Conducía
junto con mi hermano, el predicador, y mi sobrino, el hijo del
predicador, por la I-65, justo al norte de Bowling Greens, cuando se
nos pinchó una rueda. Era un domingo por la noche y habíamos ido a
visitar a Madre en el Hogar. Era mi coche. El pinchazo produjo lo que
podrían llamarse gruñidos de suficiencia, ya que al igual que los
más antiguos miembros de mi familia (eso me cuentan) me arreglo mis
propios neumáticos, y mi hermano me repite continuamente que me
agencie unas radiales y deje de comprar neumáticos viejos.
Pero
si sabes montarlos y arreglarlos, los puedes conseguir casi
regalados.
Como
se trataba de un neumático trasero izquierdo, salí por la
izquierda, pisando la hierba de la mediana. Considerando la forma en
que el Caddy se detuvo, ya supuse que estaría destrozada.
—Supongo
que no tiene sentido preguntarte si llevas FijaRuedas en el maletero
—dijo Wallace.
—Aquí,
hijo, sujeta bien la linterna —le dije a Wallace Jr. Es lo
suficientemente mayor para querer ayudar y no lo suficientemente
mayor (todavía) para creer que lo sabe todo. De haberme casado y
haber tenido hijos, me habría gustado que fuesen como él.
Un
viejo Caddy tiene un enorme maletero que tiende a acumular porquería
como un cobertizo. El mío es del 56. Wallace llevaba la camisa de
los domingos, así que no se ofreció a ayudar mientras yo apartaba
revistas, aparejos de pesca, una caja de herramientas de madera, ropa
vieja, una polea envuelta en un saco de hierba y una pulverizadora de
tabaco para buscar el gato. La rueda de repuesto parecía un poco
blanda.
La
luz se apagó.
—Agítala,
hijo —dije.
Volvió.
El gato normal había desaparecido hacía tiempo, pero llevaba uno
pequeño hidráulico de un cuarto de tonelada. Lo encontré bajo los
viejos
Southern
Livings,
1978-1986
de
Madre. Mi intención había sido tirar las revistas al vertedero. Si
Wallace no hubiese estado con nosotros, hubiese dejado que Wallace
Jr. colocase el gato bajo el eje, pero me eché de rodillas y lo hice
personalmente. No tiene nada de malo que un chico aprenda a cambiar
una rueda. Incluso si no vas a reparar y montar neumáticos tú
mismo, vas a tener que cambiar algunas a lo largo de tu vida. La luz
volvió a apagarse antes de que consiguiese levantar la rueda del
suelo. Me sorprendió lo oscura que era ya la noche. Estábamos a
finales de octubre y empezaba a hacer frío.
—Vuelve
a agitarla, hijo —dije. Volvió, pero muy débil. Parpadeó.
—Con
radiales no
pinchas
—comentó
Wallace con la voz que emplea cuando habla a varias personas a la
vez; en este caso, Wallace Jr. y yo—. E incluso si pinchas le das
con ese producto llamado FijaRuedas y sigues conduciendo. Tres
noventa y cinco la lata.
—El
tío Bobby puede arreglar neumáticos él mismo —dijo Wallace Jr.,
por simple lealtad, supongo.
—Él
mismo—dije,
medio metido debajo del coche. Si fuese por Wallace, el chico
hablaría como lo que Madre solía definir como «un paleto de los
barrancos de las montañas». Pero conduce sobre radiales.
--Vuelve
a agitar la linterna —dije. Casi se había apagado del todo.
Coloqué las tuercas en el tapacubos y saqué la rueda. El neumático
había estallado por un lateral. —Este no lo voy a arreglar —dije.
No es que me importase. En el cobertizo tenía un montón tan alto
como un hombre.
La
luz volvió a apagarse para volver mejor que nunca mientras colocaba
la rueda de repuesto.
