jueves, 18 de marzo de 2021

1983. El mundo a un tris de dar el tras. Nieves Concostrina.

El 25 de septiembre de 1983, cuando pasaban catorce minutos de las diez de la noche hora española, madrugada del día siguiente en Moscú… el mundo podría haber acabado patas arriba. Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron en un tris de la guerra nuclear, y dado que España está en medio y, encima, con varias bases americanas en activo en territorio español en aquel momento, nos habría salpicado. Seguro. Aquella noche no ocurrió nada, pero de lo que pudo haber pasado no nos enteramos hasta muchos años después. Ahora se conoce como «el incidente del equinoccio de otoño», y solo el sentido común de un oficial soviético libró al mundo de otra debacle.
Está claro que la ignorancia es la madre de la felicidad, porque no nos enteramos de lo que estuvo a punto de ocurrir. Afortunadamente, los periódicos españoles del día siguiente solo trajeron noticias más o menos normales: una fuga masiva de presos del IRA en Irlanda, un pesquero francés que apresó a uno vasco, el último concierto como dúo de Simon & Garfunkel… pero el titular podría haber sido común en toda la prensa mundial: guerra nuclear, o apocalipsis atómica, como se la llamó entonces. Antes de llegar a lo que ocurrió aquella noche del 83, conviene poner el escenario para entender por qué los yanquis y los soviéticos estaban de los nervios.
Presidía Estados Unidos por aquel entonces Ronald Reagan, que no se empleó precisamente en hacer amigos en la Unión Soviética. Decir que había muy mal rollito se queda corto. En aquel mismo año fue cuando Reagan acuñó el lema «El imperio del mal» cada vez que se refería a la URSS.
En la otra esquina del ring, con calzón rojo, Yuri Andrópov presidiendo la Unión Soviética; un tipo con cara de seta que nos suena menos que otros gerifaltes soviéticos porque lo nombraron máximo líder y a los quince meses se murió, quién sabe si de la emoción. Era un tipo duro, de la vieja guardia. Aplastó la rebelión en Hungría y la primavera de Praga y estuvo implicado en la invasión de Afganistán.
Reagan y Andrópov no eran los más adecuados para estar gobernando el mundo en un momento tan tenso, porque en 1983 estábamos aún en plena guerra fría y a los dos se les fue la olla con los misiles. Estaban apuntándose, no solo desde sus países, sino que desde los países amigos apuntaban a la vez a los países amiguetes del otro. La carrera armamentística estaba en un plan imparable y aquello podía reventar en cualquier momento. Y encima, tres semanas antes del incidente del equinoccio de otoño pasó algo dramático: el derribo de un avión surcoreano por parte de un caza soviético. Era un Boeing 747 que se desvió de su ruta por error, invadió el espacio aéreo de la URSS, y los soviéticos lo confundieron con una nave espía. El piloto encargado de abatirlo, sin embargo, se percató de que era un avión de pasajeros, y como era uno de esos descerebrados que solo cumplen órdenes, disparó. Doscientos sesenta y nueve muertos, entre ellos varios estadounidenses.
Y así llegamos a lo sucedido en la madrugada del 26 de septiembre en una base militar rusa al sur de Moscú, el Punto Central de Mando de los Sistemas de Detección de Ataques con Misiles. Allí enviaban información de los movimientos del enemigo los satélites rusos, y al mando del tinglado estaba el teniente coronel Stanislav Petrov cuando, pasados catorce minutos de la medianoche, se iluminó la luz roja de alerta máxima. Uno de los satélites alertó de que un misil intercontinental de largo alcance había salido de una base estadounidense en Montana con dirección a la Unión Soviética. Petrov se quedó cuajado en su despacho acristalado, que estaba en alto y desde donde veía a todos los operarios con sus ordenadores y sus pantallitas. Unos segundos después el satélite avisó de que estaban en camino otros cuatro misiles. Todos miraban hacia arriba esperando órdenes, pero Petrov indicó que volvieran a sus puestos de control y esperaran.
