Two roads diverged in a yellow Word
And sorry I could
not travel both
(En el bosque
amarillo se bifurca el sendero
y siento no poder
seguir los dos caminos).
ROBERT FROST
Para mis alumnos
de Dartmouth College, otoño de 2007, Alina, CArolina, Chad, David,
Gabriela, Jessica, Kevin y Marc
Me gustaba subir al
lugar donde se encuentra la estatua sedente de Robert Frost, apoyarme
a su lado en la roca, mirar su figura inmóvil con esa tabla sobre
las rodillas que le sirve de escritorio, sujeta a un bastón
campestre, mientras aparenta desilzar la punta de la estilográfica
sobre una hoja de papel que también el bronce simula.
Desde esa cumbre
modesta, donde parece condensarse la habitual quietud del campus,
vislumbraba a través de los ramajes de los árboles la cercana
cúpula del observatorio; las cristaleras del edificio donde se
balancea sin cesar un péndulo de Foucault; las torres de la
biblioteca Baker; un espacio abierto utilizado al parecer en verano
para celebraciones al aire libre; el pacífico pero continuo
movimiento humano por las sendas que llevan a los lugares académicos.
Esaba muy cerca el
tocón, momificado por el metacrilato, que conmemora el más viejo
árbol del College, ejemplar totémico destruído por un rayo
a finales del siglo XIX, y del monumento que diez generaciones
sucesivas de estudiantes fueron levantando desde 1885 hasta alcanzar
la altura que había tenido el pino fulminado, una torre de la misma
piedra grisácea, oscura, que compone el subsuelo del terreno. La
torre, que recibió el nombre de Bartlett, tiene la forma de un
cilindro estrecho y fino, rematado en lo alto por una caperuza
verdosa, una puerta de hierro negra tras algunos escalones como
entrada, y sugiere un escenario misterioso, apropiado pra cuentos
góticos.
Era el principio de
otoño y los bosques ofrecían esa multiplicidad colorista, a la vez
jubilosa y melancólica, de las hojas en trance de caer, del amarillo
al ocre pasando por el rojo entre matices de verde oscuro. También
eran mis primeras semanas como profesor invitado, tenía pocas clases
y bastante tiempo para leer y pasear, pero desde que uno de los
profesores del departamento me había mostrado aquel paraje, muy
próximo al edificio donde se hallaban mi despacho y mi aula, no
dejaba de visitarlo antes de mis correspondientes clases. Otros
colegas advirtieron mi costumbre, y un día una profesora, veterana
ya en el College, me dijo con cierto tono jocoso que tuviese cuidado
con ese lugar.
-Hace años, otro
profesor visitante español que lo frecuentaba desapareció -añadió,
como explicación.
-¿Otro profesor
español? ¿Cómo que desapareció?
-Fue un caso muy
extraño. El profesor Eduardo Souto, lingüista. Un día primaveral
lo dejamos de ver y no hubo forma de volver a encontrarlo. Se piensa
que se perdió en alguno de los bosques de la zona, pero aunque se
intentó buscar su rastro con todos los medios posibles, jamás se lo
pudo localizar, ni vivo ni muerto. Le gustaba mucho estar donde la
estatua de Robert Frost.
La noticia me
sacudió íntimamente, porque no sólo sabía quién era el profesor
Eduardo Souto, sino que he sido alumno suyo, compañero de estudios
de Celina Vallejo, que fue su pareja sentimental durante muchos años,
y lector de algunos de sus ensayos sobre el sentido de la ficción
como factor constitutivo de lo humano, y de la relación entre
escritura y tiempo, y claro que había tenido noticia de su penosa
desaparición mientras permanecía en alguna universidad
norteamericana, pero cuando se produjo yo no estaba tampoco en España
y no pude conocer los extremos exactos del caso, entre ellos que el
lugar en el que había ocurrido el lamentable suceso resultaba ser,
precisamente, la universidad donde yo me encontraba en aquellos
momentos impartiendo un curso sobre el cuento literario.
