Cuando llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El
regatón de la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas
diminutas. Los árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo
gris azulado, transparente. El auto de línea paraba justamente
frente al cuartel de la Guardia Civil. Las puertas y ventanas estaban
cerradas. Hacía frío. Solamente una bombilla, sobre la inscripción
de la puerta, emanaba un leve resplandor. Un grupo de mujeres, el
cartero y un guardia, esperaban la llegada del correo. Al descender
notó crujir la escarcha bajo sus zapatos. El frío mordiente se le
pegó a la cara. Mientras bajaban su maleta de la baca, se le acercó
un hombre.
—¿Es usted don
Lorenzo, el nuevo médico? —le dijo.
Asintió.
—Yo, Atilano
Ruigómez, alguacil, para servirle. Le cogió la maleta y echaron a
andar hacia las primeras casas de la aldea. El azul de la noche
naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados
tejadillos. Detrás de la aldea se alargaba la llanura, levemente
ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la
derecha, la sombra oscura de unos pinares. Atilano Ruigómez iba con
paso rápido, junto a él.
—He de decirle una
cosa, don Lorenzo.
—Usted dirá.
—Ya le hablarían
a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Y sabe que
en este pueblo, por no haber, ni posada hay.
—Pero, a mí me
dijeron…
—¡Sí, le dirían!
Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose
del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por aquí que
no se pueden comprometer a dar de comer… Nosotros nos arreglamos
con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas… Las mujeres
van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan ratos malos
para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse
preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya ni
cocinar deben saber… Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha
puesto así. —Bien, pero en alguna parte he de vivir…
—¡En la calle no
se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio,
se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará…
Lorenzo se paró
consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se
volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las
primeras piedras de la aldea, con sus ojos redondos de gorrión, el
pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!
—No se me altere…
Usted no se queda en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo
una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, don Lorenzo: es una
pobre loca.
—¿Loca…?
—Sí, pero
inofensiva. No se apure. Lo único, que es mejor advertirle, para que
no le choquen a usted las cosas que le diga… Por lo demás, es
limpia, pacífica y muy arreglada.
—Pero loca… ¿qué
clase de loca?
—Nada de
importancia, don Lorenzo. Es que… ¿sabe? Se le ponen «humos»
dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le
digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días,
hasta que se le encuentre mejor acomodo… ¡No se iba usted a quedar
en la calle, con una noche así, como se prepara!
La casa estaba al
final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un
balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la
cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta, con un candil de
petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años.
Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un
pañuelo anudado a la nuca.
—Bienvenido a esta
casa —le dijo.
Su sonrisa era
dulce. La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños
encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio,
cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente
enjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres
de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.
—Usted dormirá en
el cuarto de mi hijo —explicó, con su voz un tanto apagada—.
Mi hijo ahora está
en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito! Él sonrió.
Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer
menuda, de movimientos rápidos, ágiles. El cuarto era pequeño, con
una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos.
El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía
a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas
de papel prendidas en un ángulo. La mujer cruzó las manos sobre el
pecho:
—Aquí duerme mi
Manolo —dijo—. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este
cuarto!
—¿Cuantos años
tiene su hijo? — preguntó, por decir algo, mientras se despojaba
del abrigo.
—Trece cumplirá
para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos…!
Lorenzo sonrió. La
mujer se ruborizó:
—Perdone, ya me
figuro: son las tonterías que digo… ¡Es que no tengo más que a
mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando
el niño tenía dos meses. Desde entonces…
Se encogió de
hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de
una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el
pasillo: —Perdone, ¿le sirvo ya la cena?
—Sí, enseguida
voy.
Cuando entró de
nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó
con apetito. Estaba buena.
—Tengo vino…
—dijo ella, con timidez—. Si usted quiere… Lo guardo, siempre,
para cuando viene a verme mi Manuel.
—¿Qué hace su
Manuel? —preguntó él. Empezaba a sentirse lleno de una paz
extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para
otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por
altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la
tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer —¿loca?
¿qué clase de locura sería la suya?— también tenía algo de la
tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de
paz.
—Está de aprendiz
de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avispado! Verá qué par
de zapatos me hizo para la Navidad pasada. Ni a estrenarlos me
atrevo.Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino
despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas
cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y
almendras amargas.
—Ya ve usted, mi
Manolo…
Eran unos zapatos
sencillos, nuevos, de ante gris.
—Muy bonitos.
—No hay cosa en el
mundo como un hijo —dijo Filomena, guardando los zapatos en la
caja—. Ya le digo yo: no hay cosa igual.
Fue a servirle la
carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las
rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña,
inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.
—Ya ve usted —dijo
Filomena, mirando hacia la lumbre—. No tendría yo, según todos
dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi
marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Solo trabajando,
trabajando, saqué adelante la vida. Pues ya ve: sólo porque le
tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz.
Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a
hablar… ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por
eso? Pues, ¿y cuándo aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y
qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que
estoy loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a
aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la
tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no
me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero para
pagarse la pensión en casa de los tíos, para comprarse trajes y
libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe
usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores,
para enviárselos. Ya le enseñaré luego… Yo no sé de letras,
pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las
mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por
Pascua y volverá para la Nochebuena. Lorenzo escuchaba en silencio,
y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una
claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra,
en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado
silencio de la tierra, estaban en la voz de la mujer.
«Se está bien aquí
—pensó—. No creo que me vaya de aquí.»
La mujer se levantó
y retiró los platos.
—Ya le conocerá
usted, cuando venga para la Navidad.
—Me gustará mucho
conocerle —dijo Lorenzo—. De verdad que me gustará.
—Loca, me llaman
—dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la
sabiduría de la tierra, también—. Loca, porque ni visto ni calzo,
ni un lujo me doy. Pero no saben que no es sacrificio. Es egoísmo,
sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No
es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no
entienden esto, ni los hombres, ni las mujeres!
—Locos son los
otros —dijo Lorenzo, ganado por aquella voz—. Locos los demás.
Se levantó. La
mujer se quedó mirando el fuego, como ensoñada.Cuando se acostó en
la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no
estrenadas, le pareció que la felicidad —ancha, lejana, vaga—
rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él,
también, como una música.
A la mañana
siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su
puerta: —Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle…
Se echó el abrigo
por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la
gorra en la mano:
—Buenos días, don
Lorenzo. Ya está arreglado… Juana, la de los Guadarramas, le
tendrá a usted. Ya verá cómo se encuentra a gusto.
Le interrumpió, con
sequedad:
—No quiero ir a
ningún lado. Estoy bien aquí. Atilano miró hacia la cocina. Se
oían ruidos de cacharros. La mujer preparaba el desayuno.
—¿Aquí? Lorenzo
sintió una irritación pueril.
—¡Esa mujer no
está loca! —dijo—. Es una madre, una buena mujer. No está loca
una mujer que vive porque su hijo vive…, sólo porque tiene un
hijo, tan llena de felicidad…
Atilano miró al
suelo con una gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo:
—No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis,
hace lo menos cuatro años.
Historias de la Artámila, 1961.
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