beefsteak
y el asado. La
abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más
digno de la bendición de la Iglesia, y así fue que llovieron sobre
él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se
pusieron a seis pesos y los huevos a cuatro reales y el pescado
carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni
excesos de gula; pero en cambio se fueron derecho al cielo
innumerables ánimas, y acontecieron cosas que parecen soñadas.
No
quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que
allí tenían albergue. Todos murieron o de hambre o ahogados en sus
cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de
achuras,
como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras
tantas arpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las
gaviotas y los perros inseparables rivales suyos en el matadero,
emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos
cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más
notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos
cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un
hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al
otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable
promiscuación.
Algunos
médicos opinaron que si la carencia de carne continuaba, medio
pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a
su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes
pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito
por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de
promiscuación en aquellos días destinados por la Iglesia al ayuno y
la
penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina
entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable
apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de
la Iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno
que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba
el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por
el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.
Esta
guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la
peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en
las casas y calles de la ciudad o dondequiera concurrían gentes.
Alarmóse un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del
Restaurador, creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y
atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades,
según los predicadores federales, habían traído sobre el país la
inundación de la cólera divina; tomó activas providencias,
desparramó sus esbirros por la población, y por último, bien
informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y
de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso
para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo, se trajese
ganado a los corrales.
En
efecto, el decimosexto día de la carestía, víspera del día de
Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una
tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una
población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya
tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de
alimentarse con carne. ¡Cosa extraña que haya estómagos
privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la
Iglesia tenga la llave de los estómagos!
Pero
no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en
el cuerpo y que la Iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es
reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su
voluntad sino la de la Iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día
en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar
con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más
o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por
desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.
Sea
como fuere; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales
del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros,
achuradores
y curiosos, quienes
recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta
novillos destinados al matadero.
—Chica,
pero gorda —exclamaban—. ¡Viva la Federación! ¡Viva el
Restaurador!
Porque
han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba
en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero, y no había
fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin San Agustín. Cuentan
que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban
de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr
desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la
acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.
El
primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador,
hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a
ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole
in voce
su agradecimiento
por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al
Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos
de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga,
rinforzando
sobre el mismo tema
y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y
vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el
Restaurador tuviese permiso especial de su Ilustrísima para no
abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes,
tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no
hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.
Siguió
la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se
hallaban tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los
otros por desollar. El espectáculo que ofrecía entonces era animado
y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y
deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la
Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo
preciso es hacer un croquis de la localidad.
El
matadero de la Convalecencia o del Alto, sito en las quintas al Sud
de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al
extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra
se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está
cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas
pluviales en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas
de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangraza
seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia
el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres
piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y
palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales
de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar
el ganado.
Estos
corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual
los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como
pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación
del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de
reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante,
caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella
pequeña república por delegación del Restaurador. Fácil es
calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de
semejante cargo. La casilla, por otra parte, es un edificio tan ruin
y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado
su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca
pintura los siguientes letreros rojos: “Viva la Federación”,
“Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra”,
“Mueran los salvajes unitarios”. Letreros muy significativos,
símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero.
Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta
esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros,
quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes
cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce.
Es el caso que un aniversario de aquella memorable hazaña de la
mazorca, los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la
casilla a la heroína, banquete al que concurrió con su hija y otras
señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso
ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis, su federal
patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados
patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la
casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.
La
perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de
animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros
y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado
con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un
grupo de figuras humanas de tez y raza distinta. La figura más
prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano,
brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y
rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían
caracoleando y siguiendo los movimientos, una comparsa de muchachos,
de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las arpías
de la fábula, y entremezclados con ellas algunos enormes mastines,
olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta
y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban
irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho
calado y el lazo prendido al tiento cruzaban por entre ellas al
tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo
indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que más
arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían
vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con
su disonante graznido todos lo ruidos y voces del matadero y
proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible
carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.
Pero
a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se
deshacían, venían a formarse tomando diversas actitudes y se
desparramaban corriendo como si en el medio de ellos cayese alguna
bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín.
Esto era, que ínter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe
de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta,
despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma
que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando
una mugrienta mano a dar un tarazón con el cuchillo al sebo o a los
cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera
del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, dichos y
gritería descompasada de los muchachos.
—Ahí
se mete el sebo en las tetas, la tía —gritaba uno.
—Aquél
lo escondió en el alzapón —replicaba la negra.
—Che,
negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo —exclamaba
el carnicero.
—¿Qué
le hago, ño Juan? ¡No sea malo! Yo no quiero sino la panza y las
tripas.
—Son
para esa bruja: a la m…
—¡A
la bruja! ¡A la bruja! —repitieron los muchachos—: ¡Se lleva la
riñonada y el tongorí! — Y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos
de sangre y tremendas pelotas de barro.
Hacia
otra parte, entretanto, dos africanas llevaban arrastrando las
entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de
tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a
plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían
acurrucadas en hilera cuatrocientas negras destejiendo sobre las
faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro
cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al
paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de
sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.