En la soledad de
aquellos días, un estilo de vida que me parecía reproducir el que
debía de ser habitual en ciertos monasterios medievales, mucho
estudio, rutinas sencillas y muy escasas diversiones, la historia de
la desaparición del profesor Souto estimuló mi imaginación, y
especulé sobre las diferentes formas en que habría podido
producirse, ahogado en alguno de los muchos ríos y lagos que se
dispersan por la comarca, devorado por un oso en el bosque, sepultado
de repente bajo la copa de alguno de los grandes árboles que a
menudo el viento desarraiga y derriba.
El caso es que mi
evocación de Souto se hizo un poco obsesiva y un día, el director
de la biblioteca, también español, me contó que aquella no ha bía
sido la única desaparición de los anales del College, tras
señalarme la fotografía de un hombre con pajarita, grandes patillas
y fino cráneo exento de pelo colgada entre otras en la pared del
edificio.
-Uno de mis
antecesores en este puesto, Faustus Pilgrim, despareció en 1920, se
supone que como consecuencia de la enorme nevada de aquel invierno,
que debió alcanzarlo en algún punto sin posible refugio. Pilgrim
fue un pionero en la afición al esquí y a las acampadas al aire
libre. Y un erudito en aspectos curiosos del campus. Por ejemplo,
tiene un estudio muy minucioso de los escritos de Barlett Tower.
-¿Los escritos de
la torre? ¿Qué escritos son esos?
El bibliotecario me
contó entonces que, tras la construcción de la torre y antes de su
inauguración, se había forrado de madera el interior del muro,
mediante una sucesión de tablas ensambladas donde estaban
reproducidos fragmentos de piezas literarias en muchos idiomas.
-Faustus Pilgrim los
analizó uno por uno y demostró que formaban un único texto, en el
que se construye una ficción coherente, una especie de árbol de
palabras escritas replicante del árbol real desaparecido.
Mostré mi interés
por visitar el interior de Bartlett Tower, pero encontré
dificultades. Al parecer, como consecuencia de un accidente grave
ocurrido en el pasado y del que había sido víctima una alumna, la
torre estaba clausurada desde hacía muchísimo tiempo, y solo una
vez al año, cuando había terminado el invierno, entraba en ella el
personal de mantenimiento a revisar las condiciones en que se
conservaba. Pero el director de mi departamento me prometió que
haría las gestiones necesarias para que yo pudiese vistarla.
Aprovechaba los
fines de semana y el tiempo libre para hacer excursiones por los
alrededores, visitaba los bosques y las riberas pero también las
pequeñas poblaciones con sus casas de madera, donde las calabazas y
otros adornos anunciaban la cercanía de la fiesta de Halloween, sus
pequeñas iglesias de torre rematada por un pináculo piramidal, sus
granjas y vetustas estaciones de ferrocarril. Y fue en una de
aquellas excursiones cuando me enteré de que, antes de la de Pilgrim
y de la de Souto, había habido otra curiosa desaparición.
Una joven profesora,
hija de un escritor español amigo mío, me llévo un día a visitar
un pequeño museo propiedad de una persona a quien ella conocía,
instalado en el pueblecito donde confluyen los ríos White y
Connectituc. Entre el precioso y artístico conjunto de objetos
extraños, singulares o absurdos que componen la colección -"una
imagen del universo", según el propietario-, hay una llave de
hierro colocada en un expositor de cristal, ocupando lugar tan
destacado que llama la atención, a pesar de ser una de las pocas
cosas que no parece extravagante a primera vista.
-Es la lave de
salida de Bartlett Tower -nos explicó.
-¿La llave de
salida?
-Cuando lo cuento,
la gente piensa que es una burla, pero la heredé de mi abuelo, a
quien se la había dado su padre, que perteneció a una de las
fraternidades que fueron levantando la torre y que aseguraba que la
cerradura de la puerta de la torre requiere dos llaves, una para ser
utilizada desde fuera y otra desde dentro.
