martes, 5 de enero de 2021

Fútbol. David Lagmanovich.

En un descampado de los tantos del pueblo (abundaban más que las casas), a mitad de camino entre la estación donde pocos trenes se detenían y la vivienda miserable, los chicos jugaban un partido de fútbol. Todo era improvisado: el arco, la pelota, los desparejos cuadros de jugadores. La edad promedio podría estar entre los siete y los ocho años. Mi hermano, muy superior en su estatura de 10 años, tres más que yo, capitaneaba a los “Defensores de River Plate”, empeñados en vencer a los admiradores de otro equipo que no queríamos nombrar. Había cinco o seis jugadores por bando; en el mío me tocaba ser uno de los delanteros. Un contrincante me asestó una feroz patada en la pantorrilla, que me dolió especialmente porque el chico —uno de la familia Alfonso, según recuerdo— calzaba Zapatos, a diferencia de las modestas alpargatas de todos los demás. Me tiré a llorar a un costado de la canchita. Mi hermano ya entonces era pragmático: “No llores, durante el resto del partido serás el público”, me consoló.

Historias del mandamás, 2009.

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