Nada me produce más horror que
volver a casa de madrugada por cualquiera de esas flamantes
autopistas que circunvalan mi ciudad. Los carteles fosforescentes me
infunden un sosiego adormilador, y las luces de los coches se
disuelven líquidas en la cremosa oscuridad. Me hipnotiza ese veloz
resplandor que engulle las líneas blancas de la autovía y me
pregunto si acabaré en la cuneta o contra los pilotes que reverberan
gelatinosos, casi difuminados por los pinceles de mis párpados.
De
pronto pienso en las niñas y me enderezo, me abronco, me pellizco.
Ellas desean verme al despertar, y si muero mientras duermen les
condenaría a una feroz vigilia de pesadillas. Pero el sueño en la
carretera me envuelve con redes sutiles y bostezo como los túneles o
cabeceo al viento como las soñolientas adelfas, cuajadas en la
insoportable monotonía de las regueras. A lo lejos brilla turbia la
ciudad y en la duermevela busco las farolas de mi calle, la luz del
portal de casa, la lámpara de mi mesilla de noche…
Ya
en la cama me acurruco junto a mis hijas, abrazo sus cuerpecitos
tibios y beso sus mejillas como flanes. Entonces me arrasan las
lágrimas y estremecido por la inercia de la velocidad me invade una
sonámbula sensación de zozobra. Tal vez aún estoy en la autopista,
acaso jamás llegué a casa. Y demudado espero hasta el alba porque
no quiero despertarlas y que descubran que quien las sueña soy yo.
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