No
tienes que pensar que estoy loco, Eliot: muchos otros tienen
prejuicios más raros que este. ¿Por qué no te ríes del abuelo de
Oliver, que se empeña en no subir a un automóvil? Si no me gusta
ese condenado metro, es asunto mío; y, de todas maneras, hemos
llegado más deprisa en taxi. Habríamos tenido que subir a pie la
colina desde Park Street si hubiéramos tomado el metro.
Sé
que estoy más nervioso que cuando me viste el año pasado, pero no
es preciso que me amenaces con internarme en una clínica. Dios sabe
que existen muchos motivos para ello, pero me parece que por fortuna
estoy completamente cuerdo. ¿Por qué ese tercer grado? No solías
ser tan inquisitivo.
Bueno,
si has de oírlo, no sé por qué no tendrías que hacerlo. De todas
maneras, tal vez debas oírlo, ya que no has dejado de escribirme
como lo haría un padre afligido cuando te enteraste de que había
dejado de ir al Art Club y me mantenía apartado de Pickman. Ahora
que él ha desaparecido voy por el club de vez en cuando, pero mis
nervios no son lo que eran.
No,
no sé qué ha sido de Pickman, y prefiero no adivinarlo. Podías
haberte imaginado que tenía alguna información confidencial cuando
dejé de verlo; y que ese es el motivo de que no quiera pensar adonde
ha ido. Dejemos que la policía averigüe lo que pueda… que no será
mucho, a juzgar por el hecho de que todavía no saben nada de la
vieja casa del North End que Pickman alquiló bajo el nombre de
Peters. No estoy seguro de que yo mismo pudiera encontrarla de nuevo…
ni de que vaya a intentarlo, ¡ni siquiera a plena luz del día! Sí,
sé, o temo saber, por qué la conservaba. De eso voy a hablarte. Y
creo que, antes de que haya terminado, comprenderás por qué no se
lo cuento a la policía. Me pedirían que les guiara, pero yo no
podría volver a aquel lugar aun cuando conociese el camino. Algo
había allí… por eso ahora ya no puedo coger el metro ni (y lo
mismo puedes reírte también de esto) bajar a ningún sótano.
Supongo
que habrás comprendido que no dejé de ver a Pickman por las mismas
razones absurdas por las que lo hicieron esas viejas remilgadas como
el doctor Reid, Joe Minot o Bosworth. El arte morboso no me
escandaliza, y cuando un hombre tiene el talento de Pickman considero
un honor el haberlo conocido, no importa la dirección que tome su
obra. Boston nunca tuvo un pintor tan magnífico como Richard Upton
Pickman. Lo dije al principio y sigo diciéndolo, y no me desvié un
ápice, tampoco, cuando expuso aquel “Gul alimentándose”.
Aquello, como recordarás, fue el motivo por el que Minot dejó de
verlo.
Tú
sabes muy bien que producir cosas como las de Pickman requiere un
arte profundo y una profunda comprensión de la naturaleza. Cualquier
portadista de revistas de pacotilla puede pintarrajear un lienzo como
un desaforado y llamarlo Pesadilla, Aquelarre de brujas o Retrato del
diablo, pero sólo un gran pintor puede conseguir que aquello
realmente asuste o parezca verosímil. Y ello porque sólo un
auténtico artista conoce la verdadera anatomía de lo terrible o la
fisiología del miedo: el tipo exacto de líneas y proporciones que
se relacionan con los instintos latentes o los recuerdos hereditarios
del miedo, y los adecuados contrastes de color y los efectos
luminosos que provocan el sentido encubierto de lo extraño. No tengo
que explicarte por qué un Fuseli nos hace realmente estremecer
mientras que el frontispicio de un vulgar cuento de fantasmas sólo
nos hace reír. Hay algo que esos artistas captan —algo que
trasciende a la propia vida— y que son capaces de hacernos captar
por unos instantes. Doré lo tenía. Sime también. Y otro tanto
puede decirse de Angarola de Chicago. Y Pickman lo tenía como nadie
lo tuvo antes ni —quiéralo el cielo— nunca volverá a tenerlo.
No
me preguntes qué es lo que ven. Tú sabes que en el arte normal
existe una gran diferencia entre las cosas vitales y palpitantes
sacadas de la naturaleza o de modelos y esas baratijas sintéticas
que los mercantilizados pintores de poca monta producen sin
interrupción en un estudio vacío de acuerdo con las reglas. Bueno,
debería decir que el auténtico artista de lo espeluznante tiene un
tipo de visión que le permite modelar o evocar lo que significan las
verdaderas escenas del mundo espectral en el que vive. En resumidas
cuentas, se las arregla para obtener unos resultados que difieren de
los melindrosos sueños del simulador, casi tanto como la producción
del pintor de la naturaleza difiere de los pastiches del
caricaturista que ha aprendido por correspondencia. Si yo hubiera
visto lo que Pickman vio… pero ¡no! Tomemos algo antes de seguir
adelante. ¡Pardiez, yo no estaría vivo si hubiera visto lo que
aquel hombre —si es que era un hombre— vio!
