Desde que me establecí en este pisito de la calle de Fuencarral he
tenido algunos casos extraordinarios que me compensan sobradamente de
la pérdida del sol y del aire; elementos, ay, de que gozaba en los
tiempos, aún no lejanos, en que desempeñaba mi sagrado oficio en
Alcobendas. Y cuando digo que tales casos me han compensado no me
refiero sólo, desde luego, al aspecto pecuniario del asunto (tan
importante sin embargo), sino también a la rareza y dificultad de
algunos de esos casos; rareza y dificultad que han puesto a prueba -y
con mucho orgullo puedo decir que siempre he salido triunfante- la
extensión y la profundidad de mis conocimientos ocultos y de mis
dotes mágicas.
Pero ninguno de
ellos tan curioso como el que se me ha presentado hoy a media tarde.
Voy a escribirlo en este diario mío, y lo que siento es no disponer
para ello de una tinta dorada que hiciera resaltar debidamente la
belleza de lo ocurrido, que más parece propio de una buena novela
que de la triste y oscura realidad.
Era un muchacho
pálido. Cuando se ha sentado frente a mí en el gabinete que yo
llamo de tortura, sus manos temblaban violentamente dentro de sus
bolsillos. Ha mirado la cuerda de horca -la cual pende del techo- con
un gesto de mudo terror y he comprendido que lo que yo llamo la
«preparación psicológica» estaba ya hecha y que podíamos
empezar. Después, él ha mirado la bola de cristal; que no es, ni
mucho menos, un objeto mágico -no pertenezco a la ignorante y
descalificada secta de de los cristalománticos-, sino una concesión
decorativa al mal gusto, a la tradición y al torpe aburguesamiento
que sufre nuestra profesión, otrora alta y difícil como un
sacerdocio, viciada hoy por el intrusismo oportunista de tantos
falsos magos, de tantos burdos mixtificadores. ¡Ellos han convertido
lo que antaño era un templo iluminado y científico en un vulgar
comercio próspero e infame!
He dejado (en el
relato, no en la realidad) al joven mirando la bola de cristal.
Prosigo.
El joven miraba
fijamente la bola de cristal y yo le he llamado la atención sobre mi
presencia, santiguándome y diciendo en voz muy alta y solemne, como
es mi costumbre: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo». «Cuéntame tu caso, hijo mío», he añadido en cuanto he
visto sus ojos fijos en los míos cerrados como es mi costumbre, pues
es sabido que yo veo perfectamente a través de mis párpados; lo
cual, sin tener importancia en realidad, impresiona mucho a mi
clientela cuando describo los mínimos movimientos de mis visitantes.
El relato del joven
ha sido, poco más o menos, el siguiente: «Estoy amenazado de muerte
por la joven María del Carmen Valiente Templado, de dieciocho años,
natural de Vicálvaro (Madrid), dependienta de cafetería, la cual
dice haber dado a luz un hijo concebido por obra y gracia de
contactos carnales con un servidor; el cual que soy de la opinión de
que la Maricarmen es una zorra que anda hoy con uno y mañana con
otro y que lo que ahora quiere ni más ni menos es cargarme a mí el
muerto -o séase, el chaval.
»Mi nombre es
Higinio Rosales Cruz, de veintinueve años, natural de Getafe, de
profesión oficial de churrería, con domicilio en esta capital, en
el Gran San Blas, donde tiene usted, señora bruja, su propia casa si
de ella hubiera menester.
»Mi caso es que
pretendo desgraciar a la Maricarmen de modo que me deje en paz la
condenada, para lo cual después de leer algunas obras
norteamericanas -que en esto, como en otras técnicas los yanquis van
a la cabeza- me he fabricado esta estatuilla de cera que representa a
la andoba en pelota viva tal y como yo la he tenido en la cama sin
que a ella, que es una sinvergüenza, le diera ni una pizca de
garlochi; y vengo con la pretensión de que usted le endiñe, que
usted sabrá el cómo y de qué manera, algún alfilerazo mortal, de
modo que la tía golfa abandone esta jodida persecución y me deje en
la misma paz que para usted deseo; y hablando así no hago, con
perdón de la mesa, más que seguir fielmente la doctrina pontificia
de que nos dejemos en paz los unos a los otros».
A lo cual yo he
respondido levantándome y yéndome derecha al acerico; entre las
cabezas multicolores he elegido una roja y la he clavado con el
debido ritual, en el sexo de la estatuilla, no por hacerle daño,
sino tan sólo para impedir a la perdida que continuara su
desordenada vida sexual; y acto seguido he penetrado en mi
sanctasanctórum y he cogido con las pinzas de plata una de mis
arañas locas, la cual la he introducido en una bolsita de cuero,
cuya boca he atado con un cordel. Otra vez en la cámara o gabinete
(siempre con los ojos cerrados, como es mi antiquísima costumbre),
he puesto al cuello del joven el amuleto diciéndole: «Has de llevar
esta bolsita, que contiene una sagrada piedra, sobre tu pecho,
durante tres días y tres noches; ni una más ni una menos; pues ésta
es la garantía de que esa tal desista de su persecución». Y (una
vez abonado en caja el importe de la consulta) he acompañado al
joven a la puerta y le he deseado, al despedirle, todo género de
bienandanzas.
A esta hora en que
escribo el joven quizás esté durmiendo. Es seguro que no se ha dado
cuenta de que no es una piedra, sino un peludo insecto lo que lleva
en la bolsita sobre su pecho. (Estas arañas locas mueven sus patas
suavemente hasta el momento del ataque.) Ahora, por la noche, la
araña conseguirá (por virtud de su ataque lunático) salir de su
encierro; se paseará a su antojo, silbando como acostumbran, por el
desnudo cuerpo del muchacho, y morderá por fin en algún lugar
propicio -probablemente el pubis- con su repugnante mandíbula que
es, por otra parte, una mortal fuente de veneno. El joven morirá
seguramente al amanecer entre atroces dolores lo más seguro
abdominales.
Yo me he quedado
aquí, desvelada. He cogido en mis manos la muñequita de cera. Su
rostro se parece, inexplicablemente, al de mi hija pequeña, la cual
murió hace un año por su propia voluntad, pues se cortó las venas
en el cuarto de baño de una modesta pensión de Tetuán de las
Victorias. Era camarera en un bar de la Ciudad Jardín.
En la autopsia se
descubrió que estaba embarazada. Ahora beso la frente de la
muñequita y lloro.
Las noches lúgubres. 1964.
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