5 de abril de 1815. En la lejana Indonesia, el volcán Tambora entra
en erupción. Al principio solo fueron un par de pedetes, pero cinco
días después la cosa se puso seria. El estallido fue de tal calibre
que la columna de humo y cenizas alcanzó la estratosfera. Primero
subió hasta llegar a los 43 kilómetros de altura, y después esa
cortina tupida y gris se extendió y oscureció el hemisferio norte
del mundo durante los siguientes meses. El sol se nubló y 1816 pasó
a la historia como el año sin verano.
En realidad pasó a
la historia por algo más. Porque aquel verano destemplado, grisáceo
y lluvioso trajo consigo el nacimiento de una criatura extraordinaria
que parió la mente de Mary Godwin. Un moderno Prometeo, un ser a
veces monstruoso y a ratos tierno que se convirtió dos años
después, en 1818, en el protagonista del más célebre relato de
terror. Para entonces, Mary ya había cambiado su apellido de soltera
por el de Shelley.
La historia de
Frankenstein la conocemos todos gracias al cine. La del jovencito, la
del mayorcito, versiones nuevas, versiones viejas, en color y en
blanco y negro, así que no se trata de hablar del relato, sino de
conocer todos los cotilleos que provocaron que aquel año sin verano
un grupo de cinco bohemios veinteañeros se reuniera en un pedazo de
villa suiza. Se trata de conocer a esos jóvenes intelectuales pelín
pijos; se trata de saber por qué Mary Godwin pasó a ser Mary
Shelley, y se trata de saber si todo fue producto de la imaginación
de la autora o si se fumó algo.
Quien haya visto la
película Remando al viento, la que Gonzalo Suárez dirigió en 1987,
ya sabe de qué va la cosa. Y para quien no lo sepa, se va a enterar.
Pero antes, mejor presentar a los personajes y conocer sus
circunstancias, situando el escenario y la atmósfera, porque si no
llega a ser por aquella erupción del volcán indonesio en 1815; si
no llega a ser porque en 1816 no hubo verano; si no llega a ser
porque aquellos cinco personajes coincidieron a orillas de un lago
suizo… Mary Shelley no hubiera publicado su relato dos años
después. Era necesario un marco adecuado e incomparable como el que
brindaron Villa Diodati, el entorno y la meteorología.
Vayamos al
planteamiento, nudo y desenlace de esta historia.
Planteamiento.
Primero hay que conocer a los cinco amigotes que fueron a pasar
aquellos días de junio de 1816 a la Riviera Suiza. Y empezamos con
las chicas:
Mary Godwin,
diecinueve años. Hija de filósofos. La madre, feminista, y el
padre, anarquista. O sea, que la niña salió suelta, lista, muy
leída… y un poquito intensa, todo sea dicho. Mary creció
admirando a una madre que no conoció porque murió once días
después de haberla parido; una faena, porque la pobre Mary cargó
toda su vida con un tremendo sentimiento de culpabilidad.
Estaba también
Claire, dieciocho años, hermanastra de Mary, también lista y no
menos intensa.
Y ahora vienen los
tres chicos. Percy Bysshe Shelley era uno de ellos: veintirés años,
niño aristócrata, rebelde sin causa y expulsado de Oxford por
respondón, no por vago. Acabó siendo un poeta romántico y
depresivo. Estaba casado y tenía dos niños, pero andaba en tratos
carnales con Mary Godwin.
John William
Polidori, veintiún años. Era médico, pero aspiraba a ser gran
escritor. Siempre acompañaba a su paciente para cuidarle allá a
donde viajara porque era de salud quebradiza. Y sobre todo para
aprender algo de él, porque ese paciente debilucho al que cuidaba
Polidori era la gran estrella invitada del asunto que nos ocupa, el
que aglutinaba en torno a sí aquel complejo grupo humano:
George Gordon Byron,
veintiocho años, muy famoso en Inglaterra desde bien jovencito, gran
poeta, vanidoso, le gustaban ellos y ellas, saciaba todos sus
apetitos cuando le apetecía y con quien le apetecía. También con
esposa e hija a las que abandonó. En los momentos de los que
hablamos estaba liado con Claire, la hermanastra de Mary.
El escenario lo puso
Villa Diodati, alquilada por lord Byron para él y para su médico.
Había salido huyendo de Inglaterra porque la sodomía estaba
castigada con la pena de muerte, y como sus paisanos cada vez lo
tenían más acorralado, decidió salir por pies, aunque él lo
disfrazara de «me voy porque no os aguanto más, que sois muy
cansinos». Aquellos días en Suiza con sus colegas románticos fue
la primera parada de un largo periplo. Byron ya no volvió a
Inglaterra. Bueno, sí, volvió, pero con los pies por delante.
Vamos llegando al
nudo de esta historia. Tenemos a lord Byron y a su médico Polidori
instalados en su casoplón, en Villa Diodati; y a los otros tres, a
Mary, Claire y Percy, también de alquiler en una casita cercana, más
modesta. Quedaban los cinco para pasear, para remar, para charlar y
para lo que se terciara. No hay que perder de vista los líos entre
ellos, que son importantes. Mary Godwin enredada con el poeta Percy,
lord Byron achuchándose de vez en cuando con Claire, y el médico
Polidori, sin perrito que le ladrara salvo su paciente, que era
bastante borde con él.