Recordarás
que el fuerte de Pickman eran los rostros. No creo que desde Goya
nadie haya puesto tanto del auténtico infierno en una serie de
rasgos o en una expresión. Y antes de Goya, habría que remontarse a
aquellos tipos del medioevo que esculpieron las gárgolas y las
quimeras de Nôtre Dame y de Mont Saint-Michel. Ellos creían en toda
clase de cosas… y posiblemente veían también toda clase de cosas,
pues la Edad Media tuvo algunas fases extrañas. Recuerdo que en
cierta ocasión le preguntaste a Pickman, el año antes de marcharte,
dónde demonios conseguía semejantes ideas y visiones. ¿No te soltó
una desagradable carcajada? A aquella risa se debió en parte el que
Reid dejara de verlo. Como sabes, Reid acababa de empezar un curso
sobre patología comparada, y no hablaba más que de pomposas
«teorías confidenciales» acerca del sentido biológico o evolutivo
de este o aquel síntoma mental o físico. Decía que Pickman le
repugnaba más cada día que pasaba, y que al final llegó casi a
asustarlo… que sus rasgos y expresión estaban adoptando poco a
poco una forma que no le gustaba, que no tenía nada de humano.
Hablaba mucho sobre alimentación, y decía que Pickman era sin duda
un ser anormal y excéntrico en grado sumo. Supongo que le dirías a
Reid, si es que habéis tenido alguna correspondencia sobre el
asunto, que había permitido que los cuadros de Pickman le crisparan
los nervios o atormentaran su imaginación. Eso mismo le dije yo…
entonces.
Pero
recuerda que no dejé de ver a Pickman por nada de eso. Al contrario,
mi admiración por él siguió creciendo; pues su “Gul
alimentándose” me parecía un logro asombroso. Como sabes, el club
no quiso exponerlo y el Museo de Bellas Artes no lo aceptó como
donación; y puedo añadir que nadie quiso comprarlo, de modo que
Pickman lo guardó en su casa hasta el día en que se marchó. Ahora
lo tiene su padre en Salem… como sabes Pickman procede de una
antigua familia de esa ciudad, y uno de sus antepasados fue colgado
en 1692 por brujería.
Me
acostumbré a visitar a Pickman con bastante frecuencia, sobre todo
desde que empecé a recoger material para una monografía sobre arte
fantástico. Probablemente fue su obra la que me metió la idea en la
cabeza y, en todo caso, descubrí en él una mina de datos y
sugerencias cuando me puse a redactarla. Me enseñó todos los
cuadros y dibujos que tenía; incluso algunos bocetos a pluma que,
creo sinceramente, habrían provocado su expulsión del club si
muchos de sus socios los hubieran visto. Muy pronto era ya casi un
adepto, y me pasaba horas enteras escuchando como un colegial teorías
artísticas y especulaciones filosóficas lo bastante descabelladas
como para justificar que lo internaran en el manicomio de Danvers. La
veneración que sentía por mi héroe, unida al hecho de que la gente
en general empezaba a tener cada vez menos trato con él, hizo que se
mostrara muy confidencial conmigo; y una tarde me insinuó que si de
verdad era discreto y no me hacía el remilgado, me mostraría algo
muy poco corriente… algo más subido de tono que todo lo que tenía
en su casa.
—Ya
sabes que hay cosas —me dijo— que no van con Newbury Street…
cosas que estarían fuera de lugar aquí y que, en cualquier caso, no
podrían imaginarse. Yo me dedico a captar las implicaciones del
alma, y eso es algo que no encontrarás en un advenedizo conjunto de
calles artificiales construidas por el hombre. Back Bay no es Boston…
no es nada todavía, porque no ha tenido tiempo todavía de reunir
recuerdos y atraer a espíritus urbanos. Si hay aquí algún
fantasma, son los fantasmas domesticados de alguna marisma salada o
gruta poco profunda; y yo necesito fantasmas humanos: los fantasmas
de seres lo bastante organizados como para mirar al infierno y
comprender el significado de lo que ven.
»El
lugar indicado para vivir un artista es el North End. Si los estetas
fueran sinceros, se conformarían con los suburbios porque allí se
concentran las tradiciones. Pero ¡por Dios! ¿No te das cuenta de
que lugares como esos no han sido simplemente hechos sino
que en realidad han ido creciendo? Generación tras
generación, allí vivieron, sintieron y murieron, y eran tiempos en
que la gente no tenía miedo de vivir, ni de sentir, ni de morir.
