¿Cómo olvidar las grandes
llamas del crematorio que consumieron mi infancia?
La
desesperación dio paso al vacío. Una fatiga inhumana se apoderó de
mí; me hizo perder incluso la memoria. Un día, una semana, una
noche, una larga eternidad se confundieron en mi cerebro. Estaba
sola; ya no era nada. ¿De dónde venían esas lágrimas? ¿Eran aún
las mías? Extraña sensación la de no pertenecerse a sí mismo: se
solapan la realidad, el sueño, la desesperación. Qué fácil habría
sido abandonarse, dejarse llevar por el vértigo de la muerte.
Estaba
todo previsto para crear esa vida desesperante; a nuestro alrededor y
en nuestro interior se cultivaba minuciosamente el miedo, la
incertidumbre, la mentira, para empujarnos a la locura o a la muerte.
No puedo olvidar a las numerosas compañeras que, por la noche, se
ayudaban unas a otras a colgarse en los baños, al fondo del
barracón, usando como cuerda jirones de ropa.
Se
nos arrancaba toda identidad: recuerdos, vestimenta e incluso pelo o
dientes si tenían fundas de oro. Pero la fraternidad permanecía en
el corazón de algunas y resplandecía.
Aún
oigo la voz cálida de una compañera que llevaba allí cinco años y
nos decía: "Tened confianza en la vida. Ahuyentemos la
desesperación. Cultivemos la amistad entre nosotras. Unamos nuestras
fuerzas. No perdamos el valor: aquí los débiles no viven. Hay que
sobrevivir. Hacen falta testigos".
Estas
palabras venían de una hermana desconocida. Echaron raíces en mí y
desde entonces me han ayudado a vivir en momentos de agotamiento.
La
razón de que hoy en día atraviese dolorida el puente de mi memoria
es para hacer pervivir el recuerdo de aquellas y aquellos a quienes
les robaron la vida y que hasta el final quisieron infundirnos valor
para vivir.
Cuatro mendrugos de pan, 2012.
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