Varios
muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se
tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube
de gaviotas que columpiándose en el aire celebraban chillando la
matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la
santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones
preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de
nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.
De
repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de
allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacía
buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo,
armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja
salía furiosa en persecución de un muchacho que le había
embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas
los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al
toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol,
con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez
mandaba restablecer el orden y despejar el campo.
Por
un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo
tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes
ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo
que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción
de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo
medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro.
Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan
en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y
sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era
para vista, no para escrita.
Un
animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de
mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los
pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llególe su
hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno
hervía la chusma a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos
palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo
varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y
armado del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y
chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y
espectadores de ojo escrutador y anhelante.
El
animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma
furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro
donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritánbanlo, lo
azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos
sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola
de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de
aquella singular orquesta.
Los
dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca
en boca y cada cual hacía alarde espontáneamente de su ingenio y de
su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de
alguna lengua locuaz.
—Hi
de p… en el toro.
—Al
diablo los torunos del Azul.
—Malhaya
el tropero que nos da gato por liebre.
—Si
es novillo.
—¿No
está viendo que es toro viejo?
—Como
toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c… si le parece, c…o!
—Ahí
los tiene entre las piernas. ¿No los ve, amigo, más grandes que la
cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?
—Su
madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo
ese bulto es barro?
—Es
emperrado y arisco como un unitario. —Y al oír esta mágica
palabra todos a una voz exclamaron—: ¡Mueran los salvajes
unitarios!
—Para
el tuerto los h…
—Sí,
para el tuerto, que es hombre de c… para pelear con los unitarios.
—El
matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!
—¡A
Matasiete el matahambre!
—Allá
va —gritó una voz ronca, interrumpiendo aquellos desahogos de la
cobardía feroz—. ¡Allá va el toro!
—¡Alerta!
¡Guarda los de la puerta! ¡Allá va furioso como un demonio!
Y
en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos
picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo,
arremetió bufando a la puerta, lanzando a entre ambos lados una
rojiza y fosfórica mirada. Dióle el tirón el enlazador sentando su
caballo, desprendió el lazo del asta, crujió por el aire un áspero
zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta
del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén,
una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo
de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.
—Se
cortó el lazo —gritaron unos—: ¡allá va el toro!
Pero
otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue
como un relámpago.
Desparramóse
un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza
y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo,
manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte
compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en
distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando:
—¡Allá
va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda!
—¡Enlaza,
Sietepelos!
—¡Que
te agarra, botija!
—¡Va
furioso; no se le pongan delante!
—¡Ataja,
ataja, morado!
—¡Déle
espuela al mancarrón!
—¡Ya
se metió en la calle sola!
—¡Que
lo ataje el diablo!
El
tropel y vocifería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras
sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se
acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y
devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó,
porque el animal lanzó al mirarlas un bufido aterrador, dio un
brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan
que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos
minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos
malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si
cumplieron la promesa.
El
toro entretanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle
que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente
descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que
llaman sola
por no tener más
de dos casas laterales y en cuyo apozado centro había un profundo
pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su
saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso, en un caballo
algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó
el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía
al pantano. Azoróse de repente su caballo dando un brinco al sesgo y
echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el
fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera
de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando
carcajadas sarcásticas:
—Se
amoló el gringo; levántate, gringo —exclamaron, y cruzando el
pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su
miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla,
más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del
infierno que un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de
¡al toro, al toro! cuatro negras achuradoras que se retiraban con su
presa se zambulleron en la zanja llena de agua, único refugio que
les quedaba.
El
animal, entretanto, después de haber corrido unas veinte cuadras en
distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente, se
metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición.
Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo
una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape.
Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y
resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que expiase su
atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.
Una
hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde
la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías.
La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa
y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un
charco de sangre: su cadáver estaba en el cementerio.
Enlazaron
muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y
lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero
infructuosos: al cuarto quedó prendido en una pata: su brío y su
furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma,
su nariz humo, sus ojos miradas encendidas.
—¡Desjarreten
ese animal! —exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al
punto del caballo, cortóle el garrón de una cuchillada y
gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió
al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida
humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida,
exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal
entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y
le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como
orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se
agachó a desollarlo con otros compañeros.
Faltaba
que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto,
clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero
estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo
pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó: aquí están
los huevos, sacando de la barriga del animal y mostrándolos a los
espectadores, dos enormes testículos, signo inequívoco de su
dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los
incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en
el Matadero era cosa muy rara, y aún vedada. Aquél, según reglas
de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta
escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor
Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.
En
dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta
el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su
recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las
doce, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se
retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha
algunas carretas cargadas de carne.
Mas
de repente la ronca voz de un carnicero gritó:
—¡Allí
viene un unitario! —y al oír tan significativa palabra toda
aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.
—¿No
le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto
en el sombrero.
—Perro
unitario.
—Es
un cajetilla.
—Monta
en silla como los gringos.
—La
mazorca con él
—¡La
tijera!
—Es
preciso sobarlo.
—Trae
pistoleras por pintar.
