domingo, 26 de abril de 2020

Fábula del dragón. Wilfredo Machado.

Mientras encajaba una afilada escarpia en una cuaderna mal sujeta del Arca, Noé vio llegar un dragón arrastrándose sobre las arenas del desierto. Era diez veces más grande que un caballo y tenía el cuerpo cubierto de escamas que resplandecían bajo la luz del atardecer. Noé lo observó con admiración y miedo. De sus fauces salía una columna de humo blanco que ascendía bajo los últimos rayos de luz. Los ojos del dragón permanecían inmóviles, la mirada extraviada en el paisaje desolado de las dunas. Notó que los ojos tenían la blancura lechosa de la muerte y comprendió al mismo tiempo el largo y penoso camino de la ceguera.
Entonces el dragón habló.
He atravesado la mitad de la tierra para conocerte, pues tu fama se ha extendido por todo el mundo. He visitado los oráculos y las sibilas; he conocido los mapas astrales, las teralogías, las rutas del sueño y del olvido, para llegar hasta ti, el más pequeño e insignificante de los hombres que pueblan la tierra. En lejanos países que nunca conocerás hay hombres que como tú sueñan con el día de la muerte, sirenas con cabeza de pez y cuerpo de doncellas, animales que hablan el lenguaje de Dios, vísceras dónde leer el futuro como en un libro abierto, sabios que han visto tu viaje en el brillo de Sirio, constelación de lobos en celo aullándose a la noche. Aún es tiempo de romper los designios divinos y dejar que perezca la raza de los hombres y de las bestias.
Tú también morirás —le respondió Noé.
Otra vez te equivocas como el más iluso de los mortales. No se puede matar lo que no existe.
Noé pasó su mano por el rostro lleno de sudor, buscando en la escasa luz una respuesta; cuando la bajó, estaba solo frente a la mancha roja del desierto. El dragón había desaparecido con la noche. El viento borraba las huellas en la arena. Noé vio la sombra que se perdía detrás de las dunas cuando comenzaban a brillar las primeras estrellas. 

Libro de los animales, 2003.
 

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