-Pero ¿por qué
esas precauciones? ¿Quién iba a encerrarse en un sitio tan angosto,
que al parecer es una simple escalera de caracol?
-No lo sé. Mi
abuelo decía que según su padre, la cerradura de la puerta necesita
esta llave para poder ser abierta desde el interio. La conservo aquí
por su rareza, precisamente. Además, hace años quise donársela a
las autoridades del campus, pero parece que nadie se acuerda de ello
ni le da importancia, y hasta pensaron que bromeaba.
Luego nos contó que
tanto esa cerradura de las dos llaves, como las tablas con poemas y
relatos que recorren el interior de los muros, fueron ideas de quien
también diseñó el edificio, un tal Ira Adams, del que solamente
nuestro anfitrió sabía algo por lo que su abuelo le había contado,
pues tras participar con entusiasmo en la construcción de esa torre
que, como cosa de estudiantes, se considera en el campus un monumento
ante todo pintoresco, desapareció.
-¿Qué quiere decir
que desapareció?
Puede entenderse que
mi interés contuviese una alarma súbita, tras las noticias de cómo
se habían esfumado el profesor Souto y el antiguo bibliotecario.
-Quiero decir que
cuando se inauguró la torre debió de perder la atracción por este
lugar y sin duda se marchó a otro sitio. Mi abuelo contaba que su
padre y sus compaeñros se habían extrañado ante aquella forma de
desaparecer de un día para otro, sin despedirse de nadie.
Nos mostró una
fotografía de la época, bastante borrosa, de un grupo de jóvenes
con gorros estudiantiles y utensilios de contrucción ante la torre a
medio hacer. Junto al grupo había un tipo alto y flaco, con un gran
libro en las manos, que no llevaba cubierta la cabeza, y su pelo
relucía muy blanco.
-Este es mi
bisabuelo y este es Ira Adams. Lo conocían como Adams el Albino.
Tampoco sé si era una especie de constructor, pues por lo visto
estuvo aquí durante los diez años que se emplearon en levantar la
torre, pero su vinculación con el College no debía de ser
muy seria, pues su nombre no ha quedado registado en ningún siitio.
Cuando nos
despedimos, el hombre, que colabora también en un centro dedicado al
cómic con el que está vinculada la profesora que me acompañaba, me
regaló un llavero de metal conmemorativo del museo, una reproducción
exacta de aquella llave peculiar, aunque pintada de color rojo.
-Una llave solo para
salir, no para entrar. Un obsequio especial del museo para este amigo
de Ana Merino -dijo el hombre, y le di las gracias antes de colocar
en él los llavines de mi despacho y de mi apartamento, que tenía
atadas con una simple cuerda.
La autorización
para visitar la torre Barlett llegó pocos días despues y me
acompañó uno de los vigilantes del campus que, cuando llegamos,
abrió la puerta de goznes chirrinates, conectó las bombillas que
iluminan el interior y me dijo que durante media hora más o menos la
torre sería solo mía, pues él iba a recoger un vehículo en una
zona cercana.
Por dentro, la torre
da sensación de mayor amplitud que en su vista exterior. Comencé a
subir las escaleras de madera, sujetas a un eje central de hierro y
cubiertas de excrementos de aves, pero inmediatamente atrajo mi
atención el friso colocado sobre la barandilla, que se alarga a lo
largo del muro, una sucesión de planchas de madera, aunque bien
barnizadas ya muy envejecidas por los años, con textos escritos
sobre ellas.
En las lenguas que
yo puedo entender o barruntar están reproducidos fragmentos de
muchas historias: la de Caín y Abel, la del durmiente despertado, la
de Jasón y los argonautas, la del capitán Ahab, la de Ulises, la de
Rama y Jánuman, la del Ingenioso Hidalgo, la del asno de oro, la de
los caballero de la Tabla Redonda, la del doctor Jekyll y mister
Hyde, la de la dama del perrito, la de los amantes de Verona, la de
Ana Karenina, la de Julian Sorel, la de Tom Sawyer, la de Emma
Bovary, la del horror de Dunwich...
