Sin mujer a mi costado y con
la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño
obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia.
Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a
la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella
misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la
tomara. Le expliqué, con sorpresa y agotada excusa, que ya lo había
hecho.
—Lo
sé —respondió—, pero quiero estar cierta.
Yo
no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no
caer en una tentación irregular y quizá ya innecesaria.
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