En Birkenau, una moribunda me
hizo un gesto: abriendo la mano, que contenía cuatro mendrugos de
pan mohoso, me dijo con voz apenas audible: "Coge. Eres joven,
debes vivir para dar testimonio de lo que ocurre aquí. Debes
contarlo para que no vuelva a ocurrir nunca más en el mundo".
Cogí los cuatro mendrugos de pan y me los comí delante de ella. En
su mirada leí a la vez la bondad y el abandono. Yo era muy joven, me
sentí abrumada por el gesto y por la carga que suponía.
Este
acontecimiento ha pasado mucho tiempo olvidado.
En
1978, Darquier de Pellepox dijo: "En Auschwitz sólo se gasearon
piojos". La perversión de tales palabras me sublevó e hizo que
se alzara en mí el recuerdo del gesto de aquella mujer. Volví a ver
su rostro. Ya no podía callarme.
Tomar
la palabra es un desafío para mí, pero no puedo rehuirlo; obedezco,
no a un "deber de memoria", sino a una fidelidad a la
memoria de aquellas y aquellos que desaparecieron ante mis ojos.
Me
deportaron a los dieciséis años. Soy una de los pocos judíos
húngaros que volvieron.
Me
salvé.
Estoy
viva.
Dije
sí a mi vida.
Para
mí es evidente que había que transformar esa memoria de muerte en
llamamiento a la vida. Comprendí que la paz sólo puede construirse
si cada uno de nosotros encuentra o reencuentra el gusto por su
propia existencia.
Paso
lentamente las páginas de lo vivido. Hay páginas en blanco, páginas
amarillentas, borradas, y páginas silenciosas a la espera de
revelación.
El
mañana está en mis manos.
Era
invierno en mi memoria.
Gracias
a un largo trabajo interior, llegó lentamente el deshielo.
Los
colores luminosos del otoño alumbran hoy mis días.
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