A Carlos, que después de esta
historia,
ya
en plena democracia,
volvió
a prisión por el delito de ser periodista.
En
una barraca, por pura casualidad, Carlos Fasano encontró la puerta
de la celda donde había estado preso.
Durante
la dictadura militar uruguaya, él había pasado seis años
conversando con un ratón y con esa puerta de la celda número 282.
El ratón se escabullía y volvía cuando quería, pero la puerta
estaba siempre. Carlos la conocía mejor que la palma de su mano. No
bien la vio, reconoció los tajos que él había cavado con la
cuchara, y las manchas, las viejas manchas de la madera, que eran los
mapas de los países secretos adonde él había viajado a lo largo de
cada día de encierro.
Esa
puerta y las puertas de todas las otras celdas fueron a parar a la
barraca que las compró, cuando la cárcel se convirtió en shopping
center. El centro de reclusión pasó a ser un centro de consumo y ya
sus prisiones no encerraban gente, sino trajes de Armani, perfumes de
Dior y videos de Panasonic.
Cuando
Carlos descubrió su puerta, decidió quedársela. Pero las puertas
de las celdas se habían puesto de moda en Punta del Este, y el dueño
de la barraca exigió un precio imposible. Carlos regateó y regateó
hasta que por fin, con la ayuda de algunos amigos, pudo pagarla. Y
con la ayuda de otros amigos, pudo llevarla: más de un musculoso fue
necesario para acarrear aquella mole de madera y hierro, invulnerable
a los años y a las fugas, hasta la casa de Carlos, en las quebradas
de Cuchilla Pereira.
Allí
se alza, ahora, la puerta. Está clavada en lo alto de una loma
verde, rodeada de verderías, de cara al sol. Cada mañana el sol
ilumina la puerta, y en la puerta el cartel que dice: Prohibido
cerrar.
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