El 25 de septiembre de 1983, cuando pasaban catorce minutos de las
diez de la noche hora española, madrugada del día siguiente en
Moscú… el mundo podría haber acabado patas arriba. Estados Unidos
y la Unión Soviética estuvieron en un tris de la guerra nuclear, y
dado que España está en medio y, encima, con varias bases
americanas en activo en territorio español en aquel momento, nos
habría salpicado. Seguro. Aquella noche no ocurrió nada, pero de lo
que pudo haber pasado no nos enteramos hasta muchos años después.
Ahora se conoce como «el incidente del equinoccio de otoño», y
solo el sentido común de un oficial soviético libró al mundo de
otra debacle.
Está claro que la
ignorancia es la madre de la felicidad, porque no nos enteramos de lo
que estuvo a punto de ocurrir. Afortunadamente, los periódicos
españoles del día siguiente solo trajeron noticias más o menos
normales: una fuga masiva de presos del IRA en Irlanda, un pesquero
francés que apresó a uno vasco, el último concierto como dúo de
Simon & Garfunkel… pero el titular podría haber sido común en
toda la prensa mundial: guerra nuclear, o apocalipsis atómica, como
se la llamó entonces. Antes de llegar a lo que ocurrió aquella
noche del 83, conviene poner el escenario para entender por qué los
yanquis y los soviéticos estaban de los nervios.
Presidía Estados
Unidos por aquel entonces Ronald Reagan, que no se empleó
precisamente en hacer amigos en la Unión Soviética. Decir que había
muy mal rollito se queda corto. En aquel mismo año fue cuando Reagan
acuñó el lema «El imperio del mal» cada vez que se refería a la
URSS.
En la otra esquina
del ring, con calzón rojo, Yuri Andrópov presidiendo la Unión
Soviética; un tipo con cara de seta que nos suena menos que otros
gerifaltes soviéticos porque lo nombraron máximo líder y a los
quince meses se murió, quién sabe si de la emoción. Era un tipo
duro, de la vieja guardia. Aplastó la rebelión en Hungría y la
primavera de Praga y estuvo implicado en la invasión de Afganistán.
Reagan y Andrópov
no eran los más adecuados para estar gobernando el mundo en un
momento tan tenso, porque en 1983 estábamos aún en plena guerra
fría y a los dos se les fue la olla con los misiles. Estaban
apuntándose, no solo desde sus países, sino que desde los países
amigos apuntaban a la vez a los países amiguetes del otro. La
carrera armamentística estaba en un plan imparable y aquello podía
reventar en cualquier momento. Y encima, tres semanas antes del
incidente del equinoccio de otoño pasó algo dramático: el derribo
de un avión surcoreano por parte de un caza soviético. Era un
Boeing 747 que se desvió de su ruta por error, invadió el espacio
aéreo de la URSS, y los soviéticos lo confundieron con una nave
espía. El piloto encargado de abatirlo, sin embargo, se percató de
que era un avión de pasajeros, y como era uno de esos descerebrados
que solo cumplen órdenes, disparó. Doscientos sesenta y nueve
muertos, entre ellos varios estadounidenses.
Y así llegamos a lo
sucedido en la madrugada del 26 de septiembre en una base militar
rusa al sur de Moscú, el Punto Central de Mando de los Sistemas de
Detección de Ataques con Misiles. Allí enviaban información de los
movimientos del enemigo los satélites rusos, y al mando del tinglado
estaba el teniente coronel Stanislav Petrov cuando, pasados catorce
minutos de la medianoche, se iluminó la luz roja de alerta máxima.
Uno de los satélites alertó de que un misil intercontinental de
largo alcance había salido de una base estadounidense en Montana con
dirección a la Unión Soviética. Petrov se quedó cuajado en su
despacho acristalado, que estaba en alto y desde donde veía a todos
los operarios con sus ordenadores y sus pantallitas. Unos segundos
después el satélite avisó de que estaban en camino otros cuatro
misiles. Todos miraban hacia arriba esperando órdenes, pero Petrov
indicó que volvieran a sus puestos de control y esperaran.
