El comedor de la venta de Aristondo, sitio en donde nos reuníamos
después de cenar, tenía en el pueblo los honores de casino. Era una
habitación grande, muy larga, separada de la cocina por un tabique,
cuya puerta casi nunca se cerraba, lo que permitía llamar a cada
paso para pedir café o una copa a la simpática Maintoni, la dueña
de la casa, o a sus hijas, dos muchachas a cual más bonitas; una de
ellas, seria, abstraída, con esa mirada dulce que da la
contemplación del campo; la otra, vivaracha y de mal genio.
Las paredes del
cuarto, blanqueadas de cal, tenían por todo adorno varios números
de La Lidia, puestos con mucha simetría y sujetos a la pared con
tachuelas, que dejaron de ser doradas para quedarse negras y
mugrientas.
La mano del patrón,
José Ona, se veía en aquello; su carácter, recto y al mismo tiempo
bonachón y dulce como su apellido (Ona en vascuence significa
bueno), se traslucía en el orden, en la simetría, en la bondad, si
se me permite la palabra, que habían inspirado la ornamentación del
cuarto. Del techo del comedor, cruzado por largas vigas negruzcas,
colgaban dos quinqués de petróleo, de esos de cocina, que aunque
daban algo más humo que luz, iluminaban bastante bien la mesa del
centro, como si dijéramos, la mesa redonda, y bastante mal otras
mesas pequeñas, diseminadas por el cuarto.
Todas las noches
tomábamos allí café; algunos preferían vino, y charlábamos un
rato el médico joven, el maestro, el empleado de la fundición,
Pachi el cartero, el cabo de la Guardia Civil y algunos otros de
menor categoría y representación social. Como parroquianos y además
gente distinguida, nos sentábamos en la mesa del centro.
Aquella noche era
víspera de feria y, por tanto, martes. Supongo que nadie ignorará
que las ferias en Arrigotia se celebran los primeros miércoles de
cada mes; porque, al fin y al cabo, Arrigotia es un pueblo
importante, con sus sesenta y tantos vecinos, sin contar los caseríos
inmediatos. Con motivo de la feria había más gente que de ordinario
en la venta.
Estaban jugando su
partida de tute el doctor y el maestro, cuando entró la patrona, la
obesa y sonriente Maintoni, y dijo:
-Oiga su merced,
señor médico, ¿cómo siguen las hijas de Aspillaga, el herrador?
-¿Cómo han de
estar? Mal -contestó el médico incomodado-, locas de remate. La
menor, que es una histérica tipo, tuvo anteanoche un ataque, la
vieron las otras dos hermanas reír y llorar sin motivo, y empezaron
a hacer lo mismo. Un caso de contagio nervioso. Nada más.
-Y, oiga su merced,
señor médico -siguió diciendo la patrona-, ¿es verdad que han
llamado a la curandera de Elisabide?
-Creo que sí; y esa
curandera, que es otra loca, les ha dicho que en la casa debe haber
un duende, y han sacado en consecuencia que el duende es un gato
negro de la vecindad, que se presenta allí de cuando en cuando. ¡Sea
usted médico con semejantes imbéciles!
-Pues si estuviera
usted en Galicia, vería usted lo que era bueno -saltó el empleado
de la fundición-. Nosotros tuvimos una criada en Monforte que cuando
se le quemaba un guiso o echaba mucha sal al puchero, decía que
había sido o trasgo; y mientras mi mujer le regañaba por su
descuido, ella decía que estaba oyendo al trasgo que se reía en un
rincón.
-Pero, en fin -dijo
el médico-, se conoce que los trasgos de allá no son tan fieros
como los de aquí.
-¡Oh! No lo crea
usted. Los hay de todas clases; así, al menos, nos decía a nosotros
la criada de Monforte. Unos son buenos, y llevan a casa el trigo y el
maíz que roban en los graneros, y cuidan de vuestras tierras y hasta
os cepillan las botas; y otros son perversos y desentierran cadáveres
de niños en los cementerios, y otros, por último, son unos guasones
completos y se beben las botellas de vino de la despensa o quitan las
tajadas al puchero y las sustituyen con piedras, o se entretienen en
dar la gran tabarra por las noches, sin dejarle a uno dormir,
haciéndole cosquillas o dándole pellizcos.
-¿Y eso es verdad?
-preguntó el cartero, cándidamente.
Todos nos echamos a
reír de la inocente salida del cartero.
-Algunos dicen que
sí -contestó el empleado de la fundición, siguiendo la broma.
