Mientras encajaba una afilada
escarpia en una cuaderna mal sujeta del Arca, Noé vio llegar un
dragón arrastrándose sobre las arenas del desierto. Era diez veces
más grande que un caballo y tenía el cuerpo cubierto de escamas que
resplandecían bajo la luz del atardecer. Noé lo observó con
admiración y miedo. De sus fauces salía una columna de humo blanco
que ascendía bajo los últimos rayos de luz. Los ojos del dragón
permanecían inmóviles, la mirada extraviada en el paisaje desolado
de las dunas. Notó que los ojos tenían la blancura lechosa de la
muerte y comprendió al mismo tiempo el largo y penoso camino de la
ceguera.
Entonces
el dragón habló.
—He
atravesado la mitad de la tierra para conocerte, pues tu fama se ha
extendido por todo el mundo. He visitado los oráculos y las sibilas;
he conocido los mapas astrales, las teralogías, las rutas del sueño
y del olvido, para llegar hasta ti, el más pequeño e insignificante
de los hombres que pueblan la tierra. En lejanos países que nunca
conocerás hay hombres que como tú sueñan con el día de la muerte,
sirenas con cabeza de pez y cuerpo de doncellas, animales que hablan
el lenguaje de Dios, vísceras dónde leer el futuro como en un libro
abierto, sabios que han visto tu viaje en el brillo de Sirio,
constelación de lobos en celo aullándose a la noche. Aún es tiempo
de romper los designios divinos y dejar que perezca la raza de los
hombres y de las bestias.
—Tú
también morirás —le respondió Noé.
—Otra
vez te equivocas como el más iluso de los mortales. No se puede
matar lo que no existe.
Noé
pasó su mano por el rostro lleno de sudor, buscando en la escasa luz
una respuesta; cuando la bajó, estaba solo frente a la mancha roja
del desierto. El dragón había desaparecido con la noche. El viento
borraba las huellas en la arena. Noé vio la sombra que se perdía
detrás de las dunas cuando comenzaban a brillar las primeras
estrellas.
Libro de los animales, 2003.
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