Algo no le cuadraba
y decidió pararse a pensar, lo cual es de agradecer viniendo de un
militar soviético. Sabía que el satélite que estaba enviando la
información no era precisamente el mejor de la flota; era el
satélite tonto. Como Petrov también era técnico informático,
pensó que quizás la detección de los cinco misiles fuera una
lectura errónea de los ordenadores. Pero siguió pensando, y dedujo
que nadie comienza una guerra enviando cinco míseros misiles a un
mismo objetivo. Si Estados Unidos lanzara un ataque sorpresa enviaría
cientos de misiles con distintos objetivos. Los yanquis tenían
preparados 7.000 pepinos intercontinentales, y, aunque no tuvieran
previsto lanzarlos todos el mismo día, cinco eran demasiado pocos.
Era muy raro, además, que todos los misiles partieran de la misma
base de Montana. ¿Y si se le había ido la pinza al ordenador? Algo
raro estaba pasando y decidió saltarse el protocolo hasta que
supiera exactamente qué era.
Lo que se supone que
debería haber hecho Petrov es eso que tanto vemos en las pelis:
apretar el botón rojo que avisaba directamente al jefazo Yuri
Andrópov, al ministro de Defensa y al jefe del Estado Mayor ruso,
seguramente todos muy dispuestos a contraatacar sin pensar. Pero el
oficial espabilado sabía que en cuanto apretara aquel botón, la
orden siguiente e inmediata era la respuesta de la Unión Soviética
lanzando misiles a Estados Unidos.
No apretó.
Solo dedujo que, si
en media hora no impactaba nada en territorio soviético,
efectivamente, era una falsa alarma. Y si impactaba ya daría igual.
Íbamos a morir todos.
Tuvo razón, fue una
falsa alarma, una errónea interpretación del satélite tonto. Pero
que muy tonto para detectar cinco misiles inexistentes.
Resulta que por
estas cosas que tiene el universo, que casi siempre va a su bola,
acababa de producirse el equinoccio de otoño, y al cruzar el Sol el
ecuador, los rayos rebotaron contra unas nubes, el satélite bobo
confundió esas señales térmicas con misiles y saltaron las
alarmas. Por eso se lo llamó «El incidente del equinoccio de
otoño», un suceso al que no le falta su parte absurda: al teniente
coronel Stanislav Petrov le arruinaron la vida.
No importó que su
instinto se demostrara acertado, ni importó que evitara una guerra;
lo único que tuvieron en cuenta fue que desobedeció las órdenes y
que no se ajustó al protocolo que ordenaba no pensar y apretar el
botón rojo para que algún desquiciado soviético respondiera con el
envío de misiles a Estados Unidos. Y todo porque aplicó la
auténtica y genuina inteligencia militar, tan poco utilizada por los
altos mandos de todos los ejércitos del mundo.
A Petrov lo
destituyeron, le prohibieron hablar del asunto y le hicieron la vida
imposible. Necesitó tratamiento psiquiátrico y acabó retirado en
un pueblecito ruso con una humilde pensión. Su mujer se pasó diez
años preguntándole: «¿Qué hiciste, cariño?» Y él siempre
respondía lo mismo para no mentir: «No hice nada, mi amor». Y
exactamente hizo eso. Nada.
Tuvieron que pasar
diez años antes de que se hiciera pública esta historia, y hasta
1993 estuvieron lavando aquel trapo sucio en casa. Pero acabó
trascendiendo, porque en la URSS había más espías que muñecas
matrioskas. Los dos únicos reconocimientos que recibió el oficial,
ya metidos en el siglo XXI, fueron por parte de Estados Unidos. En
2004 le dieron el premio Ciudadano del Mundo, y en 2006 Naciones
Unidas le llevó a Nueva York y le dedicó un homenaje público por
su sensatez. Porque el 26 de septiembre de 1983 se mascó la
tragedia, pero gracias a Petrov, la guerra fría continuó siendo
eso, fría.
Petrov lo perdió
todo por usar las neuronas en vez de apretar el botón rojo y liar
una guerra nuclear. Enorme diferencia con el papanatas del piloto del
caza soviético que el 31 de agosto de 1983 derribó el vuelo 007 de
Korean Air porque esas eran las órdenes, aunque vio que era un avión
de pasajeros. Y encima se quejó de que solo le dieron una prima de
doscientos rublos por su hazaña.
Afortunadamente,
Petrov fue la persona adecuada que estaba en el sitio justo para
tomar la decisión correcta. Murió a los setenta y siete años, en
2017. Tres hurras por un militar con dos dedos de frente.
Pretérito imperfecto. Historias del mundo desde el año de la pera hasta ayer mismo. 2018.
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