Innumerables partes
y fragmentos de narraciones y de poemas, cuidadosamente manuscritos,
revisten continuamente el muro, y mientras subía, deteniéndome a
cada paso para identificar una palabra, un nombre, iba apoderándose
de mí la confusa sensación de que aquel lugar por el que ascendía
no formaba parte de los espacios físicos sino de los soñados.
Alcancé por fin el
escalón que da salida a la estrecha plataforma cubierta por el
tejadillo cónico, y pensé que a causa de la lluvia no me era
posible distinguir sino muy borrosamente los alrededores de la torre,
pero muy pronto comprendí que aquello no era lluvia, sino bruma, y
mi sospecha de estar soñando se hizo muy temerosa cuando pude
advertir que la plataforma superio de la supuesta torre estaba al ras
del sulo, puesto que debajo de mí no había torre alguna sino que la
escalera de caracol provenía de un espacio subterráneo. También
pude advertir que en las inmediaciones había desaparecido el tocón
momificado, y que junto a las grandes rocas tampoco se encontraba la
escultura de Robert Frost, aunque tras la burma ciertas formas poco
definidas recordaban los edificios habituales del campus. Mas
enseguida el temor quedó sustituido por una especie de apática
serenidad y eché a andar camino abajo, en un propósito de búsqueda
que no podía racionalizar, siguiendo el rastro casi desvanecido de
lo que era mi ruta familiar.
Pisaba un suelo al
parecer firme, pero ahí concluía toda la solidez del lugar, pues
las formas de los edificios eran también evidentes fantasmas, solo
sombras evanescentes de sus figuras reales, y todo estaba silencioso
y solitario, en una quietud que parecía exigirme también la
inmovilidad y el reposo.
En las escaleras de
la biblioteca encontré el primer bulto humano: un hombre sentado,
los brazos demadejados a cada lado del cuerpo, cuya cabeza pelada y
enormes patillas me recordaron la fotografía de aquel Faustus
Pilgrim que el bibliotecario me había mostrado. Me acerqué a él y
comprobé que su inmovilidad era absoluta, aunque mantenía abiertos
unos ojos que no pestañeaban, y musitaba en voz muy baja una melopea
lenta e ininteligible con cierto ritmo y soniquete poético. Le
hablé, descubriendo que tenía que hacer un esfuerzo por formar las
palabras, pero no me oía.
Cuando estuve seguro
de que no podría sacarlo de su abstracción continué andando,
aunque me encontraba cada vez más cansado, como aplastado por un
peso invisible que quería obligarme a que me detuviese. Descubrí la
figura alta y flaca de Adams el Albino al otro lado de la plaza,
sentado en uno de los bancos de madera, muy cerca del espacio que
recordaba vagamante la calzada. Estaba también inmóvil, con las
manos en los bolsillos y la cara vuelta hacia el cielo, de sus labios
surgía una especie de salmodia interminable que no pude entender, y
tampoco mis intentos por sacarlo de su estupefacción, sin embargo
tan costosos para mí, tuvieron éxito.
A partir de aquel
punto, los fantasmas de los edificios daban paso al fantasma del
bosque de manera abrupta, como si la mayor parte del espacio urbano
se hubiese desvanecido. Había el atisbo de un camino cubierto de
desdibujadas hojas secas y lo fui recorriendo cada vez con mayor
esfuerzo, hasta encontrar al profesor Souto sentado en el suelo, con
la espalda apoyada en uno de aquellos troncos espectrales. Yo sabía
que tenía que intentar salir cuando antes de aquel espacio cada vez
más aniquilador de mi voluntad y de mi conciencia, y articulando muy
penosamente las palabras me propuse llamar su atención.