—Mucho
mejor —dije. Era un flujo de parpadeante luz naranja. Pero al
volverme para recoger las tuercas, me sorprendió comprobar que la
linterna que el chico tenía entre las manos estaba apagada. La luz
provenía de dos osos que había entre los árboles, sosteniendo
antorchas. Eran grandes, de unos ciento cuarenta kilos y de como un
metro y medio de altura. Wallace Jr. y su padre los habían visto y
estaban completamente inmóviles. Es lo mejor para no alarmar a los
osos.
Recogí
las tuercas del tapacubos y las enrosqué. Normalmente me gusta
ponerles un poco de aceite, pero en esa ocasión pasé. Metí la mano
bajo el coche, hice bajar el gato y lo saqué. Quedé aliviado al
comprobar que la rueda de repuesto estaba lo suficientemente inflada
y se podía conducir. Puse el gato y la llave en el maletero. En
lugar de colocar el tapacubos, también lo guardé. Durante todo
aquel rato los osos ni se movieron. Se limitaron a sostener las
antorchas, ya fuese por curiosidad o por deseos de ayudar, no había
forma de saberlo. Daba la impresión de que había más osos detrás,
entre los árboles.
Abriendo
tres portezuelas simultáneamente, nos subimos al coche y nos fuimos.
Wallace fue el primero en hablar.
—Parece
que los osos han descubierto el fuego —dijo.
Cuando
llevamos a Madre al Hogar hace casi cuatro años (cuarenta y siete
meses), nos dijo a Wallace y a mí que estaba lista para morir.
—No
os preocupéis por mí, chicos —susurró, haciendo que nos
agachásemos para que la enfermera no pudiese oírnos—. He
conducido dos millones de kilómetros y estoy lista para pasar a la
otra orilla. Aquí no duraré mucho.
Durante
treinta y nueve años había conducido un autobús escolar. Más
tarde, cuando Wallace se hubo ido, me contó su sueño. Varios
médicos estaban sentados en círculo discutiendo su caso. Uno dijo:
—Hemos
hecho todo lo que hemos podido, chicos, dejémosla irse. Todos
volvieron las palmas hacia arriba y sonrieron. Cuando no murió ese
otoño pareció decepcionada, aunque con la llegada de la primavera
se le olvidó, como suele pasarles a los ancianos.
Además
de llevar a Wallace y a Wallace Jr. a ver a Madre los domingos por la
noche, yo también iba los martes y los jueves. Habitualmente me la
encontraba sentada delante de la tele, a pesar de que no la mira. Las
enfermeras la tienen encendida continuamente. Dicen que a los viejos
les gusta el parpadeo, que los tranquiliza.
—¿Qué
es eso que he oído de que los osos han descubierto el fuego? —me
dijo el martes.
—Es
cierto —le dije mientras le cepillaba el largo pelo blanco con el
cepillo de concha que Wallace le había traído de Florida. El lunes
había aparecido la noticia en el
Courier-Journal
de
Louisville y, el martes, en las noticias de la noche de la
NBC
o
la
CBS.
La gente veía a los osos por todo el estado y también en Virginia.
Habían dejado de hibernar y aparentemente planeaban pasar el
invierno en las medianas de las autopistas. Siempre había habido
osos en las montañas de Virginia, pero no allí, en el oeste de
Kentucky, no desde hacía casi cien años. El último había muerto
cuando Madre era niña. La teoría del
Courier-Journal
era
que estaban bajando a la
I-65
desde
los bosques de Michigan y Canadá, pero un anciano del condado de
Allen (entrevistado en la televisión nacional) dijo que siempre
había habido algunos osos en las colinas y que se habían unido a
los otros ahora que habían descubierto el fuego.
—Ya
no hibernan —dije—. Encienden fuego y siguen despiertos todo el
invierno.
—Impresionante
—dijo Madre—. ¡Qué se les ocurrirá a continuación! —La
enfermera vino a quitarle el tabaco, que es la señal para irse a la
cama.
