Ya no me acuerdo del momento
en que te conocí. La memoria me abandonó en muchas ocasiones. Sé
que, al haberse construido fuera del tiempo, trance a trance, nuestra
amistad se prolonga viva hasta hoy.
¿Te
acuerdas de los panes enteros robados de las provisiones de
Fráncfort? Más consciente tú que yo del peligro que corría, te
morías de miedo por mí.
¿Y
nuestra torpeza ante el telar mecánico de Zillertal, cuyo estruendo
y velocidad nos daban vértigo? Pero fue, eso sí, el único lugar en
esos años donde no nos trataron únicamente como números inútiles.
Qué
bien recitabas poemas, con tu gran mirada soñadora. Te escuchaba con
fervor, una completa ignorante a tu lado.
Aún
oigo el ruido que hacían los piojos al reventarlos con las uñas, y
el castañeteo de dientes por el frío y el miedo bajo la carpa
helada de Ravensbrück. La muerte nos apretaba la mano con fuerza.
Cuando
me faltaba valor, tu mirada me llamaba de nuevo a la vida.
¿Recuerdas
con qué fuerza nos latía el corazón cuando, en el camino del
éxodo, nos alejamos del convoy? Debíamos ser tres y de repente
éramos cinco entre las zarzas espesas, esperando a los libertadores.
Nos quedamos seis largos días sin comida en el bosque de
Biscofferode. Allí tuviste miedo de que te abandonase. Dudaste de mi
amistad, pues estabas muy débil, te devoraban lal fiebre y la sarna.
Tras
la Liberación, nos hemos visto poco, pero el tiempo no existe para
nosotras. No necesitamos excusas ni explicaciones. Hemos aprendido a
leer en los labios cerrados.
Cuántos
sentimientos no habría podido expresar o no harían tenido en mí la
misma vida sin tu amistad.
Una
sonrisa, una mirada me trasportan de alegría y esperanza. Nuestra
amistad sigue siendo una fuerza para mí, y yo sigo bebiendo de esa
agua viva.
domingo, 27 de septiembre de 2020
A ti. Magda Hollander-Lafon.
Cuatro mendrugos de pan, 2012.
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