miércoles, 30 de junio de 2021

El modelo de Pickman. H. P. Lovecraft.

No tienes que pensar que estoy loco, Eliot: muchos otros tienen prejuicios más raros que este. ¿Por qué no te ríes del abuelo de Oliver, que se empeña en no subir a un automóvil? Si no me gusta ese condenado metro, es asunto mío; y, de todas maneras, hemos llegado más deprisa en taxi. Habríamos tenido que subir a pie la colina desde Park Street si hubiéramos tomado el metro.
Sé que estoy más nervioso que cuando me viste el año pasado, pero no es preciso que me amenaces con internarme en una clínica. Dios sabe que existen muchos motivos para ello, pero me parece que por fortuna estoy completamente cuerdo. ¿Por qué ese tercer grado? No solías ser tan inquisitivo.
Bueno, si has de oírlo, no sé por qué no tendrías que hacerlo. De todas maneras, tal vez debas oírlo, ya que no has dejado de escribirme como lo haría un padre afligido cuando te enteraste de que había dejado de ir al Art Club y me mantenía apartado de Pickman. Ahora que él ha desaparecido voy por el club de vez en cuando, pero mis nervios no son lo que eran.
No, no sé qué ha sido de Pickman, y prefiero no adivinarlo. Podías haberte imaginado que tenía alguna información confidencial cuando dejé de verlo; y que ese es el motivo de que no quiera pensar adonde ha ido. Dejemos que la policía averigüe lo que pueda… que no será mucho, a juzgar por el hecho de que todavía no saben nada de la vieja casa del North End que Pickman alquiló bajo el nombre de Peters. No estoy seguro de que yo mismo pudiera encontrarla de nuevo… ni de que vaya a intentarlo, ¡ni siquiera a plena luz del día! Sí, sé, o temo saber, por qué la conservaba. De eso voy a hablarte. Y creo que, antes de que haya terminado, comprenderás por qué no se lo cuento a la policía. Me pedirían que les guiara, pero yo no podría volver a aquel lugar aun cuando conociese el camino. Algo había allí… por eso ahora ya no puedo coger el metro ni (y lo mismo puedes reírte también de esto) bajar a ningún sótano.
Supongo que habrás comprendido que no dejé de ver a Pickman por las mismas razones absurdas por las que lo hicieron esas viejas remilgadas como el doctor Reid, Joe Minot o Bosworth. El arte morboso no me escandaliza, y cuando un hombre tiene el talento de Pickman considero un honor el haberlo conocido, no importa la dirección que tome su obra. Boston nunca tuvo un pintor tan magnífico como Richard Upton Pickman. Lo dije al principio y sigo diciéndolo, y no me desvié un ápice, tampoco, cuando expuso aquel “Gul alimentándose”. Aquello, como recordarás, fue el motivo por el que Minot dejó de verlo.
Tú sabes muy bien que producir cosas como las de Pickman requiere un arte profundo y una profunda comprensión de la naturaleza. Cualquier portadista de revistas de pacotilla puede pintarrajear un lienzo como un desaforado y llamarlo Pesadilla, Aquelarre de brujas o Retrato del diablo, pero sólo un gran pintor puede conseguir que aquello realmente asuste o parezca verosímil. Y ello porque sólo un auténtico artista conoce la verdadera anatomía de lo terrible o la fisiología del miedo: el tipo exacto de líneas y proporciones que se relacionan con los instintos latentes o los recuerdos hereditarios del miedo, y los adecuados contrastes de color y los efectos luminosos que provocan el sentido encubierto de lo extraño. No tengo que explicarte por qué un Fuseli nos hace realmente estremecer mientras que el frontispicio de un vulgar cuento de fantasmas sólo nos hace reír. Hay algo que esos artistas captan —algo que trasciende a la propia vida— y que son capaces de hacernos captar por unos instantes. Doré lo tenía. Sime también. Y otro tanto puede decirse de Angarola de Chicago. Y Pickman lo tenía como nadie lo tuvo antes ni —quiéralo el cielo— nunca volverá a tenerlo.