¿Sabías que en 1632 había un molino en Copp’s Hill, y que la
mitad de las calles actuales fueron trazadas hacia 1630? Puedo
mostrarte casas que se mantienen en pie después de dos siglos y
medio y más; casas que han presenciado lo que haría derrumbarse a
una casa moderna y la reduciría a escombros. ¿Qué sabe el hombre
moderno de la vida y de las fuerzas que hay detrás de ella? Tú
llamas alucinación a la brujería de Salem, pero me apostaría que
la madre de la tatarabuela de mi tatarabuela podría contarte algunas
cosas. La ahorcaron en Gallows Hill, bajo la mirada del mojigato de
Cotton Mather. Mather, maldito sea, temía que alguien pudiera
librarse de aquella condenada jaula de monotonía. ¡Ojalá alguien
le hubiese hechizado o sorbido la sangre durante la noche!
»Puedo
mostrarte una casa en donde él vivió, y otra en la que temía
entrar a pesar de todas sus primorosas fanfarronadas. Sabía cosas
que no se atrevió a incluir en aquel estúpido Magnalia ni
en el pueril Wonders of the Invisible World. Escucha un
momento, ¿sabías que hubo un tiempo en que en el North End había
una serie de túneles a través de los cuales las casas de ciertas
personas se comunicaban entre sí, y además con el cementerio y con
el mar? ¡Por mucho que las procesaran y las persiguieran sin
tapujos… cada día pasaban cosas que no se podían comprender y de
noche se oían risas que no había manera de reconocer!
»Pues
bien, de cada diez casas construidas antes de 1700 que se han
conservado intactas, apostaría que en ocho podría mostrarte algo
raro en el sótano. Apenas hay un mes en que no leamos que unos
obreros han descubierto, al desplomarse este o aquel edificio,
bóvedas y pozos tapiados con ladrillos que no conducen a ninguna
parte; sin duda verías uno el año pasado, desde el ferrocarril
elevado, cerca de Henchman Street. Había brujas y lo que sus
sortilegios convocaban; piratas y lo que ellos trajeron del mar;
contrabandistas, corsarios… ¡y te aseguro que en los viejos
tiempos la gente sabía cómo vivir, y cómo ampliar los límites de
la vida! Este no era el único mundo que un hombre audaz y hábil
podía conocer… ¡quia! Y pensar que hoy en cambio, los cerebros se
han reblandecido tanto que hasta un club de supuestos artistas se
estremece y se convulsiona si un cuadro va más allá de los
sentimientos de los contertulios de un salón de té de Beacon
Street.
»Lo
único que salva al presente es que su condenada estupidez le impide
poner en duda el pasado de manera concluyente. ¿Qué dicen en
realidad los mapas, documentos y guías acerca del North End? ¡Bah!
Me comprometo a llevarte a treinta o cuarenta callejones y redes de
callejuelas al norte de Prince Street, de cuya existencia no
sospechan ni siquiera diez seres vivos aparte de los extranjeros que
pululan por ellas. ¿Y qué saben de ellas esos extranjeros de piel
morena? No, Thurber, esos antiguos lugares están repletos de
espléndidos sueños y rebosan de prodigios, espanto y posibilidades
de evadirse del tópico, y sin embargo no hay alma humana que los
comprenda ni se beneficie de ellos. Mejor dicho, no hay más que una…
¡pues no he estado escarbando en el pasado en vano!
»Escucha,
a ti te interesan esta clase de cosas. ¿Y si te dijera que tengo
otro estudio allí, donde puedo captar el espíritu nocturno de
antiguos horrores y pintar cosas en las que ni siquiera se me hubiera
ocurrido pensar en Newbury Street? Naturalmente, no voy a ir a
contárselo a esas malditas solteronas del club… empezando por
Reid, maldito sea, que incluso hace correr el rumor de que yo soy una
especie de monstruo que desciende por el tobogán de la evolución en
sentido contrario. Sí, Thurber, hace mucho tiempo decidí que había
que pintar el terror de la vida, lo mismo que se pinta su belleza, de
modo que hice algunas investigaciones en lugares donde tenía motivos
para saber que en ellos habitaba el terror.
»Conseguí
un local que no creo que hayan visto nunca más de tres hombres
nórdicos aparte de mí. No está muy lejos del elevado, por lo que
se refiere a la distancia, pero se encuentra a siglos de él por lo
que al alma respecta. Lo alquilé a causa del extraño y viejo pozo
de ladrillo que hay en el sótano… uno de esos sótanos de los que
ya te he hablado. La casucha casi se está cayendo en ruinas, de modo
que a nadie se le ocurriría vivir allí, y no soportaría decirte lo
poco que pago por ella. Las ventanas están tapiadas, pero lo
prefiero así, pues no necesito la luz del día para lo que hago.