En
octubre, Wallace Jr. siempre se queda conmigo mientras sus padres se
van de campamento. Sé que suena al revés de lo normal, pero así
son las cosas. Mi hermano es pastor (Mansión del Recto Camino,
Reformada) pero obtiene dos tercios de sus ingresos con los negocios
inmobiliarios. Él y Elizabeth van a un Retiro de Éxito Cristiano en
Carolina del Sur, donde gente de todo el país practica vendiéndose
cosas. Sé cómo es no porque se haya molestado en contármelo, sino
porque he visto en la tele, a altas horas de la madrugada, los
anuncios del Plan de Éxito de Participación en Fondos Giratorios.
El
bus de la escuela dejó a Wallace Jr. junto a mi casa el miércoles,
el día que se iban. El chico no tiene que prepararse demasiado
cuando se queda conmigo. Tiene habitación propia en mi casa. Como
soy el mayor de la familia, sigo viviendo en el viejo hogar, cerca de
Smiths Grave. Empieza a venirse abajo, pero a Wallace Jr. y a mí no
nos importa. También tiene su propia habitación en Bowling Greens,
pero dado que Wallace y Elizabeth se mudan cada tres meses (forma
parte del Plan), conserva su escopeta del calibre 22 y sus cómics,
las cosas que importan a un chico de su edad, en su habitación de
casa. Es la habitación que su padre y yo compartíamos cuando éramos
niños.
Wallace
Jr. tiene doce años. Al volver del trabajo me lo encontré sentado
en el porche trasero que da a la autopista. Vendo seguros para
cultivos.
Después
de cambiarme de ropa le enseñé dos métodos para romper el talón
de un neumático, con un martillo o pasándoles un coche marcha atrás
por encima. Como preparar sorgo, arreglar ruedas es un arte
moribundo. El chico, además, aprende rápido.
—Mañana,
te enseñaré a montar el neumático —le dije.
—Lo
que me gustaría es ver los osos —dijo. Miraba la
I-65,
cuyos carriles dirección norte cortan la esquina de nuestro campo.
Por la noche, desde la casa, a veces el tráfico suena como una
cascada.
—De
día no se ven sus fuegos —dije—. Pero espera a la noche.
Esa
noche, la CBS o la NBC (olvido cuál es cuál) emitió un especial
sobre los osos, que se estaban convirtiendo en noticia de interés
nacional. Los había en Kentucky, Virginia Occidental, Misuri, el sur
de Illinois y, claro está, en Virginia. Siempre había habido osos
en Virginia. Algunos incluso hablaban de cazarlos. Un científico
dijo que se dirigían a los estados donde había nieve pero no
demasiada y suficiente madera en las medianas para encender fuego.
Había salido con una cámara de vídeo, pero en los planos solo se
veían figuras borrosas sentadas alrededor de un fuego. Otro
científico dijo que los osos se sentían atraídos por las bayas de
un nuevo arbusto que solo crecía en las medianas de las autopistas.
Afirmaba que esa baya era la primera nueva especie de la historia
reciente, producida por la mezcla de semillas en la autopista. Se
comió una delante de la cámara, haciendo muecas, y la llamó
«neobaya». Un ecólogo climático dijo que los inviernos cálidos
(el invierno anterior en Nashville no había habido nieve y en
Louisville solo algunos copos) habían modificado los ciclos de
hibernación de los osos y que ahora recordaban cosas de un año para
otro.
—Puede
que los osos descubriesen el fuego hace siglos —dijo—, pero lo
olvidasen.
Según
otra teoría, habían descubierto (o recordado) el fuego cuando hace
unos años ardió Yellowstone.
La
televisión mostró a más tipos hablando sobre osos que osos, y
Wallace Jr. y yo perdimos el interés. Después de terminar de fregar
los platos de la cena, llevé al chico a la parte trasera de la casa
y hasta la verja. Al otro lado de la interestatal y entre los árboles
podíamos ver la luz de los fuegos de los osos. Wallace Jr. quería
volver a casa, coger su escopeta y dispararle a uno, y le expliqué
que eso hubiese estado mal.
—La
verdad —dije—, es que con una veintidós solo conseguirías hacer
enfadar al oso.
