The Anatomy of Melancholy, part. 2, sect. II, mem. IV
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se componte de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas.
Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente. La distribución de las galerías es invariable.
Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los
lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la
de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto
zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a
todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes
minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las
necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma
y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que
fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese
espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a
qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las
superficies bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz
procede de unas frutas esféricas que llevan el nombre de lámparas.
Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es
insuficiente, incesante.
Como todos los
hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado
en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que
mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir
a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán
manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el
aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y
disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo
afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que
las salas hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o,
por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es
inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos
pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un gran
libro circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las
paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese
libro cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen
clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es
cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los
muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel
encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de
cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones;
cada renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay
letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o prefiguran
lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez,
pareció misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo
descubrimiento, a pesar de sus trágicas proyecciones, es quizá el
hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La
Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo
colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente
razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede
ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su
elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de
infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir
la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar
estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la
tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales,
delicadas, negrísimas, inimitablemente simétricas.
El segundo: El
número de símbolos ortográficos es veinticinco (1). Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la
Biblioteca y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna
conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi
todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito
quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente
repetidas desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy
consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la
página penúltima dice Oh tiempo tus pirámides. Ya se sabe:
por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas
cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una
región cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana
costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan a la de
buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano…
Admiten que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco
símbolos naturales, pero sostienen que esa aplicación es casual y
que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es
del todo falaz.)
Durante mucho tiempo
se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los
primeros bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que
hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es
dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo
eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de
inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por
dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra
podía influir en la subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera
línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en
otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó.
Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha
sido aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus
inventores.
Hace quinientos
años, el jefe de un hexágono superior (2) dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.
Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que
estaban redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish.
Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto
samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico.
También se descifró el contenido: nociones de análisis
combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición
ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio
descubriera la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador
observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de
elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las veintidós
letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros
han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros
idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que la
Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles
combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número,
aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar:
en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las
autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la
Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de
la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del
catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basílides, el
comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese
evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada
libro a todas las lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos
los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre
la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó
que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión
fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores
de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial
cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El
universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las
dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló
mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que
para siempre vindicaban los actos de cada hombre del universo y
guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de codiciosos
abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba,
urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos
peregrinos disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras
maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los
libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por
los hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron… Las
Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del
porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no
recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o
alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó
entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves
misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de
los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma
inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese
idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos…
Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el
desempeño de su función: llegan siempre rendidos; hablan de una
escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de
escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más
cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente,
nadie espera descubrir nada.
A la desaforada
esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba
libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles,
pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran
las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos,
hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros
canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes
severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he visto hombres
viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos
de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino
desorden.
Otros, inversamente,
creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían
los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban
con fastidio un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor
higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de
libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros»
que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la
Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen humano resulta
infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero
(como la Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles
de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una
letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer
que las consecuencias de las depredaciones cometidas por los
Purificadores, han sido exageradas por el horror que esos fanáticos
provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del
Hexágono Carmesí: libros de formato menor que los naturales;
omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de
otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún
anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un
libro que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás:
algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el
lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un
siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar
el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un
método regresivo: Para localizar el libro A, consultar previamente
un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B,
consultar previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En
aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis años. No me parece
inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total (3);
ruego a los dioses ignorados que un hombre -¡uno solo, aunque sea,
hace miles de años!- lo haya examinado y leído. Si el honor y la
sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que
el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme
Biblioteca se justifique.
Afirman los impíos
que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y aun
la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.
Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes
corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo
afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira».
Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo
ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto pésimo y su
desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las
estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los
veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate
absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos
hexágonos que administro se titula Trueno peinado, y otro El
calambre de yeso y otro Axaxaxas mlo. Esas proposiciones,
a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una
justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es
verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo
combinar unos caracteres
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que la divina
Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus lenguas secretas
no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba
que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de
esos lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en
tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de
los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los
incontables hexágonos, y también su refutación. (Un número n
de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el
símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y
perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca
es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete
palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás
seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura
metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo
conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y
besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola
letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones
que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la
población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más
frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que
la especie humana -la única- está por extinguirse y que la
Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente
inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible,
secreta.
Acabo de escribir
infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica;
digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo
juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y
escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es
absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el
número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del
antiguo problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un
eterno viajero la atravesara en cualquier dirección, comprobaría al
cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo
desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza. (4)
Mar del Plata, 1941.
(1) El manuscrito original no contiene guarismos o mayúsculas. La puntuación ha sido limitada a la coma y al punto. Esos dos signos, el espacio y las veintidós letras del alfabeto son los veinticinco símbolos suficientes que enumera el desconocido. (Nota del Editor.)
(2) Antes, por cada tres hexágonos había un hombre. El suicidio y las enfermedades pulmonares han destruido esa proporción. Memoria de indecible melancolía: a veces he viajado muchas noches por corredores y escaleras pulidas sin hallar un solo bibliotecario.
(3) Lo repito: basta que un libro sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible. Por ejemplo: ningún libro es también escalera, aunque sin duda hay libros que discuten y niegan y demustran esa posibilidad y otros cuya estructura corresponde a la de una escalera.
(4) Letizia Álvarez de Toledo ha observado que la vasta Biblioteca es inútil; en rigor, bastaría un solo volumen, de formato común, impreso en cuerpo nueve o en cuerpo diez, que constara de un número infinito de hojas infinitamente delgadas. (Cavalieri a principios del siglo XVII, dijo que todo cuerpo sólido es la superposición de un número infinito de planos.) El manejo de ese vademecun sedoso no sería cómodo: cada hoja aparente se desdoblaría en otras análogas; la inconcebible hoja central no tendría revés.
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