miércoles, 28 de octubre de 2020

Paulina Traslosheros. Ángeles Mastretta.

Paulina Traslosheros tenía veinte años cuando conoció a Isaac Webelman, un músico que se detuvo en Puebla a esperar noticias de sus parientes judíos en Nueva York.
Venía de Polonia y Sudamérica y era un hombre distinto al común de los hombres entre los que creció Paulina. Un hombre con sonrisa de mujer y ojos de anciano, con voz de adolescente y manos de pirata. Capaz de convocar al entusiasmo como lo hacen los niños y de ahuyentar la dicha como separa el agua la quilla de un barco. Era inasible y atractivo como su música preferida, a la que él atribuía un sinnúmero de virtudes, más la principal: llamarse y ser Inconclusa.
—En realidad —le dijo a Paulina, al poco tiempo de conocerla—, los finales son indignos del arte. Las obras de arte son siempre inconclusas. Quienes las hacen, no están seguros nunca de que las han terminado. Sucede lo mismo con las mejores cosas de la vida. En eso, aunque fuera alemán, tenía razón Goethe: «Todo principio es hermoso pero hay que detenerse en el umbral».
—¿Y cómo se sabe dónde termina el umbral? —le preguntó Paulina pensando que, si era cosa de ponerse pesados, ella no tenía por qué ir atrás. Luego, mientras caminaba hacia el piano, empezó a silbar la tonada principal de la Séptima Sinfonía de Schubert.
Webelman tenía fama de ser un gran músico, y en cuanto llegó a Puebla se hizo de una cantidad de alumnos sólo comparable al tamaño que tenía en cada poblano la veneración por lo extranjero. Cada vez que llegaba un maestro de fuera, obtenía decenas de alumnos durante los primeros tres días de estancia. Conservarlos era lo difícil.
El músico Webelman se presentó como maestro de piano, violín, flauta, percusiones y chelo. Tuvo alumnos para todo, hasta uno de nombre Victoriano Álvarez que intentó aprender percusiones antes de convertirse en político como un modo más eficaz de hacer ruido.
Paulina Traslosheros tocaba el piano con mucho más conocimiento y elegancia que cualquiera de las otras alumnas, no en balde su padre la había encerrado todas las tardes de su infancia en la sala de arriba. Primero, era una obligación estarse ahí dos horas practicando escalas hasta morirse de tedio, pero después le tomó cariño a ese lugar. Se acostumbró a los muebles brillantes y tiesos que se acomodaban en aquella sala, esperando visitas que nunca llegarían. Se acostumbró al mantón de Manila sobre la cola del piano, a los abanicos enmarcados, al San Juan Bautista que la miraba desde la puerta y a los cuadros de paisajes remotos que presidían las paredes. Le gustó pasar el tiempo ahí, lejos del trajín de toda la casa, sumida en aquel ambiente que olía al siglo antepasado y en el que se permitía las más modernas elucubraciones y fantasías.
Hasta ahí llegaba Isaak Webelman con su Inconclusa todas las tardes, de seis a ocho. Le gustaba hacer discursos y a la tía le gustaba escucharlos. A veces se reía en mitad de una tesis sobre las causas por las que Mozart había puesto un Mi bemol mayor, en lugar de un Re menor, para regir la Sinfonía Concertante.
—Eres un fantasioso —dijo Paulina agradecida.
Tanto tiempo había vivido rodeada de verdades contundentes o irrefutables, que las odiaba.
—Mejor dicho, tú eres una incrédula —contestó Isaak Webelman—. Vuelve a darme ese Re que sonó a brinco.
La tía Paulina obedeció.
—No, así no. Así estás demostrándome cuán virtuosa puedes ser, cuán hábil, pero no cuán artista. Una cosa es hacer sonar un instrumento y otra muy distinta hacer música. La música tiene que tener magia y la magia depende de algunos trucos, pero más que nada de los buenos impulsos. Mira —dijo, pasando un brazo por la cintura de la tía—: Tú quieres dar este Re con más énfasis, no sabes cómo. En apariencia no tienes más que un dedo y una tecla para hacerlo, pero con el dedo y la tecla no haces más que un ruido, lo demás tienes que sacarlo de tu cabeza, de tu corazón, de tus entrañas. Porque ahí es donde está, con toda exactitud, el sonido que deseas. Cuando lo sabes, no tienes más que sacarlo. ¡Sácalo!
La tía Paulina obedeció hipnotizada. El piano de la abuelita sonó como nunca antes con el mismo Para Elisa de toda la vida.
—Aprendes —dijo Webelman sentado junto a ella. Luego se la quedó mirando como si ella misma fuera Elisa.
Por la espalda de Paulina Traslosheros corrió un escalofrío. Ese hombre era un horror, un exceso, un desafuero. Para exorcizarlo, ella cometería una hilera de pecados de los que nunca pudo arrepentirse. Ni siquiera cuando él decidió volver a Nueva York, porque ahí estaba el éxito y el éxito no podía cedérsele a la furia que sería la vida de un gran músico atorado en una sala poblana por culpa de algo tan etéreo como el amor.
—Tú supiste desde siempre cuál es mi sinfonía predilecta —dijo Webelman, al recorrer por última vez la espalda de Paulina Traslosheros con el conjuro de su mano audaz y hereje.
—Hasta siempre lo voy a saber —contestó ella, mientras se abrochaba el corpiño empezando a vestirse.
El músico se fue y tuvo el éxito que buscaba. Tanto éxito, que era imposible ir por la vida sin escuchar su nombre en boca de cualquier extraño. Paulina Traslosheros se casó, tuvo hijos y nietos. Cruzó más de un umbral durante la vida, pero nunca pudo evitar el frío bajando por su espalda cada vez que alguien mencionaba aquel nombre.
—¿Qué te pasa, abuela? —le preguntó una de sus nietas cuando la vio estremecerse con los primeros acordes de la Séptima de Schubert saliendo del tocadiscos. Cuarenta años después de la tarde en que había conocido a Isaak Webelman.
—Lo de siempre mi vida, pero ahora debe ser culpa de un virus, porque ahora todo es viral.
Después cerró los ojos y tarareó, febril y adolescente, la música Inconclusa de toda su vida.

 
Mujeres de ojos grandes, 1990.

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