-Y se citan personas
que han visto los trasgos -añadió uno.
-Sí -repuso el
médico en tono doctoral-. En eso sucede como en todo. Se le pregunta
a uno: «¿Usted lo vio?», y dicen: «Yo, no; pero el hijo de la tía
Fulana, que estaba de pastor en tal parte, sí que lo vio», y
resulta que todos aseguran una cosa que nadie ha visto.
-Quizá sea eso
mucho decir, señor -murmuró una humilde voz a nuestro lado.
Nos volvimos a ver
quién hablaba. Era un buhonero que había llegado por la tarde al
pueblo, y que estaba comiendo en una mesa próxima a la nuestra.
-Pues qué, ¿usted
ha visto algún duende de ésos? -dijo el cartero, con curiosidad.
-Sí, señor.
-¿Y cómo fue eso?
-preguntó el empleado, guiñando un ojo con malicia-. Cuente usted,
hombre, cuente usted, y siéntese aquí si ha concluido de comer. Se
le convida a café y copa, a cambio de la historia, por supuesto -y
el empleado volvió a guiñar el ojo.
-Pues verán ustedes
-dijo el buhonero, sentándose a nuestra mesa-. Había salido por la
tarde de un pueblo y me había oscurecido en el camino. La noche
estaba fría, tranquila, serena; ni una ráfaga de viento movía el
aire.
El paraje infundía
respeto; yo era la primera vez que viajaba por esa parte de la
montaña de Asturias, y, la verdad, tenía miedo. Estaba muy cansado
de tanto andar con el cuévano en la espalda, pero no me atrevía a
detenerme. Me daba el corazón que por los sitios que recorría no
estaba seguro.
De repente, sin
saber de dónde ni cómo, veo a mi lado un perro escuálido, todo de
un mismo color, oscuro, que se pone a seguirme. ¿De dónde podía
haber salido aquel animal tan feo?, me pregunté. Seguí adelante,
¡hala, hala!, y el perro detrás, primero gruñendo y luego
aullando, aunque por lo bajo.
La verdad, los
aullidos de los perros no me gustan. Me iba cargando el acompañante,
y, para librarme de él, pensé sacudirle un garrotazo; pero cuando
me volví con el palo en la mano para dárselo, una ráfaga de viento
me llenó los ojos de tierra y me cegó por completo.
Al mismo tiempo, el
perro empezó a reírse detrás de mí, y desde entonces ya no pude
hacer cosa a derechas; tropecé, me caí, rodé por una cuesta, y el
perro, ríe que ríe, a mi lado. Yo empecé a rezar, y me encomendé
a San Rafael, abogado de toda necesidad, y San Rafael me sacó de
aquellos parajes y me llevó a un pueblo.
Al llegar aquí, el
perro ya no me siguió, y se quedó aullando con furia delante de una
casa blanca con un jardín. Recorrí el pueblo, un pueblo de sierra
con los tejados muy bajos y las tejas negruzcas, que no tenía más
que una calle. Todas las casas estaban cerradas. Solo a un lado de la
calle había un cobertizo con luz. Era como un portalón grande, con
vigas en el techo, con las paredes blanqueadas de cal. En el
interior, un hombre desarrapado, con una boina, hablaba con una mujer
vieja, calentándose en una hoguera. Entré allí, y les conté lo
que me había sucedido.
-¿Y el perro se ha
quedado aullando? -preguntó con interés el hombre.
-Sí; aullando junto
a esa casa blanca que hay a la entrada de la calle.
-Era o trasgo
-murmuró la vieja-, y ha venido a anunciarle la muerte.
-¿A quién?
-pregunté yo, asustado.
-Al amo de esa casa
blanca. Hace una media hora que está el médico ahí. Pronto
volverá.
Seguimos hablando, y
al poco rato vimos venir al médico a caballo, y por delante un
criado con un farol.
-¿Y el enfermo,
señor médico? -preguntó la vieja, saliendo al umbral del
cobertizo.
-Ha muerto -contestó
una voz secamente.
-¡Eh! -dijo la
vieja-; era o trasgo.
Entonces cogió un
palo, y marcó en el suelo, a su alrededor, una figura como la de los
ochavos morunos, una estrella de cinco puntas. Su hijo la imitó, y
yo hice lo mismo.
-Es para librarse de
los trasgos -añadió la vieja.
Y, efectivamente,
aquella noche no nos molestaron, y dormimos perfectamente...
Concluyó el
buhonero de hablar, y nos levantamos todos para ir a casa.
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