»Además
—añadí—, es ilegal cazar en las medianas.
El
único truco de montar un neumático a mano, una vez que lo has
forzado o apalancado para colocarlo en la llanta, es ajustar el
talón. Lo haces levantando la rueda, sentándote encima y saltando
con ella entre las piernas mientras entra el aire. Cuando el talón
se ajusta a la llanta emite un
pop
satisfactorio.
El jueves, le dije a Wallace Jr. que no fuese a la escuela y le
demostré cómo hacerlo hasta que aprendió. Luego saltamos la verja
y cruzamos el campo para ir a ver a los osos.
En
el norte de Virginia, según
Good
Morning America,
los osos mantenían los fuegos encendidos todo el día. Pero allí,
en el oeste de Kentucky, seguía haciendo buen tiempo para ser
finales de octubre y solo por las noches se reunían alrededor de las
hogueras. Adónde iban y qué hacían de día no lo sé. Quizás
observasen desde los arbustos de neobayas como Wallace Jr. y yo
saltábamos la verja del Gobierno y cruzábamos los carriles
dirección norte. Yo llevaba un hacha y Wallace Jr. se había traído
su escopeta, no porque quisiese matar un oso sino porque a los chicos
les gusta llevar armas. La mediana era un caos de maleza y trepadoras
bajo robles, arces y sicómoros. A pesar de que solo estábamos a
cien metros de la casa, yo nunca había estado allí, ni tampoco
nadie que conociese. Era como un campo artificial. Encontramos un
sendero en el centro y lo seguimos a lo largo de una corriente lenta
y corta que surgía de una rejilla y se metía en otra. Las pisadas
en el barro gris fueron la primera señal de osos que vimos. Había
un olor fuerte en el aire pero no desagradable. En un claro, bajo una
enorme haya hueca, donde había estado la hoguera no encontramos más
que cenizas. Los troncos estaban colocados formando un círculo
desigual y el olor era más intenso. Agité las cenizas y encontré
suficientes brasas para empezar otro fuego, así que lo volví a
colocar todo tal como lo habían dejado.
Corté
un poco de leña y la amontoné a un lado, para ser un buen vecino.
Puede
que incluso en ese momento los osos nos estuviesen observando desde
los arbustos. No hay forma de saberlo. Probé una neobaya y la
escupí. Era tan dulce que resultaba amarga, justo lo que te
imaginarías que le gustaría a un oso.
Esa
noche, después de cenar, le pregunté a Wallace Jr. si querría ir
conmigo a visitar a Madre. No me sorprendió que dijese que sí. Los
chicos pueden ser mucho más considerados de lo que cree la gente. La
encontramos sentada en el porche delantero de cemento del Hogar,
observando el paso de los coches por la I-65. La enfermera me dijo
que llevaba nerviosa todo el día. Tampoco me sorprendió. Todos los
otoños, con la caída de las hojas, se vuelve a sentir inquieta,
aunque quizá la palabra sea «esperanzada». La llevé a la sala y
le cepillé el largo pelo blanco.
—En
la tele ya no ponen nada más que osos —se quejó la enfermera,
cambiando los canales. Wallace Jr. se hizo con el mando cuando se fue
la enfermera y miramos un informativo especial de la
CBS
o
la
NBC
sobre
unos cazadores de Virginia a los que les habían quemado las casas.
La televisión entrevistó a un cazador y a su esposa, que habían
perdido en el incendio su hogar de
117
500
dólares
en valle de Shenandoah. Ella echaba la culpa a los osos. Él no
echaba la culpa a los osos, pero iba a ir a los tribunales para
exigir una compensación del estado porque tenía una licencia de
caza perfectamente válida. El comisionado de caza del estado
apareció también y dijo que la posesión de una licencia de caza no
prohibía (creo que dijo más bien que lo «imponía») que
el
cazado
contraatacase.
Me pareció un punto de vista muy liberal para tratarse de un
comisionado del estado. Claro está, le interesaba sobre todo no
pagar. Yo no soy cazador.
