I
Cuando los dioses me
arrastraron al sufrimiento, me acosaron con la sed y me derribaron
con el hambre, oré a los dioses. Cuando los dioses asolaron las
ciudades en las que yo vivía, y cuando me quemó Su ira y me
abrasaron Sus ojos, alabé a los dioses y les ofrecí sacrificios.
Pero cuando volví a mi tierra verdeante y la encontré agostada, y
que habían desaparecido los lugares de misterio donde yo jugaba de
niño, y que los dioses habían suprimido hasta el polvo y la
telaraña del último rincón de mis recuerdos, entonces maldije a
los dioses; y hablándoles a la cara, les dije:
—¡Dioses de mis
plegarias! ¡Dioses de mis ofrendas! Aunque hayáis olvidado los
sagrados rincones de mi niñez, y por tanto hayan dejado de existir,
no los puedo olvidar yo. Por haber hecho eso, veréis fríos Vuestros
altares, y no tendréis mis miedos ni mis alabanzas. No me harán
parpadear Vuestros relámpagos, ni me amedrentará vuestro paso junto
a mí.
Luego, mirando hacia
el mar, maldije a los dioses; y en ese instante llegó a mí uno con
aspecto de poeta, y dijo:
—No maldigas a los
dioses.
Y yo le dije:
—¿Cómo no voy a
maldecir a los que me han arrebatado mis sagrados lugares, y han
pisoteado los jardines de mi niñez?
Y dijo él: «Ven,
yo te los enseñaré». Y le seguí a donde había dos camellos de
cara al desierto. Nos pusimos en camino, y marché junto a él
durante gran espacio sin decir palabra, hasta que por último
llegamos a un valle desolado, oculto en medio del desierto. Y allí,
como lunas caídas, vi unas costillas inmensas que emergían blancas
de la arena, más altas que las dunas del desierto. Y había, aquí y
allá, grandes siluetas de calaveras como cúpulas de mármol blanco
de palacios construidos por ejércitos de esclavos, hacía muchísimo
tiempo, para reyes tiranos. También había esparcidos otros huesos,
huesos de enormes piernas y brazos, contra los cuales el desierto,
como un mar invasor, avanzaba y casi los había sepultado. Y al verme
contemplar con asombro aquellos restos colosales, me dijo el poeta:
—Los dioses están
muertos.
Seguí mirando
largamente en silencio, y dije:
—Esos dedos que
ahora ves tan muertos y tan quietos y blancos destrozaron un día las
flores del jardín de mi juventud.
Pero mi compañero
replicó:
—Te he guiado
hasta aquí para pedirte que perdones a los dioses; porque, por ser
poeta, conocí a los dioses. Y quisiera disipar las maldiciones que
se ciernen sobre Sus huesos, y traerles el perdón de los hombres
como una última ofrenda, a fin de que las yerbas y la yedra puedan
cubrir Sus huesos y protegerlos del sol.
Y dije yo:
—Ellos hicieron al
Remordimiento de pelo gris como una tarde lluviosa de otoño y armado
con múltiples garras desgarradoras, y al Dolor de manos calientes y
pies morosos, y al Miedo en forma de rata con dos dientes fríos
tallados en hielo de ambos polos, y a la Ira con el vuelo veloz de la
libélula de ojos ardientes en verano. No perdonaré a esos dioses.
Pero el poeta dijo:
—¿Acaso puedes
estar enojado con esos hermosos huesos blancos?
Y miré largamente
aquellos hermosos huesos curvados que ya no podían hacer daño a la
más pequeña criatura de todos los mundos que ellos mismos habían
creado. Y medité largamente en el mal que habían hecho, y también
en el bien. Pero cuando pensé en Sus manos volviendo rojas y mojadas
de las batallas para hacer una prímula para que un niño la cortase,
entonces perdoné a los dioses.
Y empezó a caer del
cielo una lluvia mansa que apaciguó la arena inquieta, y un blando
musgo comenzó a brotar súbitamente, y cubrió los huesos hasta
darles aspecto de extrañas y verdes colinas; y oí un grito,
desperté, y descubrí que había estado soñando; y al asomarme a la
puerta de mi casa, vi que un relámpago había matado a un niño en
la calle. Entonces comprendí que los dioses aún vivían.
II
Yo dormía en el
campo de amapolas de los dioses, en el valle de Alderon, adonde los
dioses acuden a reunirse de noche cuando la luna está baja. Y soñé
que éste era el Secreto.
El Destino y el Azar
habían estado jugando, y su juego había terminado y todo había
concluido: las esperanzas y las lágrimas, los sufrimientos, deseos y
tristezas, todas las cosas por las que lloraban los hombres y las
cosas olvidadas, y los reinos y los pequeños jardines y el mar, y
los mundos y las lunas y los soles. Y lo que quedaba no era nada, y
no tenía ni color ni sonido.
Entonces dijo el
Destino al Azar: «Juguemos otra vez a nuestro viejo juego». Y
jugaron nuevamente, utilizando a los dioses como piezas, como habían
jugado a menudo otras veces. De manera que volverán a existir las
cosas que existieron; y al pie de la misma loma, un súbito destello
de sol, el mismo día de primavera, hará florecer de nuevo el mismo
narciso, y lo cogerá el mismo niño, y no pesarán los mil millones
de años que mediaron. Y se volverán a ver las mismas viejas caras,
aunque no privadas de sus lugares familiares. Y tú y yo nos
volveremos a encontrar en un jardín, una tarde de verano, cuando el
sol se halle a medio camino entre su cénit y el mar, donde nos
reuníamos antes. Pues el Destino y el Azar sólo juegan a un juego
con movimientos idénticos, y lo juegan mientras transcurre la
eternidad.
Los dioses de Pagana, 1905.
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