Pinto en el sótano, donde la inspiración es más intensa, pero
tengo otras habitaciones amuebladas en la planta baja. El dueño es
un siciliano, y lo he alquilado bajo el nombre de Peters.
»Si
te animas, te llevaré allí esta noche. Creo que te gustarán los
cuadros pues, como dije, en ellos se me ha ido un poco la mano. El
trayecto no es largo… a veces lo hago a pie, pues no quiero llamar
la atención con un taxi en semejante lugar. Podemos tomar el elevado
en South Station hasta Battery Street, y desde allí no hay que andar
mucho.»
Bueno,
Eliot, después de aquella arenga no pude hacer otra cosa que
contenerme para no correr en vez de andar en busca del primer taxi
libre que saliera a nuestro encuentro. Tomamos el elevado en South
Station y a eso de las doce ya habíamos bajado las escaleras de
Battery Street y enfilamos el viejo muelle dejando atrás
Constitution Wharf. No me fijé en los cruces de calles, y no sabría
decirte por dónde pasamos, pero puedo asegurarte que no fue por
Greenough Lane.
Cuando
giramos, fue para subir por un tramo desierto del callejón más
antiguo y sucio que he visto en mi vida, con gabletes a punto de
desmoronarse, pequeñas ventanas con los cristales rotos y arcaicas
chimeneas que sobresalían medio derruidas en el cielo iluminado por
la luna. No creo que hubiera tres casas a la vista que no estuvieran
ya levantadas en tiempos de Cotton Mather; desde luego vislumbré por
lo menos dos con un alero, y en cierta ocasión me pareció ver una
hilera de tejados puntiagudos del olvidado estilo anterior al
holandés, aunque los anticuarios dicen que ya no queda ninguno en
Boston.
Desde
aquel callejón, apenas iluminado, giramos a la izquierda y nos
adentramos en otro igualmente silencioso y todavía más estrecho,
sin ninguna luz; y en un momento me pareció que doblábamos una
curva en ángulo obtuso siguiendo hacia la derecha en plena
oscuridad. Poco después Pickman sacó una linterna y descubrió una
puerta antediluviana de diez entrepaños, que parecía terriblemente
carcomida. Abriéndola, me hizo entrar en un vestíbulo vacío cuyo
revestimiento de madera de roble oscuro debió de ser magnífico en
otro tiempo: sencillo, desde luego, pero que evocaba de manera
emocionante los tiempos de Andros, Phipps y la brujería. Luego me
hizo cruzar una puerta que había a la izquierda, encendió una
lámpara de petróleo y me dijo que me acomodara como si estuviera en
mi propia casa.
Pues
bien, Eliot, soy lo que el hombre de la calle llamaría con toda
justicia un tipo «duro», pero confieso que lo que vi en las paredes
de aquella habitación me dio un buen susto. Eran los cuadros de
Pickman, ya sabes a lo que me refiero —los que no podía pintar ni
siquiera exponer en Newbury Street— y tenía razón cuando dijo que
se le había «ido la mano». Oye… echemos otro trago… ¡en
cualquier caso lo necesito!
No
tiene sentido que trate de describirte aquellos cuadros, pues el más
espantoso y blasfemo horror, la más increíble asquerosidad y
hediondez moral se desprendían de unas simples pinceladas
completamente imposibles de expresar con palabras. No había nada en
ellos de la técnica exótica que se advierte en Sidney Sime, nada de
los paisajes de planetas situados más allá de Saturno ni de los
hongos lunares con los que Clark Ashton Smith nos hiela la sangre.
Los fondos eran en su mayoría antiguos camposantos, misteriosos
bosques, arrecifes marinos, túneles de ladrillo, habitaciones con
antiguos revestimientos de madera o simples sótanos de mampostería.
El cementerio de Copp’s Hill, apenas a unas manzanas de la casa,
era uno de sus escenarios favoritos.
La
locura y la monstruosidad estaban latentes en las figuras que se
veían en primer término… pues en el morboso arte de Pickman
predominaba el retrato demoníaco. Estas figuras muy pocas veces eran
completamente humanas, aunque con frecuencia se acercaban a lo humano
en diversos grados. La mayoría de los cuerpos, aunque toscamente
bípedos, tenían una postura inclinada hacia delante y un ligero
aspecto canino. La textura de muchos de ellos era algo parecida a la
goma y bastante desagradable al tacto. ¡Puf! ¡Todavía los estoy
viendo! Se ocupaban en… bueno, no me pidas que entre en detalles.