—No
te molestes en venir el domingo —le dijo Madre a Wallace
Jr.
mientras le guiñaba el ojo—. He conducido dos millones de
kilómetros y tengo una mano en la puerta. —Yo estaba acostumbrado
a que soltase esas cosas, sobre todo en otoño, pero temí que
disgustase al chico. Es más, parecía preocupado cuando nos fuimos y
le pregunté qué pasaba.
—¿Cómo
es posible que
condujiese
dos
millones de kilómetros? —preguntó. Ella le había dicho que
habían sido setenta y siete kilómetros al día durante treinta y
nueve años, y él había usado la calculadora para llegar a
542
285
kilómetros.
—Condujese
—dije—.
Y son setenta y siete por la mañana y setenta y siete por la tarde.
Además de los viajes para los partidos.
Además,
los viejos exageran un poco. —Madre fue la primera conductora de
bus escolar del estado. Trabajó todos los días y además crio una
familia. Papá simplemente se dedicaba a la agricultura.
Normalmente
salgo de la autopista en Smiths Grove, pero esa noche fui al norte
hasta Horse Cave y volví atrás para que Wallace Jr. y yo pudiésemos
ver los fuegos de los osos. No había tantos como daba a entender la
tele… uno cada diez o doce kilómetros, ocultos tras un grupo de
árboles o unas rocas. Probablemente también buscasen agua además
de madera. Wallace Jr. quería parar, pero va contra la ley parar en
una interestatal y temía que la policía nos pillase.
En
el buzón había una postal de Wallace. Él y Elizabeth estaban bien
y se lo pasaban genial. No decía nada en concreto para Wallace Jr.,
pero al chico no pareció importarle. Como la mayoría de los chicos
de su edad, no disfruta especialmente yendo por ahí con sus padres.
El
sábado por la tarde el Hogar me llamó a la oficina (Burley Belt
Drought & Hail) y dejó recado de que Madre se había ido. Yo
estaba en la carretera. Trabajo los sábados. Es el único día en
que muchos de los granjeros a tiempo parcial están en casa. Mi
corazón se detuvo durante un latido cuando llamé y recibí el
mensaje, pero solo fue un latido. Hacía tiempo que estaba preparado.
—Es
una bendición —dije cuando hablé por teléfono con la enfermera.
—No
me comprende —dijo la enfermera—. No digo que haya
fallecido.
Cuando digo que se ha ido me refiero a que ha escapado. Su madre se
ha escapado. —Madre había usado la puerta del final del pasillo
cuando no miraba nadie, la había bloqueado con el cepillo y se había
llevado un cubrecama que pertenecía al Hogar. ¿Y el tabaco?
Pregunté. También había desaparecido. Señal inequívoca de que
planeaba quedarse fuera. Yo estaba en Franklin y me llevó menos de
una hora llegar al Hogar siguiendo la
I-65.
La enfermera me contó que desde hacía días Madre actuaba de forma
progresivamente más rara. Qué otra cosa iban a decirme. Buscamos
por los terrenos, apenas medio acre sin árboles entre la
interestatal y un campo de soja. Luego me hicieron dejar un mensaje
en la oficina del sheriff. Tendría que seguir pagando por sus
cuidados hasta que la declarasen desaparecida oficialmente, lo que
sucedería el lunes.
Ya
era de noche para cuando regresé a casa y Wallace Jr. preparaba la
cena, operación que solo requiere abrir unas cuantas latas,
preseleccionadas y unidas entre sí con una goma elástica. Le conté
que su abuela se había ido y él asintió, diciendo:
—Ya
nos dijo que se iría.
Llamé
a Florida y dejé un mensaje. No se podía hacer nada más.
Me
senté e intenté ver la tele, pero no daban nada. Luego miré por la
puerta de atrás y vi la hoguera parpadeando entre los árboles, al
otro lado del carril norte de la I-65. Y comprendí que posiblemente
supiese dónde encontrarla.