—Todos
estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.
—¿A
que no te le animás, Matasiete?
—¿A
qué no?
—A
que sí.
Matasiete
era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de
violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el
caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela
a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.
Era
éste un joven como de veinticinco años de gallarda y bien apuesta
persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas
bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno
de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas
de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra
sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo
del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo
a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.
—¡Viva
Matasiete! —exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la
víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey
devorado por el tigre.
Atolondrado
todavía el joven, fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos
hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy
distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza.
Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo
asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo
tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.
Una
tremenda carcajada y un nuevo viva estentóreo volvió a vitorearlo.
¡Qué
nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales! siempre en
pandillas cayendo como buitres sobre la víctima inerte.
—Degüéllalo,
Matasiete: quiso sacar las pistolas. Degüéllalo como al toro.
—Pícaro
unitario. Es preciso tusarlo.
—Tiene
buen pescuezo para el violín.
—Tocale
el violín
—Mejor
es la resbalosa.
—Probemos,
dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la
garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía
el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.
—No,
no lo degüellen, exclamó de lejos la voz imponente del Juez del
Matadero que se acercaba a caballo.
—A
la casilla con él, a la casilla. Preparen la mazorca y las tijeras.
¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!
—¡Viva
Matasiete!
¡Mueran!
¡Vivan! repitieron en coro los espectadores y atándolo codo con
codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias,
arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones
al Cristo.
La
sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de
la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar
lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del
Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado
de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las
que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre,
soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la
guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los
federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la
casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la
sala.
—A
ti te toca la resbalosa —gritó uno.
—Encomienda
tu alma al diablo.
—Está
furioso como toro montaraz.
—Ya
le amansará el palo.
—Es
preciso sobarlo.
—Por
ahora verga y tijera.
—Si
no, la vela.
—Mejor
será la mazorca.
—Silencio
y sentarse —exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón.
Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al juez exclamó
con voz preñada de indignación.
—Infames
sayones, ¿qué intentan hacer de mí?
—¡Calma!
—dijo sonriendo el juez—; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.
El
joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo
parecía estar en convulsión. Su pálido y amoratado rostro, su voz,
su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón,
la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de
la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello
desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento
de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.
—¿Tiemblas?
—le dijo el juez.
—De
rabia porque no puedo sofocarte entre mis brazos.
—¿Tendrías
fuerza y valor para eso?
—Tengo
de sobra voluntad y coraje para ti, infame.
—A
ver las tijeras de tusar mi caballo: túsenlo a la federala.
Dos
hombres le asieron, uno de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y
en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por
bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.
—A
ver —dijo el Juez—, un vaso de agua para que se refresque.
—Uno
de hiel te haría yo beber, infame.
Un
negro petiso púsosele al punto delante con un vaso de agua en la
mano. Dióle el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a
estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los
espectadores.
—Este
es incorregible.
—Ya
lo domaremos.
—Silencio
—dijo el juez—, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta
el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas. ¿Por qué
no traes divisa?
—Porque
no quiero.
—¿No
sabes que lo manda el Restaurador?
—La
librea es para vosotros esclavos, no para los hombres libres.
—A
los libres se les hace llevar a la fuerza.
—Sí,
la fuerza y la violencia bestial. Esas son vuestras armas; infames.
El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros.
Deberíais andar como ellas en cuatro patas.
—¿No
temes que el tigre te despedace?
—Lo
prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las
entrañas.
—¿Por
qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?
—Porque
lo llevo en el corazón por la Patria, ¡por la Patria que vosotros
habéis asesinado, infames!
—¿No
sabes que así lo dispuso el Restaurador?
—Lo
dispusísteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de
vuestro señor y tributarle vasallaje infame.
—¡Insolente!
Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.
—Abajo
los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada dénle verga,
bien atado sobre la mesa.
Apenas
articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre,
suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa
comprimiéndole todos sus miembros.
—Primero
degollarme que desnudarme; infame canalla.
Atáronle
un pañuelo a la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase
el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus
miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su
espina dorsal era el eje de movimiento parecido al de la serpiente.
Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban
fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente
negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran
repletas de sangre.
—Atenlo
primero —exclamó el Juez.
—Está
rugiendo de rabia —articuló un sayón.
En
un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa
volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con
las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en
la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco
en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó
primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó
al momento murmurando:
—Primero
degollarme que desnudarme, infame, canalla.
Sus
fuerzas se habían agotado. Inmediatamente quedó atado en cruz y
empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó
borbolloneando de la boca y las narices del joven, y extendiéndose
empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones
quedaron inmóviles y los espectadores estupefactos.
—Reventó
de rabia el salvaje unitario —dijo uno.
—Tenía
un río de sangre en las venas —articuló otro.
—Pobre
diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa
demasiado a lo serio —exclamó el Juez frunciendo el ceño de
tigre—. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.
Verificaron
la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la
chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.
Los
federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.
En
aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los
apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y
no es difícil imaginarse qué federación saldría de sus cabezas y
cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga
inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que
no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre
decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de
las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a
las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.
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