Normalmente se estaban alimentando… pero no diré de qué. A veces
los mostraba en grupos en cementerios o pasadizos subterráneos, y a
menudo aparecían disputándose su presa… o más bien su tesoro
descubierto. ¡Y qué detestable expresividad infundía Pickman a
veces a los ciegos rostros de su horrendo botín! De vez en cuando se
los veía saltando desde ventanas abiertas en plena noche, o
agazapados sobre el pecho de algún durmiente, acosando su garganta.
Uno de los lienzos mostraba un grupo de ellos aullando alrededor de
una bruja ahorcada en Gallows Hill, cuyas cadavéricas facciones
guardaban un gran parecido con las de aquellos seres.
Pero
no creas que fue todo ese espantoso asunto del tema y el escenario de
aquellos cuadros lo que me impresionó hasta el punto de hacerme
perder el sentido. No soy un niño de tres años, y he visto con
anterioridad muchas cosas así. ¡Fueron los rostros, Eliot,
aquellos malditos rostros, que miraban de soslayo y parecían
querer salirse ansiosamente del lienzo con un verdadero aliento
vital! ¡Válgame Dios, en verdad creo que estaban vivos!
Aquella hechicera nauseabunda había despertado los fuegos del averno
en el propio pigmento y su escoba había sido una varita que generaba
pesadillas. ¡Pásame aquella garrafa, Eliot!
Había
un lienzo llamado “La lección”… ¡Que el cielo se apiade de
mí! ¿Por qué lo vería? Escucha… ¿te imaginas un círculo de
criaturas indescriptibles con aspecto canino agachadas en un
camposanto enseñando a un niño pequeño a alimentarse como ellas?
El resultado de una permuta de niños al nacer, supongo… ya sabes,
el viejo mito de esa gente sobrenatural que deja su prole en las
cunas en sustitución de los recién nacidos humanos que roban.
Pickman mostraba en el cuadro lo que les sucede a aquellos niños
robados —cómo crecen—, y en aquel momento empecé a comprender
el espantoso parentesco que existía entre los rostros de las figuras
humanas y las no humanas. Establecía, en todas sus gradaciones de
morbosidad, un sardónico nexo evolutivo entre lo manifiestamente no
humano y lo degradadamente humano. ¡Las criaturas con aspecto de
perro se habían desarrollado a partir de los humanos!
Y
nada más preguntarme qué haría con sus propias crías que se
quedaban con los seres humanos a modo de trueque, me llamó la
atención un cuadro que expresaba aquella misma idea. Se trataba de
un antiguo interior puritano: una habitación de gruesas vigas con
ventanas de celosía, un escaño con arcón en el asiento y
mobiliario del siglo XVII bastante tosco ocupado por la familia
rodeando al padre, que leía las Escrituras. Todos los rostros,
excepto uno, mostraban nobleza y veneración, pero ese uno reflejaba
la burla del infierno. Era el rostro de un joven, y sin duda
pertenecía a un supuesto hijo de aquel piadoso padre, que en
realidad estaba emparentado con las criaturas impuras. Era un niño
suplantado… y, en un rasgo de suprema ironía, Pickman le había
dado a sus facciones un parecido bastante apreciable con las suyas.
Para
entonces, Pickman había encendido una lámpara en una habitación
contigua y mantenía la puerta abierta, cortésmente, para que yo
pasara, preguntándome si quería ver sus «estudios modernos». Me
había sentido incapaz de comunicarle muchas de mis opiniones —el
miedo y la repugnancia me habían dejado sin habla—, pero creo que
comprendió perfectamente mi estado de ánimo y se sintió muy
halagado. Y ahora quiero asegurarte una vez más, Eliot, que no soy
un gallina de esos que se echan a gritar en cuanto ven algo que se
aparte un poco de lo habitual. Soy de mediana edad y bastante
sofisticado, y supongo que con lo que viste de mí en Francia te
basta para saber que no me dejo impresionar con facilidad. Recuerda
también que acababa de recobrar el aliento y empezaba a
acostumbrarme a aquellos espantosos cuadros que convertían la Nueva
Inglaterra colonial en una especie de dependencia del infierno. Pues
bien, a pesar de todo ello, aquella habitación contigua me obligó a
gritar, y tuve que agarrarme al marco de la puerta para no
desplomarme. El otro aposento mostraba una serie de gules y brujas
que invadían el mundo de nuestros antepasados, pero lo que había en
este ¡traía el horror a nuestra propia vida cotidiana!
¡Pardiez,
qué cosas pintaba aquel hombre! Había un estudio llamado “Accidente
en el metro”, en el que un tropel de repugnantes criaturas subían
gateando de alguna ignota catacumba a través de una grieta abierta
en el suelo de la estación de metro de Boylston Street y atacaban a
una multitud de gente que esperaba en el andén. Otro mostraba un
baile en Copp’s Hill en medio de las tumbas, sobre un fondo actual.