Definitivamente
ya hacía más frío, así que me puse la chaqueta. Le dije al chico
que esperase junto al teléfono por si llamaba el sheriff pero,
cuando miré atrás, ya a medio camino, iba siguiéndome. No llevaba
chaqueta. Le dejé que me alcanzase. Traía la escopeta y le hice
dejarla apoyada contra la verja. Fue más difícil saltar la verja
del Gobierno en plena noche, a mi edad, que de día. Ya tengo sesenta
y un años. La autopista estaba muy transitada por coches que iban al
sur y camiones que iban al norte.
Cruzando
el arcén me mojé el bajo de los pantalones con la hierba alta, ya
mojada por el rocío. En realidad eran hierbajos.
Los
primeros pasos en el bosque fueron de oscuridad absoluta y el chico
me agarró la mano. Luego hubo más luz. Al principio pensé que era
luz lunar, pero eran las luces largas de los coches que iluminaban
las copas de los árboles como si fuesen la luz de la luna, lo que
nos permitió abrirnos camino por la maleza. Pronto dimos con el
sendero y el familiar olor a oso.
Era
reacio a aproximarme a los osos de noche. Si seguíamos por el
sendero podíamos toparnos con uno en la oscuridad, pero si nos
metíamos entre los arbustos era posible que nos considerasen
intrusos. Me pregunté si no deberíamos haber traído el arma.
Nos
quedamos en el camino. La luz parecía descender de las copas de los
árboles como lluvia. Avanzar resultaba fácil, sobre todo si no
intentábamos mirar el sendero y dejábamos que los pies encontrasen
el camino.
Luego,
entre los árboles, vi su fuego.
El
fuego era principalmente de ramas de sicómoro y haya, de los que dan
muy poco calor y sueltan mucho humo. Los osos todavía no lo habían
aprendido todo sobre la leña. Pero se les daba bien mantenerlo
encendido. Un enorme oso canelo de aspecto norteño agitaba el fuego
con un palo, añadiendo una rama de vez en cuando, tomándola de un
montón que tenía al lado. Los otros estaban sentados más o menos
en círculo, sobre los troncos. La mayoría eran osos más pequeños,
negros y color miel. Había una madre con oseznos. Algunos comían
bayas que tomaban de un tapacubos. Sin comer, limitándose a
contemplar el fuego, mi madre estaba sentada entre ellos con el
cubrecama del Hogar sobre los hombros.
Si
los osos se dieron cuenta de nuestra presencia, no lo manifestaron.
Madre dio una palmada justo a su lado y me senté en el tronco. Un
oso se apartó para dejar que Wallace Jr. se sentase al otro lado.
El
olor de un oso es fuerte, pero una vez que te acostumbras no es
desagradable. No es como el olor de un granero, sino más salvaje. Me
incliné para susurrarle algo a Madre pero esta agitó la cabeza.
Sería
de mala educación susurrar mientras estamos con estas criaturas que
no poseen la capacidad del habla,
me hizo saber sin hablar. Wallace Jr. también guardaba silencio.
Madre compartió el cubrecama con nosotros y allí nos quedamos
sentados durante lo que me
parecieron
horas, mirando el fuego.
El
enorme oso se ocupaba de alimentar la fogata, sosteniendo un extremo
de las ramas secas y pisándolas para romperlas, como hace la gente.
Se le daba bien mantenerlo. Otro oso lo removía de vez en cuando,
pero los demás lo dejaban en paz. Daba la impresión de que solo
algunos osos sabían usar el fuego y guiaban a los demás. Pero ¿no
es así siempre? De vez en cuando, un oso más pequeño entraba en el
círculo de luz cargado de leña y la dejaba caer en el montón. La
madera tenía un tono plateado, como la que ha estado mucho tiempo en
el agua.