Algo no le cuadraba y decidió pararse a pensar, lo cual es de agradecer viniendo de un militar soviético. Sabía que el satélite que estaba enviando la información no era precisamente el mejor de la flota; era el satélite tonto. Como Petrov también era técnico informático, pensó que quizás la detección de los cinco misiles fuera una lectura errónea de los ordenadores. Pero siguió pensando, y dedujo que nadie comienza una guerra enviando cinco míseros misiles a un mismo objetivo. Si Estados Unidos lanzara un ataque sorpresa enviaría cientos de misiles con distintos objetivos. Los yanquis tenían preparados 7.000 pepinos intercontinentales, y, aunque no tuvieran previsto lanzarlos todos el mismo día, cinco eran demasiado pocos. Era muy raro, además, que todos los misiles partieran de la misma base de Montana. ¿Y si se le había ido la pinza al ordenador? Algo raro estaba pasando y decidió saltarse el protocolo hasta que supiera exactamente qué era.
Lo que se supone que debería haber hecho Petrov es eso que tanto vemos en las pelis: apretar el botón rojo que avisaba directamente al jefazo Yuri Andrópov, al ministro de Defensa y al jefe del Estado Mayor ruso, seguramente todos muy dispuestos a contraatacar sin pensar. Pero el oficial espabilado sabía que en cuanto apretara aquel botón, la orden siguiente e inmediata era la respuesta de la Unión Soviética lanzando misiles a Estados Unidos.
No apretó.
Solo dedujo que, si en media hora no impactaba nada en territorio soviético, efectivamente, era una falsa alarma. Y si impactaba ya daría igual. Íbamos a morir todos.
Tuvo razón, fue una falsa alarma, una errónea interpretación del satélite tonto. Pero que muy tonto para detectar cinco misiles inexistentes.
Resulta que por estas cosas que tiene el universo, que casi siempre va a su bola, acababa de producirse el equinoccio de otoño, y al cruzar el Sol el ecuador, los rayos rebotaron contra unas nubes, el satélite bobo confundió esas señales térmicas con misiles y saltaron las alarmas. Por eso se lo llamó «El incidente del equinoccio de otoño», un suceso al que no le falta su parte absurda: al teniente coronel Stanislav Petrov le arruinaron la vida.
No importó que su instinto se demostrara acertado, ni importó que evitara una guerra; lo único que tuvieron en cuenta fue que desobedeció las órdenes y que no se ajustó al protocolo que ordenaba no pensar y apretar el botón rojo para que algún desquiciado soviético respondiera con el envío de misiles a Estados Unidos. Y todo porque aplicó la auténtica y genuina inteligencia militar, tan poco utilizada por los altos mandos de todos los ejércitos del mundo.
A Petrov lo destituyeron, le prohibieron hablar del asunto y le hicieron la vida imposible. Necesitó tratamiento psiquiátrico y acabó retirado en un pueblecito ruso con una humilde pensión. Su mujer se pasó diez años preguntándole: «¿Qué hiciste, cariño?» Y él siempre respondía lo mismo para no mentir: «No hice nada, mi amor». Y exactamente hizo eso. Nada.
Tuvieron que pasar diez años antes de que se hiciera pública esta historia, y hasta 1993 estuvieron lavando aquel trapo sucio en casa. Pero acabó trascendiendo, porque en la URSS había más espías que muñecas matrioskas. Los dos únicos reconocimientos que recibió el oficial, ya metidos en el siglo XXI, fueron por parte de Estados Unidos. En 2004 le dieron el premio Ciudadano del Mundo, y en 2006 Naciones Unidas le llevó a Nueva York y le dedicó un homenaje público por su sensatez. Porque el 26 de septiembre de 1983 se mascó la tragedia, pero gracias a Petrov, la guerra fría continuó siendo eso, fría.
Petrov lo perdió todo por usar las neuronas en vez de apretar el botón rojo y liar una guerra nuclear. Enorme diferencia con el papanatas del piloto del caza soviético que el 31 de agosto de 1983 derribó el vuelo 007 de Korean Air porque esas eran las órdenes, aunque vio que era un avión de pasajeros. Y encima se quejó de que solo le dieron una prima de doscientos rublos por su hazaña.
Afortunadamente, Petrov fue la persona adecuada que estaba en el sitio justo para tomar la decisión correcta. Murió a los setenta y siete años, en 2017. Tres hurras por un militar con dos dedos de frente.

Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ayer mismo. 2018.
 

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