Ocurrió el primer día de aquel curso, que fue el último del
«Colegio de la Reina Madre», porque al año siguiente pusieron el
Instituto.
Don Bartolomé,
después de repartirnos los libros flamantes que llegaron de Ciudad
Real en un cajón grande, nos ordenó que nos estudiásemos la
primera lección de todos los textos.
En el «estudio»
había un gran silencio. Nos distraíamos en manosear los nuevos
manuales, en ver las figuras, en forrarlos, en poner nuestro nombre.
Don Bartolomé, luego de repasar las facturas de la librería con su
hija, mandó sacar el cajón a los mayores y se puso a leer el ABC a
la luz otoñal que regalaba la ventana.
De pronto se abrió
la puerta del salón y Gabriela, la criada, gritó sin entrar:
—Ahí está una
mujer que viene a poner a su hijo al colegio. ¿Entra?
Don Bartolomé dijo
que sí con la cabeza, y con el ABC suspendido quedó mirando hacia
la puerta.
Apareció una mujer
atemorizada, muy rubia, algo entrada en carnes. Llevaba un niño de
la mano, como de doce o trece años.
—Pase, señora
—dijo don Bartolomé poniéndose en pie.
Cruzó todo el
salón, muy seria, con la cabeza rígida, mirando hacia el frente. Al
saludar a don Bartolomé, hizo así como una inclinación.
La hizo sentar junto
a sí. El niño quedó en pie mirando hacia todos nosotros con sus
ojos casi traslúcidos.
Ella empezó a
hablar en voz muy bajita, casi al oído de don Bartolomé. (Uno de
los mayores se ponía las manos en la boca para que no se le oyese
reír).
De todas formas,
como el silencio era muy grande, ella cada vez hablaba en voz más
queda.
—Diga, diga,
señora.
Don Bartolomé se
hacía pantalla en la oreja para oír mejor.
Luego se cortó la
conversación. El profesor quedó pensativo, con la mejilla
descansando en la mano. Ella lo miraba inmóvil, con las manos
tímidamente enlazadas, diríase que suplicantes.
Don Bartolomé se
rascó una oreja y, casi de reojo, echó una ojeada por todo el
salón, especialmente dirigida a los mayores, que seguían riendo y
cuchicheando entre sí.
Don Bartolomé,
luego, levantó la cabeza hacia el techo, así como rezando, y, a
poco, volvió a la conversación en voz muy baja.
Al cabo de un ratito
más, ella sonrió, con los ojos casi llorosos. Abrió el monedero,
sacó unos cuantos duros de plata y los dejó sobre la mesa. Don
Bartolomé le extendió un recibo y se guardó los duros en el
bolsillo del chaleco.
Se pusieron en pie.
Don Bartolomé acarició la cabeza dorada del niño y le dijo que se
sentase en un pupitre vacío que había junto a su mesa. La señora
dio un beso al hijo, que se sentó en el pupitre cruzando los brazos
sobre la tabla.
Don Bartolomé
acompañó a la mujer, que iba sonriente, hasta la puerta del
estudio. Se atrevió a mirar a los mayores y todo. Uno le sacó la
lengua.
Como a la madre le
llamaban la Liliana, al hijo le dijimos Lilianín… Su cabeza era
como la de un angelote de madera antigua, policromada, un poco
desvaídos los colores. Miraba con sus ojos azules muy fijamente, sin
pestañear, al tiempo que sonreía casi mecánico, como si cuanto
oyese fuese benigno y paternal. A lo que se le preguntaba contestaba
en seguida, sin titubeos ni disimulos. Hasta cuando estudiaba álgebra
sonreía angélico. Y decía las lecciones más obtusas con aquel
aire sensitivo.
Durante los primeros
días nadie le dijo cosa mayor de su madre. Pero tenía que llegar,
porque en seguida, hasta los mocosos, nos enteramos de que
«alternaba» en casa del Ciego. Y allí vivía con ella, y en su
mismo cuarto, Lilianín.
Él, si sabía sus
males, los disimulaba o le parecían naturales, porque no tenía
reparo en acercarse a todos, en entrar en conversación, en jugar a
todas las cosas. Pero nosotros lo mirábamos como si fuera un ser de
otra raza.
Nadie lo culpaba de
estar entre nosotros, hijos de madre y padre. Las culpas eran para
don Bartolomé, «que, por su avaricia, un día iba a admitir en el
colegio al Tonto de la Borrucha», como dijo uno.
El Coleóptero, con
su sonrisa de bruja joven, gustaba de hacerle preguntas con retranca,
que Lilianín respondía abiertamente. Él fue el primero en
informarnos de que Lilianín «lo contaba todo». («Vivía la vida
lupanaria en toda su intensidad… Está al cabo de la calle del
comercio de la carne… con esa sonrisa inocente. Sabe el oficio de
su madre y le parece corriente. Este niño es completamente
irreflexivo. Me ha dicho hoy…»).
Tanto bando puso el
Coleóptero, que a todos nos entraron grandes ganas de preguntarle…
Y un día, a la hora del recreo de la mañana, se formó un gran
corro en el rincón del patio. Y no sé por qué, todos los del corro
estábamos en cuclillas o sentados en el suelo menos Lilianín, que,
en el centro, estaba en pie. Nos miraba sonriendo, como siempre, con
sus ojos espejeantes y limpísimos de toda reserva.
Cada cual le hacía
una pregunta en voz media, que él, en contraste, respondía a toda
voz, como si dijera la lección, con orgullo:
—¿Y pasan muchos
hombres al cuarto de tu mamá?
—Sí, muchos.
Sobre todo por la noche.
—¿Y qué hacen?
—No sé. Se
desnudan.
—¿… y luego?
—No sé. Yo me
duermo.
—¿Y tu mamá qué
les dice?
—Les habla de mí
y de mi papá, que fue un novio que tuvo y nos dejó, y por eso ella
vive sola conmigo.
—¿Y le pagan?
—Sí. Le dan mucho
dinero.
Cada vez las
preguntas eran más recias. Pero él sonreía igual.
Por fin, uno moreno,
de muy mal genio, que luego lo mataron en la guerra, dijo mirándole
a los ojos con cara de perro:
—Tu mamá, lo que
es, es una puta.
Lilianín, riendo un
poquito menos, movió la cabeza como diciendo que no, y luego, en voz
más baja:
—Mi mamá es mi
mamá y nada más.
Se hizo un silencio
muy grande, de reproche al chico moreno, y por cima de todas las
cabezas, la sonrisa de Lilianín.
Se oyó la voz de
don Bartolomé desde la otra punta:
—¡Niños, a
clase!
Fuimos callados,
cada cual por su lado. Lilianín delante de todos. Don Bartolomé,
que olfateó algo, le echó la mano sobre el hombro.
—¿Estás
contento?
—Sí, señor.
—¿Se portan bien
los compañeros contigo?
—Conmigo, sí,
señor… Con mi mamá, no.
Don Bartolomé se
volvió a todos, como si fuese a hablarnos. Con los ojos muy tristes
nos miró con calma. Creí que iba a llorar. Estuvo a punto de
despegar los labios, pero luego hizo un gesto como de arrepentirse.
Volvió a poner la
mano en el hombro de Lilianín, y entramos en el salón de estudio.
Cada cual ocupó su
puesto. Don Bartolomé tomó su viejo libro de geografía y empezó a
leer junto a la estufa. Lilianín, en el pupitre más próximo a él,
se aprendía las lecciones de memoria, mirando al techo y moviendo
mucho los labios.
Nunca hubo mayor
silencio en el estudio de don Bartolomé.
Cuentos republicanos, 1961.
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