El mar de las vacaciones de
mi infancia era un mar frío y con olas, a veces temibles, que
triplicaban mi altura. Era también un mar peligroso, al que convenía
acercarse con respeto.
Una
vez cada verano, puntual a su cita, llegaba a la playa un muerto.
Alguien que había desaparecido unos días antes durante el baño y
que el mar puntualmente devolvía a sus familias. Nosotros hacíamos
apuestas sobre el día en el que aparecería, provocando el
sobresalto de los bañistas.
En
esas ocasiones, los padres corrían para tapar los ojos de los niños
que aún éramos. Nos llamaba la atención su color azulado, y el
enorme volumen de sus cuerpos hinchados nos llevaba a concluir que
sólo se ahogaban los gordos, lo que nos proporcionó una primera
noción de inmortalidad, equivocada pero muy conveniente. Cuando
nuestras madres nos gritaban desde la orilla, fuera de sí, que
saliéramos del agua o a ver si es que queríamos ahogarnos, nosotros
respondíamos muy dignos que no estábamos gordos. Ellas pensaban que
éramos idiotas, y nosotros que las madres no se enteraban nunca de
nada.
Luego
hacíamos castillos y ahogados de arena entre las toallas, que
diseccionábamos alegremente como expertos forenses con nuestros
rastrillos de colores, para horror de familias propias y ajenas. Nada
interesa más a un niño que la muerte, esa cosa lejana de la que
hablan los mayores en voz baja, tan improbable aún como los dragones
de los cuentos.
Y
es que el mar devuelve siempre las cosas. Devuelve cumplidor a los
bañistas imprudentes después de haberse quedado con su vida, pero
también los cascos vacíos de las botellas, el petróleo que pierden
los barcos y los restos de los naufragios.
En
un pueblo de Galicia, la marea trajo una vez una virgen de madera
antigua, flotando sobre las aguas como una aparición. Los vecinos,
postrados de rodillas en el puerto, la recibieron entre lágrimas y
fervores. Desde entonces la pasean en barca una vez al año, y con
sus descendientes, repiten de rodillas la ceremonia de bienvenida a
la Virgen Náufraga. Como para compensar, ese mismo mar devuelve a
veces fardos de cocaína que, arrojados por la borda de las
embarcaciones en apuros, llegan hasta la costa a la deriva, y son
recibidos con parecido fervor.
Al
tanto de la costumbre del mar, los amantes despechados lloran a
menudo frente a él: piensan quizá que este, conmovido, les
retornará el amor que perdieron.
Cada
verano, en una playa del sur, aparece una patera cargada de
subsaharianos que se desploman exhaustos entre paellas y factores de
protección diez. Acaso el mar nos esté devolviendo así los
emigrantes que en los años sesenta se fueron a Suiza, a Argentina, a
Alemania, porque la desesperación en sus ojos es, al fin, la misma.
Gigante
malhumorado y cumplidor, el amar no quiere nada que no sea suyo. Es
un espejo grande y despiadado que no admite subterfugios, y nos
devuelve sin misericordia lo que somos.
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