Ella, ex mucama. Él, ex chauffeur.
Gente responsable y trabajadora. Se casaron hace muchos años. Él ha
conseguido un puesto de ordenanza en un ministerio. Esto les parece
una canonjía. Tienen su casa. Podrían ser modestamente felices.
"Voy a quitarme los anteojos" me dice ella, que ha venido a
visitarme. "Sin los anteojos no veo nada". Me habla de sus
males, de sus desdichas, de su marido. "Antonio es muy atento,
es bueno con todos, pero conmigo no. Su hermana, que maneja una casa
de mujeres, le calienta la cabeza. Y lo peor es que a él, con ese
modo, ¿quién le resiste? Las propias personas de mi familia se han
puesto de su lado. Todos me hacen morisquetas. Antonio rompe mis
vestidos —¡tiene unas uñas!—, rompe mis anteojos, rompe la
bolsa que llevo al mercado. Si traigo del mercado tres bifes, uno
desaparece. Antonio lo ha tirado. Si me alejo de la cocina un
instante, la comida se estropea. Antonio ha puesto un pedazo de jabón
en el guiso. Quiere que me vaya. Quiere echarme. Quiere que trabaje
de sirvienta para las mujeres de la casa de su hermana. Pero yo no
estoy dispuesta a perder mi casa. Es tan mía como suya. Antonio
siempre inventa algo nuevo. Pone unos polvitos en la bolsa del
mercado. Si la abro del lado izquierdo, me llora el ojo izquierdo.
Espolvorea mi ropa, tal vez con telas de cebolla, para que me lloren
los ojos y quede ciega. Cualquier cosa puedo tolerar, menos quedarme
ciega. Dice que vaya a la comisaría, que nunca le probaré nada".
Está
loca. La enloquecieron el marido y la cuñada. Casi todo lo que dice
es verdad.
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