Alguien definió
aquella reunión en Villa Diodati como «el círculo más brillante y
romántico de poetas, escritores y personalidades que Suiza jamás
haya visto». Pues, la verdad, según se mire. Todos eran muy listos,
cierto, pero con mucho aceite en la sartén cualquiera fríe bien.
Tenían posibles, posibilidades y facilidades para ir a su bola.
El caso es que en
esas andaban, con el tiempo feo y la climatología del revés por
culpa del volcán indonesio, cuando, a mediados de junio de 1816, la
cosa empeoró. Se metieron unas tormentas y unos vendavales que
dejaron al grupito de amiguetes intelectuales, todos juntos,
encerrados en la villa de Byron durante tres o cuatro días. No
tenían WhatsApp ni tele ni radio ni Twitter ni Facebook. Solo
tiempo.
Hace años, algunos
bares pusieron de moda colocar un cartel que decía: «No tenemos
wifi, hablen entre ustedes». Pues eso es lo que hicieron Mary,
Percy, Polidori, Byron y Claire durante sus días de encierro
forzado. Charlaron, leyeron, y como los cinco eran amantes de lo
gótico, jugaron a meterse miedo contando relatos fantásticos y
repasando cuentos de terror mientras la lluvia arreciando fuera, el
retumbar de los truenos y el golpeteo de las ramas en los ventanales
ponían el decorado perfecto.
Lord Byron propuso
entonces que, aprovechando que estaban todos sugestionados por el
entorno y por las lecturas, y mientras el tiempo no mejorara, ¿por
qué no escribir cada uno un relato de terror, a ver qué salía de
ahí? Curiosamente, a ninguno de los dos poetas famosetes, Shelley y
Byron, les salió una buena historia. Los dos que armaron un buen
relato de terror fueron Mary Godwin y el médico, John Polidori.
Mary escribió la
historia de un doctor llamado Frankenstein que, por dar vida a un
muerto, acabó creando un monstruo. Y Polidori escribió El vampiro,
que va de un aristócrata inglés muy pijo, muy culto, muy vanidoso y
muy borde que se dedicaba a seducir a jovencitas para chuparles la
sangre. Y no hay que ser malpensado, porque Bram Stocker todavía no
había ni nacido, y por tanto su Drácula, tampoco. Ya se puede
deducir quién copió a quién.
Según contó años
más tarde la propia Mary, la inspiración para el relato del
monstruo le vino por una horrible pesadilla que tuvo una de aquellas
noches de tormenta encerrada en Villa Diodati. Y es que ese grupito
de veinteañeros le pegaba a los opiáceos; al láudano en concreto.
Lord Byron para sus dolencias, Mary porque le ayudaba a dormir, la
otra porque estaba depre, y el otro porque sí.
No hay que
extrañarse, pues, de que Mary contara que soñó «con un estudiante
de artes impías, de rodillas junto al objeto que había armado». Y
que vio «el horrible fantasma de un hombre extendido que por obra de
algún motor poderoso cobraba vida y se ponía de pie con un
movimiento tenso y poco natural». Pues claro, si te acuestas hasta
las cejas de láudano sueñas cosas raras.
El doctor Polidori,
sin embargo, puso menos ensoñación y más mala leche. Porque el
protagonista de su relato El vampiro, el aristócrata chulo, borde,
vanidoso y seductor era clavadito a su paciente, a lord Byron, al que
únicamente soportaba porque su compañía le permitía estar en la
pomada de la intelectualidad.
Y ya llega el
desenlace. La violenta tormenta que mantuvo al grupo encerrado
aquellos cuatro días se fue con viento fresco, todos continuaron con
su plácido descanso suizo y, cuando terminó agosto, para Mary,
Percy y Claire también llegó el final de aquellas vacaciones de
1816, el año sin verano. Lord Byron no podía volver a Inglaterra,
así que continuó un par de meses más en Villa Diodati y luego
siguió viaje por Europa con John William Polidori.
Claire tuvo meses
después una hija de la que, por supuesto, el papá Byron se
desentendió. John Polidori acabó suicidándose con cianuro,
seguramente harto de aguantar a su insoportable paciente, pero no sin
antes ver publicado El vampiro.
Percy y Mary
pudieron casarse porque la esposa de él también se suicidó, de ahí
que cuando el relato Frankenstein o el moderno Prometeo se publicara
firmado por su autora (inicialmente fue anónimo), apareciera ya Mary
Shelley, no Mary Godwin.
Ese fue el apellido
que se llevó a la tumba Mary, pero no fue lo único que conservó
hasta el final la viuda de Percy B. Shelley. Aquel matrimonio duró
poco, hasta 1822, cuando el poeta murió ahogado y acabó
teatralmente cremado en una playa italiana (esperpéntico episodio
que no viene al caso). Su viuda recibió el hígado o el corazón a
la brasa (nunca quedó claro qué fue exactamente lo que se rescató
de aquella pira funeraria) y con ella lo conservó toda su vida. Y
con ella sigue, porque se lo llevó a la tumba.
Aquí se quedó, con
nosotros, la genial criatura que creció en su mente aquel año sin
verano.
Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ayer mismo, 2018.
Imagen: Shelley et Mary Godwin por William Powell Frith, 1877
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