Wallace
Jr. no es inquieto como muchos chicos. A mí me resultó agradable
estar sentado mirando el fuego. Tomé un poco del Red Man de Madre,
aunque no masco habitualmente. No fue muy diferente a visitarla en el
Hogar, solo que los osos lo hacían más interesante. Había unos
ocho o diez. En el interior de la hoguera las cosas no eran tan
tranquilas: se ejecutaban pequeños dramas a medida que se creaban
cámaras ardientes que luego se destruían en un estallido de
chispas. Mi imaginación se desbocó. Miré el círculo de osos y me
pregunté qué
veían
ellos.
Algunos tenían los ojos cerrados. A pesar de estar juntos, sus
espíritus parecían solitarios, como si cada oso estuviese sentado
en soledad delante del fuego.
El
tapacubos pasó de mano en mano y todos tomamos algunas neobayas. No
sé qué hizo Madre, pero yo solo fingí comerme la mía. Wallace Jr.
hizo una mueca y la escupió. Cuando el chico se durmió, usé el
cubrecama para taparnos los tres. Empezaba a hacer frío y, al
contrario que los osos, nosotros no teníamos pelaje. Estaba listo
para irme a casa, pero Madre no. Señaló las copas de los árboles,
donde la luz se iba extendiendo, y se señaló a sí misma. ¿Creía
que eran ángeles que bajaban del cielo? No eran más que los faros
de largo alcance de algún camión que iba hacia el sur, pero ella
parecía encantada. Sosteniendo su mano, sentí que cada vez se iba
poniendo más fría.
Wallace
Jr. me despertó golpeándome la pierna. Ya había amanecido y su
abuela había muerto sentada en un tronco, entre nosotros dos. El
fuego estaba cubierto, los osos se habían ido y alguien llegaba
caminando entre los árboles, pasando del sendero. Era Wallace. Le
seguían dos patrulleros del estado. Wallace vestía camisa blanca y
me di cuenta de que era domingo. Parecía más mosqueado que triste
cuando se enteró de la muerte de Madre.
Los
patrulleros olisqueaban el aire y asentían. El olor a oso seguía
siendo intenso. Wallace y yo envolvimos a Madre en el cubrecama y
volvimos a la autopista. Los patrulleros se quedaron allí y
dispersaron las cenizas del fuego de los osos y lanzaron la leña a
los arbustos. Me pareció un gesto bastante mezquino. Ellos eran como
los osos, cada uno solitario dentro de su uniforme.
En
la mediana se encontraba el viejo Olds 98 de Wallace, con sus ruedas
radiales de aspecto aplastado apoyadas en la hierba. Delante había
un coche de policía con un patrullero al lado y, detrás, un coche
fúnebre, también un Olds 98.
—Primeras
noticias que tenemos de que molesten a los viejos —le
dijo el patrullero a Wallace.
—Eso
no es lo que pasó —dije, pero nadie me pidió que me explicase.
Tienen sus propios procedimientos. Del coche fúnebre bajaron dos
hombres con traje y abrieron la portezuela trasera. Para mí, fue en
ese momento cuando Madre abandonó esta vida. Después de dejarla
allí, abracé al chico. Temblaba a pesar de que no hacía frío. Es
uno de los efectos de la muerte, sobre todo al amanecer, con la
policía a tu alrededor y la hierba húmeda, incluso cuando la muerte
llega como una amiga.
Nos
quedamos un minuto viendo cómo pasaban los coches y los camiones.
—Es
una bendición —dijo Wallace. Es sorprendente el tráfico que hay a
las 6.22 de la mañana.
Esa
tarde, regresé a la mediana y corté leña para reemplazar la que
los patrulleros habían esparcido. Esa noche vi el fuego entre los
árboles.
Regresé
dos noches más tarde, después del funeral. El fuego estaba
encendido y, por lo que me pareció, eran los mismos osos. Me senté
con ellos un rato, pero mi presencia parecía ponerlos nerviosos, así
que me fui a casa. Había recogido un puñado de neobayas del
tapacubos y el domingo fui con el chico y las dispuse sobre la tumba
de Madre. Volví a probarlas, pero son incomestibles.
A
menos que seas un oso.
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