Había además numerosas vistas de sótanos, con monstruos que
entraban sigilosamente a través de grietas y agujeros abiertos en la
mampostería, enseñando los dientes mientras permanecían en
cuclillas detrás de toneles o calderas a la espera de que su primera
víctima descendiera por la escalera.
Un
asqueroso lienzo parecía representar un corte transversal de Beacon
Hill, con hormigueantes ejércitos de aquellos mefíticos monstruos
abriéndose paso por escondrijos que acribillaban el suelo. Había
profusas representaciones de bailes en cementerios modernos, pero lo
que más me impresionó de todo, por alguna razón, fue una escena en
un desconocido sótano, en donde innumerables bestias se apiñaban
alrededor de una que sostenía entre las manos una conocida guía de
Boston, que obviamente leía en voz alta. Todas las bestias señalaban
un determinado pasaje, y sus rostros parecían crispados por una risa
tan epiléptica y resonante que casi me pareció oír su diabólico
eco. El título del cuadro era “Holmes, Lowell y Longfellow yacen
enterrados en Mount Auburn”.
A
medida que me iba tranquilizando y volvía a adaptarme a aquella
segunda habitación de diabluras y morbosidad, me puse a analizar
algunos aspectos de la nauseabunda aversión que me producía todo
aquello. En primer lugar, me dije a mí mismo, aquellos seres me
repugnaban porque ponían de manifiesto la total falta de humanidad y
la insensible crueldad de Pickman. Aquel individuo debía ser un
implacable enemigo de todo el género humano para regodearse tanto en
la tortura mental y física y en la degradación del cuerpo humano.
En segundo lugar, aquellas telas me aterrorizaban a causa de su misma
grandiosidad. Su arte era un arte que convencía: al mirar los
cuadros veíamos a los propios demonios y nos asustaban. Y lo más
extraño del caso era que Pickman no obtenía su indudable fuerza de
la elección de motivos o del empleo de lo estrafalario. Nada estaba
difuminado, distorsionado ni estilizado; los contornos estaban bien
definidos y eran completamente naturales, y los detalles eran
precisos casi hasta la exasperación. ¡Y qué decir de los rostros!
Lo
que veíamos no era simplemente la interpretación de un artista; era
el mismo pandemónium, nítidamente reproducido con la más absoluta
objetividad. Eso es lo que era, ¡cielos! Aquel hombre no era ni
mucho menos un fantasioso o un romántico: ni siquiera trataba de
ofrecernos las agitadas y llamativas imágenes fugaces que nos
asaltan en los sueños, sino que reflejaba fría y sardónicamente un
mundo de horror estable, mecanicista y bien organizado, que él veía
en detalle, de manera intensa, directa y resuelta. Dios sabe lo que
podía haber sido aquel mundo, o dónde llegó a vislumbrar Pickman
las blasfemas figuras que corrían a grandes zancadas, trotaban y se
arrastraban por él; pero, cualquiera que fuese la desconcertante
fuente en que se inspiraban sus imágenes, una cosa era evidente:
Pickman era, en todos los sentidos —tanto en la concepción como en
la ejecución—, un minucioso, esmerado y casi científico realista.
Acto
seguido mi anfitrión me mostró el camino de bajada al sótano donde
tenía su verdadero estudio, y me preparé para recibir alguna
impresión horrible entre aquellos lienzos sin terminar. Cuando
llegamos al pie de la húmeda escalera, Pickman enfocó su linterna
hacia un rincón del amplio espacio abierto que quedaba junto a
nosotros, descubriendo el brocal circular de ladrillo de lo que
obviamente era un gran pozo excavado en el suelo de tierra. Nos
acercamos y vi que debía tener un diámetro de unos cinco pies [algo
más de metro y medio], y que sus paredes, de más de un pie de
grosor [poco más de treinta centímetros], sobresalían unas seis
pulgadas [unos quince centímetros] por encima del nivel del suelo…
una sólida construcción del siglo XVII, si no me equivocaba.
Aquello, me dijo Pickman, era una de esas cosas de las que había
estado hablando antes: una abertura de la red de túneles que solían
socavar la colina. Observé despreocupadamente que el pozo no parecía
estar tapiado con ladrillos, y que un pesado disco de madera
constituía aparentemente su única cubierta. Pensando en las cosas
con las que aquel pozo debía haber estado en contacto si las
disparatadas sugerencias de Pickman no habían sido mera retórica,
me estremecí ligeramente; luego volví a seguirle, subimos un
escalón y atravesamos una estrecha puerta que daba a una habitación
de tamaño mediano, provista de un suelo de madera y amueblada como
un estudio. Un aparato de gas acetileno suministraba la luz necesaria
para trabajar.
