Y al séptimo día, Dios descansó.
Y recuperó la
plenitud de su energía.
Y al octavo día,
la creó.
(Génesis, 2.1)
Viniste por el río,
en la noche de tu boda. Todo el pueblo estaba de boca abierta en el
muelle, cuando llegaste desde la oscuridad, erguida sobre la espuma.
Las salpicaduras del agua te habían pegado al cuerpo la túnica
blanca, y una diadema de cocuyos vivos te encendía la cara.
Lucho Cabalgante te
había cambiado por seis vacas, que eran todo lo que tenía, para que
tu hermosura le sanara el cuerpo agraviado por la soledad y humillado
por los años.
La noche fue fiesta.
Y al amanecer, bajo una lluvia de arroz, la balsa dio cuatro vueltas
en el río y ustedes se alejaron, perseguidos por los adioses de las
guitarras y las maracas.
A la noche
siguiente, la balsa volvió. Venías parada. Lucho Cabalgante,
tendido cuan largo era.
Lucho había muerto
sin tocarte, mientras la túnica blanca se deslizaba lentamente a lo
largo de tu cuerpo y caía, hecha un ovillo, a tus pies. Mirándote,
le había estallado el pecho.
Lo velaran tapado,
porque estaba todo violeta y con la lengua salida. Y durante la vela,
los dos hermanos de Lucho se acuchillaron entre sí, disputándote en
herencia, hembra sola, invicta y viuda. Hubo que abrir tres tumbas.
Te quedaste en el
pueblo.
El padre de los
difuntos no te perdía pisada. Desde la orilla, el viejo Cabalgante
te perseguía con sus prismáticos, mientras hacías cantar los
remolinos: al amanecer, girabas en el agua tu remo de pala ancha y
una música ronquita brotaba de la espuma. Tu cantío de las pompas
del agua era más poderoso que la campana de la iglesia. La canoa
danzaba, los peces acudían y todos los hombres despertaban.
En el mercado,
cambiabas sábalos y róbalos por mangos y piñas y aceite de palma.
El viejo te andaba atrás, malandando su reuma, espiándote los
pasos. Y cuando te tendías en la hamaca, te espiaba los sueños.
El viejo no comía
ni dormía. Desangrado por los celos, torbellino de mosquitos que lo
mordían día y noche, fue perdiendo su carne y su aliento. Y cuando
no quedó de él nada más que un puñado de huesos mudos, lo
enterraron junto a sus hijos.
No usabas vestidos
de la Casa París, ni pulseras, ni aretes, ni anillos, ni un broche
siquiera para tu largo pelo negro, siempre brilloso de baños de cepa
de plátano. Pero cada vez que pasabas cerca, Escolástico, que era
paralítico, pegaba un brinco. Allá ibas navegando por las calles
del pueblo, invulnerable al polvo y al barro, y Escolástico sentía
que el destino lo llamaba a gritos y a gritos le mandaba entrar en tu
cuerpo y allí quedarse por todos los días de los años que tuviera
su vida.
—¿Qué hago yo
aquí, fuera de ella?—se atormentaba Escolástico, hasta que una
mañana, cuando te vio pasar, abandonó de un salto su silla de
ruedas y corriendo pereció, atropellado por una bicicleta.
Cuando había marea
alta, el río le llegaba al pecho: Fortunato era capaz de hundir
cualquier barco con un brazo, y con dos lo reflotaba. Insaciable
devorador de peces crudos y mujeres frescas, aquél sansón
alardeaba:
—Mi espada de
mango peludo sólo hace hijos machos.
Un rayo lo aniquiló,
cuando iba a pegarte el zarpazo. El rayo, que cayó del cielo sin
nubes, sorprendió a Fortunato con su espada tiesa y sus brazos
estirados, a la orilla de la hamaca donde dormías; pero seguiste
durmiendo serenamente, sin enterarte de nada, y de Fortunato no nos
quedó más que un tronquito de carbón erizado en tres puntas.
Llamados por tu fama
de muy mujer, que se había regado por toda la costa del Pacífico,
llegaron al pueblo un periodista y un fotógrafo del puerto de
Buenaventura.
Era noche
bailandera. Estabas girando en el aire, al centro de un ruedo de
aplausos, quietos los hombros, meneando las caderas, zumba que te
zumban aquellos pies tuyos o alas de colibrí, y en oleajes se alzaba
la espuma de los encajes sobre tus muslos oscuros y radiantes. El
periodista alcanzó a musitar:
—Qué suerte
tuve,
haber estado en
el mundo,
haberla visto,
y ésas fueron sus
últimas palabras.
El fotógrafo se
volvió loco. Queriendo atrapar tu imagen de mujer alada, tierra y
cielo, suelo y vuelo, quedó por siempre tartamudo y tembleque.
Fotografiaba estatuas y le salían movidas.
El padre Jovlno
sintió una ráfaga de olor a mar y te descubrió en las cercanías.
Echó un manotón de tierra hacia adelante, pronunció sus conjuros
haciendo la señal de la cruz y echó otro puñado de tierra hacia
atrás. Cuando advirtió que venías hacia la iglesia, cerró la
puerta con doble llave y tranca de fierro y madera.
—Padre—dijiste.
Él retrocedió,
despavorido. En el altar, se abrazó a la cruz.
—Padre—repetiste,
pegada a la puerta.
—¡Señor mío, no
me abandones!—imploraba el sacerdote, transpirando a chorros,
incendiado por los fuegos de su perdición.
Venías a
confesarte. Te fuiste. Ibas llorando gotas de hierbabuena.
Al día siguiente,
el padre Jovino se untó de barro bendito y se tiró al río, en la
vuelta honda, atado al Cristo. Al rato, los sacaron a los dos. El
cura estaba ahogado y Jesusito, que antes sudaba y sangraba y hacía
guiñadas, se dejó de parpadear y ya no echaba agua ni sangre, ni
hacía milagros.
Siempre las mujeres
te habían mirado con el ceño fruncido. Desde que habías llegado al
pueblo, la lluvia no llovía y los hombres trabajaban poco y morían
mucho. Alguien había visto espuelas en tus sandalias y alguien te
había visto envuelta en nube de azufre. Era público y notorio que
el río hervía y humeaba donde tu navegabas, y los peces te
perseguían agitando frenéticamente las aletas; y se sabía que una
culebra te visitaba cada noche, deslizándose hacia tu hamaca desde
la palma del techo, y te hacía el favor.
Todo el pueblo te
condenaba, bruja desdeñosa, más fiestera que rezandera, por tus
artes de encantamiento y hechicería o por la culpa de tu belleza
imperdonable. Una noche te fuiste. En tu canoa, de pie sobre las
aguas, te desvaneciste en la niebla.
Nadie te vio. Sólo
yo te vi. Yo era muy niño, y ni te diste cuenta. Te veo todavía.
Palabras andantes, 1993.
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