viernes, 24 de abril de 2020

Lo que el mar devuelve. Fernando León de Aranoa.

El mar de las vacaciones de mi infancia era un mar frío y con olas, a veces temibles, que triplicaban mi altura. Era también un mar peligroso, al que convenía acercarse con respeto.
Una vez cada verano, puntual a su cita, llegaba a la playa un muerto. Alguien que había desaparecido unos días antes durante el baño y que el mar puntualmente devolvía a sus familias. Nosotros hacíamos apuestas sobre el día en el que aparecería, provocando el sobresalto de los bañistas.
En esas ocasiones, los padres corrían para tapar los ojos de los niños que aún éramos. Nos llamaba la atención su color azulado, y el enorme volumen de sus cuerpos hinchados nos llevaba a concluir que sólo se ahogaban los gordos, lo que nos proporcionó una primera noción de inmortalidad, equivocada pero muy conveniente. Cuando nuestras madres nos gritaban desde la orilla, fuera de sí, que saliéramos del agua o a ver si es que queríamos ahogarnos, nosotros respondíamos muy dignos que no estábamos gordos. Ellas pensaban que éramos idiotas, y nosotros que las madres no se enteraban nunca de nada.
Luego hacíamos castillos y ahogados de arena entre las toallas, que diseccionábamos alegremente como expertos forenses con nuestros rastrillos de colores, para horror de familias propias y ajenas. Nada interesa más a un niño que la muerte, esa cosa lejana de la que hablan los mayores en voz baja, tan improbable aún como los dragones de los cuentos.
Y es que el mar devuelve siempre las cosas. Devuelve cumplidor a los bañistas imprudentes después de haberse quedado con su vida, pero también los cascos vacíos de las botellas, el petróleo que pierden los barcos y los restos de los naufragios.
En un pueblo de Galicia, la marea trajo una vez una virgen de madera antigua, flotando sobre las aguas como una aparición. Los vecinos, postrados de rodillas en el puerto, la recibieron entre lágrimas y fervores. Desde entonces la pasean en barca una vez al año, y con sus descendientes, repiten de rodillas la ceremonia de bienvenida a la Virgen Náufraga. Como para compensar, ese mismo mar devuelve a veces fardos de cocaína que, arrojados por la borda de las embarcaciones en apuros, llegan hasta la costa a la deriva, y son recibidos con parecido fervor.
Al tanto de la costumbre del mar, los amantes despechados lloran a menudo frente a él: piensan quizá que este, conmovido, les retornará el amor que perdieron.
Cada verano, en una playa del sur, aparece una patera cargada de subsaharianos que se desploman exhaustos entre paellas y factores de protección diez. Acaso el mar nos esté devolviendo así los emigrantes que en los años sesenta se fueron a Suiza, a Argentina, a Alemania, porque la desesperación en sus ojos es, al fin, la misma.
Gigante malhumorado y cumplidor, el amar no quiere nada que no sea suyo. Es un espejo grande y despiadado que no admite subterfugios, y nos devuelve sin misericordia lo que somos.

 

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