Los
cuadros inacabados, montados en caballetes o apoyados contra la
pared, eran tan horrorosos como los terminados que había visto en el
piso de arriba, y revelaban la meticulosidad con que trabajaba el
artista. Las escenas estaban esbozadas con sumo cuidado, y las pautas
trazadas a lápiz ponían de manifiesto la minuciosa exactitud con
que Pickman trataba de conseguir la perspectiva y las proporciones
correctas. Era un gran pintor… lo digo incluso después de saber
todo lo que sé. Me llamó la atención una gran cámara fotográfica
que había sobre una mesa, y Pickman me dijo que la utilizaba para
fotografiar escenarios que le sirvieran de fondo para sus cuadros, de
modo que podía pintar a partir de fotografías sin salir del
estudio, evitando así tener que desplazarse con su equipo por toda
la ciudad en busca de un paisaje determinado. Opinaba que una
fotografía era tan buena para apoyar su trabajo como cualquier
escenario o modelo reales, y confesó que las empleaba habitualmente.
Había
algo muy preocupante en los nauseabundos bocetos y en las
monstruosidades a medio terminar que lanzaban maliciosas miradas
desde todas partes de la habitación y, cuando Pickman descubrió de
pronto un enorme lienzo en la pared más alejada de la luz, por mucho
que lo intenté no pude contener un fuerte grito… el segundo que
había proferido aquella noche. Resonó una y otra vez a través de
las oscuras bóvedas de aquel antiguo y salitroso sótano, y tuve que
realizar un tremendo esfuerzo para no estallar en una histérica
carcajada. ¡Dios misericordioso! Eliot, no sé cuánto había de
real y cuánto de febril fantasía en todo aquello. ¡No me parecía
que un sueño como aquel fuera posible en este mundo!
El
cuadro representaba una colosal e indescriptible monstruosidad de
fulminantes ojos rojos, que sostenía en sus huesudas garras algo que
debió haber sido un hombre, y le roía la cabeza como un chiquillo
mordisquea un pirulí. Estaba en cuclillas, y al mirarlo parecía
como si de un momento a otro fuera a soltar su presa para ir en busca
de un bocado más jugoso. Pero, ¡maldita sea!, no era aquel
diabólico motivo la imperecedera fuente de pánico… ni aquel
rostro perruno de orejas puntiagudas, ojos inyectados en sangre,
nariz chata y labios babeantes. Ni tampoco aquellas garras escamosas,
ni el cuerpo de moho apelmazado, ni los pies semiungulados… nada de
eso, aunque cualquiera de aquellas características habría bastado
para volver loco a un hombre impresionable.
Era
la técnica, Eliot… ¡aquella maldita, impía y contranatural
técnica! Nunca en toda mi vida había visto plasmado en un lienzo el
aliento vital de forma tan real. El monstruo tenía tal presencia
—fulminaba con la mirada y roía alternativamente— que comprendí
que sólo una suspensión de las leyes de la naturaleza podía llevar
a un hombre a pintar una cosa como aquélla sin un modelo… sin
haber vislumbrado ese mundo inferior que ningún mortal no vendido al
demonio ha visto nunca.
Prendido
con una chincheta a una parte sin pintar del lienzo había un trozo
de papel muy abarquillado… probablemente, pensé, sería una
fotografía que Pickman tenía la intención de utilizar para pintar
un fondo tan horroroso como la pesadilla que iba a realzar. Alargué
el brazo para estirarlo y echarle una ojeada, cuando de pronto
Pickman se sobresaltó como si le hubiera dado una punzada. Había
estado escuchando con especial atención desde que mi grito de horror
despertase insólitos ecos en el oscuro sótano, y ahora parecía
estar sobrecogido por un miedo que, sin ser comparable al mío, era
más físico que espiritual. Sacó un revólver y me indicó con la
mano que me callara, y acto seguido salió al sótano principal y
cerró la puerta tras él.
Creo
que me quedé paralizado durante unos instantes. Imitando a Pickman
agucé el oído, y me pareció oír un leve sonido como si alguien
correteara en alguna parte, y una serie de chillidos o gemidos en una
dirección que no pude determinar. Pensé en enormes ratas y me
estremecí. Luego se oyó una especie de ruido apagado que de alguna
manera me puso la carne de gallina… una especie de sigiloso y
vacilante ruido, aunque me sería imposible tratar de expresarlo en
palabras. Era como si una pesada madera hubiese caído sobre piedra o
ladrillo… madera sobre ladrillo… ¿qué me sugería aquello?