-¡Profesor Souto!
¡Profesor Souto! ¡Levántese, tenemos que salir de aquí!
No estaba tan
ensimismado como los otros dos, pues tras unos momentos de vidente
perplejidad, me miró.
-Sin tiempo -repuso,
también como si le costase mucho pronunciar cada palabra, pero con
tono de admiración-. El lugar sin tiempo.
Aunque mi tacto casi
no sentía su volumen conseguí que se alzase, y tras orientar
nuestra marcha caminé arrastrándolo, avanzando los dos como
borrachos tambaleantes. Pero el profesor Souto no pierde sus impulsos
pedagógicos en ninguna circunstancia, y continuaba hablando ronca y
dificultosamente.
-La palabra escrita
prosibilita dos caminos, el que conduce a los ámbitos del tiempo
fugitivo y el que lleva a los lugares del tiempo detenido. Este es el
corazón de la ficción.
Yo apenas podía
entenderlo, pues todo mi empeño estaba en conseguir llegar al lugar
de la torre y de la escalera antes de que nuestras fuerzas nos
abandonasen del todo y quedásemos postrados en la inmovilidad. Nos
fuimos desplazando poco a poco hasta pasar de nuevo junto al albino
Ira Adams y más tarde frente al patilludo Faustus Pilgrim.
Luego he podido
verificar que el oscuro discurso del profesor Souto reproducía el
arranque de uno de sus ensayos: La palabra escrita posibilita dos
caminos, el que conduce a los ámbitos del tiempo, al ir
materializando memoria y por lo tanto historia, y el
que lleva a los lugares sin tiempo, del tiempo
inmóvil o detenido. La lectura de un mito clásico, mientras nos
permite comprender la dimensión temporal que nos separa de él, nos
devuelve paradójicamente al momento de su escritura y
al de la lectura de cuantos nos han precedido,
consiguiento detener el tiempo, vencer milagrosamente ese fluir
irreversible... Pero entonces mi único objetivo era conseguir
llegar al punto de la torre.
Cuando al fin lo
logré, descendimos por la escalera de caracol que se hundía en el
suelo. Me enfrentaba también con indecible violencia a la
paralización de músculos y pensamiento que cada vez sentía más
avasalladora. Al final del trayecto encontramos cerrada la puerta de
hierro, pero como habrán imaginado ustedes, la llave conmemorativa
del museo de objetos raros me permitió abrir la cerradura y
recuperar la realidad del tiempo y del espacio de la universidad, que
aparecía cubierta de nieve.
Todo el mundo se
desasosegó ante lo aberrante del caso: que yo apareciese de repente
tras cuatro meses de haber ascendido por la escalera de Bartlett
Tower aquella mañana de octubre, y que el profesor Souto lo hiciese
a los siete años de su desaparición. Hasta Celina Vallejo había
curzado el océano para reencontrarse con él, y ambos reanudaron su
relación, aunque a mí el profesor me echó en cara, desde el primer
momento, que lo hubiese sacado de aquel lugar:
-Adams estableció
la ruta, Pilgrim consiguió descifrar la clave, yo llegué allí por
casualidad, como tú. Pero tú me has robado el mejor embeleso, la
mejor experiencia de mi vida -me dijo una vez más cuando nos
despedimos, y no me ha vuelto a dirigir la palabra.
El caso es que
nuestra reaparición había resultado tan inexplicable y
desconcertante que se nos dieron toda clase de facilidades oficiales
para que regresásemos a España, y aunque los medios de comunicación
se hicieron eco de la extraña noticia, nadie quiso reproducir mi
declaración sobre lo que de verdad había sucedido, y yo comprendía
que no me miraban como si pensasen que estaba mal de la cabeza, sino
que, simplemente, no querían aceptar la historia que yo les contaba.
Estoy seguro de que
a ustedes les está pasando lo mismo.
Aventuras e invenciones del profesor Souto, 2017.
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