La tía Chila estuvo casada con un señor al que abandonó, para
escándalo de toda la ciudad, tras siete años de vida en común. Sin
darle explicaciones a nadie. Un día como cualquier otro, la tía
Chila levantó a sus cuatro hijos y se los llevó a vivir en la casa
que con tan buen tino le había heredado su abuela.
Era una mujer
trabajadora que llevaba suficientes años zurciendo calcetines y
guisando fabada, de modo que poner una fábrica de ropa y venderla en
grandes cantidades, no le costó más esfuerzo que el que había
hecho siempre. Llegó a ser proveedora de las dos tiendas más
importantes del país. No se dejaba regatear, y viajaba una vez al
año a Roma y París para buscar ideas y librarse de la rutina.
La gente no estaba
muy de acuerdo con su comportamiento. Nadie entendía cómo había
sido capaz de abandonar a un hombre que en los puros ojos tenía la
bondad reflejada. ¿En qué pudo haberla molestado aquel señor tan
amable que besaba la mano de las mujeres y se inclinaba afectuoso
frente a cualquier hombre de bien?
—Lo que pasa es
que es una cuzca —decían algunos.
—Irresponsable
—decían otros.
—Lagartija
—cerraban un ojo.
—Mira que dejar a
un hombre que no te ha dado un solo motivo de queja.
Pero la tía Chila
vivía de prisa y sin alegar, como si no supiera, como si no se diera
cuenta de que hasta en la intimidad del salón de belleza había
quienes no se ponían de acuerdo con su extraño comportamiento.
Justo estaba en el
salón de belleza, rodeada de mujeres que extendían las manos para
que les pintaran las uñas, las cabezas para que les enredaran los
chinos, los ojos para que les cepillaran las pestañas, cuando entró
con una pistola en la mano el marido de Consuelito Salazar. Dando de
gritos se fue sobre su mujer y la pescó de la melena para
zangolotearla como al badajo de una campana, echando insultos y
contando sus celos, reprochando la fodonguez y maldiciendo a su
familia política, todo con tal ferocidad, que las tranquilas mujeres
corrieron a esconderse tras los secadores y dejaron sola a
Consuelito, que lloraba suave y aterradoramente, presa de la tormenta
de su marido.
Fue entonces cuando,
agitando sus uñas recién pintadas, salió de un rincón la tía
Chila.
—Usted se larga de
aquí —le dijo al hombre, acercándose a él como si toda su vida
se la hubiera pasado desarmando vaqueros en las cantinas—. Usted no
asusta a nadie con sus gritos. Cobarde, hijo de la chingada. Ya
estamos hartas. Ya no tenemos miedo. Deme la pistola si es tan
hombre. Valiente hombre valiente. Si tiene algo que arreglar con su
señora diríjase a mí, que soy su representante. ¿Está usted
celoso? ¿De quién está celoso? ¿De los tres niños que Consuelo
se pasa contemplando?, ¿De las veinte cazuelas entre las que vive?
¿De sus agujas de tejer, de su bata de casa? Esta pobre Consuelito
que no ve más allá de sus narices, que se dedica a consecuentar sus
necedades, a esta le viene usted a hacer un escándalo aquí, donde
todas vamos a chillar como ratones asustados. Ni lo sueñe,
berrinches a otra parte. Hilo de aquí: hilo, hilo, hilo —dijo la
tía Chila tronando los dedos y arrimándose al hombre aquel, que se
había puesto morado de la rabia y que ya sin pistola estuvo a punto
de provocar en el salón un ataque de risa—. Hasta nunca, señor
—remató la tía Chila—. Y si necesita comprensión vaya a buscar
a mi marido. Con suerte hasta logra que también de usted se
compadezca toda la ciudad.
Lo llevó hacia la
puerta dándole empujones y cuando lo puso en la banqueta cerró con
triple llave.
—Cabrones estos
—oyeron decir, casi para sí, a la tía Chila.
Un aplauso la
recibió de regreso y ella hizo una larga caravana.
—Por fin lo dije
—murmuró después.
—Así que a ti
también —dijo Consuelito.
—Una vez —contestó
Chila, con un gesto de vergüenza.
Del salón de
Inesita salió la noticia rápida y generosa como el olor a pan. Y
nadie volvió a hablar mal de la tía Chila Huerta porque hubo
siempre alguien, o una amiga de la amiga de alguien que estuvo en el
salón de belleza aquella mañana, dispuesta a impedirlo.
Mujeres de ojos grandes, 1990.
No hay comentarios:
Publicar un comentario