Se
oyó de nuevo el ruido, y esta vez más fuerte. Hubo una vibración
como si la madera hubiese caído más lejos de lo que había caído
antes. Después de aquello siguió un sonido chirriante y agudo, unos
confusos y atropellados gritos de Pickman y la atronadora descarga de
las seis recámaras de un revólver, disparadas espectacularmente
como un domador de leones podría disparar al aire para impresionar
al público. A continuación, un chillido o graznido amortiguado, y
un golpe sordo. Luego, más chirridos producidos por la madera y el
ladrillo, una pausa y la apertura de la puerta… ante lo cual, lo
confieso, me sobresalté enormemente. Pickman reapareció con su arma
todavía humeante, maldiciendo a las abultadas ratas que infestaban
el antiguo pozo.
—El
diablo sabrá lo que comen, Thurber —dijo, enseñando los dientes—,
pues esos arcaicos túneles comunican con cementerios, guaridas de
brujas y llegan hasta el litoral. Pero sea lo que fuere, se les ha
debido acabar, pues estaban sumamente ansiosas por salir. Tus gritos
las despertaron, supongo. Será mejor andar con precaución por estos
andurriales: nuestros amigos roedores son el único inconveniente,
aunque a veces pienso que su presencia constituye una evidente
ventaja pues le dan una cierta atmósfera y colorido.
Bueno,
Eliot, aquel fue el final de la aventura nocturna. Pickman había
prometido enseñarme el lugar, y bien sabe Dios que lo hizo. Me sacó
de aquel laberinto de callejones por otra dirección al parecer, pues
cuando vimos la luz de una farola nos encontrábamos en una calle que
me resultaba familiar, con monótonas hileras de bloques de viviendas
y viejos caserones. Resultó ser Charter Street, aunque yo estaba
demasiado nervioso para darme cuenta de adonde habíamos llegado. Era
ya demasiado tarde para tomar el elevado, y regresamos a pie al
centro de la ciudad atravesando Hanover Street. Recuerdo muy bien
aquel paseo. Nos desviamos en Tremont, subimos por Beacon, y Pickman
me dejó en la esquina de Joy, donde me despedí. No he vuelto a
hablar con él.
¿Por
qué dejé de ver a Pickman? No seas impaciente. Espera que llame
para que nos traigan café. Hemos tomado bastante de lo otro, y yo
por lo menos necesito beber algo. No… no fueron los cuadros que vi
en aquel lugar; aunque juraría que ellos serían motivo suficiente
para que le hicieran el vacío a Pickman en nueve de cada diez
hogares y clubes de Boston, y supongo que ahora comprenderás por qué
evito los metros o los sótanos. Fue… algo que encontré en mi
abrigo a la mañana siguiente. Ya sabes, el papel arrugado prendido
con chinchetas a aquel espantoso lienzo del sótano; lo que tomé por
una fotografía de algún escenario que Pickman se proponía utilizar
como fondo para el cuadro de aquel monstruo. El último susto de
Pickman se produjo cuando yo iba a desenrollar el papel, y al parecer
lo arrugué y me lo metí distraídamente en el bolsillo. Pero aquí
llega el café… tómatelo puro, Eliot, si eres sensato.
Sí,
aquel papel fue el motivo de que dejara de ver a Pickman; Richard
Upton Pickman, el más grande artista que he conocido… y el ser más
detestable que haya traspasado nunca los límites de la vida para
adentrarse en los abismos del mito y la locura. El viejo Reid tenía
razón, Eliot: Pickman no era estrictamente humano. O bien nació
bajo una influencia maligna, o encontró la forma de abrir la puerta
prohibida. Ya da lo mismo, pues desapareció… regresó a aquella
increíble oscuridad que a él le gustaba frecuentar. Ahora será
mejor que encendamos el candelabro.
No
me pidas que te explique, o siquiera que haga conjeturas acerca de lo
que quemé. Tampoco me preguntes qué había tras aquella especie de
topos que gateaban que Pickman tenía tanto interés en hacer pasar
por ratas. Hay secretos que pueden proceder de la época de la
antigua Salem, y Cotton Mather cuenta cosas todavía más extrañas.
Ya sabes lo condenadamente vivos que parecían los cuadros de
Pickman… cómo nos preguntamos todos más de una vez dónde
conseguía aquellos rostros.
Bueno…
después de todo, aquel papel no era la fotografía de ningún fondo.
Lo que mostraba era simplemente el ser monstruoso que estaba pintando
en aquel atroz lienzo. Era el modelo que estaba utilizando… y el
fondo no era sino la pared del estudio del sótano pintada con todo
detalle. Por el amor de Dios, Eliot, aquella fotografía estaba
tomada del natural.
Revista Weird Tales, 1926.
Imagen: Saturno devorando a su hijo, Goya. 1819-1823.