No me preguntes qué es lo que ven. Tú sabes que en el arte normal existe una gran diferencia entre las cosas vitales y palpitantes sacadas de la naturaleza o de modelos y esas baratijas sintéticas que los mercantilizados pintores de poca monta producen sin interrupción en un estudio vacío de acuerdo con las reglas. Bueno, debería decir que el auténtico artista de lo espeluznante tiene un tipo de visión que le permite modelar o evocar lo que significan las verdaderas escenas del mundo espectral en el que vive. En resumidas cuentas, se las arregla para obtener unos resultados que difieren de los melindrosos sueños del simulador, casi tanto como la producción del pintor de la naturaleza difiere de los pastiches del caricaturista que ha aprendido por correspondencia. Si yo hubiera visto lo que Pickman vio… pero ¡no! Tomemos algo antes de seguir adelante. ¡Pardiez, yo no estaría vivo si hubiera visto lo que aquel hombre —si es que era un hombre— vio!
Recordarás que el fuerte de Pickman eran los rostros. No creo que desde Goya nadie haya puesto tanto del auténtico infierno en una serie de rasgos o en una expresión. Y antes de Goya, habría que remontarse a aquellos tipos del medioevo que esculpieron las gárgolas y las quimeras de Nôtre Dame y de Mont Saint-Michel. Ellos creían en toda clase de cosas… y posiblemente veían también toda clase de cosas, pues la Edad Media tuvo algunas fases extrañas. Recuerdo que en cierta ocasión le preguntaste a Pickman, el año antes de marcharte, dónde demonios conseguía semejantes ideas y visiones. ¿No te soltó una desagradable carcajada? A aquella risa se debió en parte el que Reid dejara de verlo. Como sabes, Reid acababa de empezar un curso sobre patología comparada, y no hablaba más que de pomposas «teorías confidenciales» acerca del sentido biológico o evolutivo de este o aquel síntoma mental o físico. Decía que Pickman le repugnaba más cada día que pasaba, y que al final llegó casi a asustarlo… que sus rasgos y expresión estaban adoptando poco a poco una forma que no le gustaba, que no tenía nada de humano. Hablaba mucho sobre alimentación, y decía que Pickman era sin duda un ser anormal y excéntrico en grado sumo. Supongo que le dirías a Reid, si es que habéis tenido alguna correspondencia sobre el asunto, que había permitido que los cuadros de Pickman le crisparan los nervios o atormentaran su imaginación. Eso mismo le dije yo… entonces.
Pero recuerda que no dejé de ver a Pickman por nada de eso. Al contrario, mi admiración por él siguió creciendo; pues su “Gul alimentándose” me parecía un logro asombroso. Como sabes, el club no quiso exponerlo y el Museo de Bellas Artes no lo aceptó como donación; y puedo añadir que nadie quiso comprarlo, de modo que Pickman lo guardó en su casa hasta el día en que se marchó. Ahora lo tiene su padre en Salem… como sabes Pickman procede de una antigua familia de esa ciudad, y uno de sus antepasados fue colgado en 1692 por brujería.
Me acostumbré a visitar a Pickman con bastante frecuencia, sobre todo desde que empecé a recoger material para una monografía sobre arte fantástico. Probablemente fue su obra la que me metió la idea en la cabeza y, en todo caso, descubrí en él una mina de datos y sugerencias cuando me puse a redactarla. Me enseñó todos los cuadros y dibujos que tenía; incluso algunos bocetos a pluma que, creo sinceramente, habrían provocado su expulsión del club si muchos de sus socios los hubieran visto. Muy pronto era ya casi un adepto, y me pasaba horas enteras escuchando como un colegial teorías artísticas y especulaciones filosóficas lo bastante descabelladas como para justificar que lo internaran en el manicomio de Danvers. La veneración que sentía por mi héroe, unida al hecho de que la gente en general empezaba a tener cada vez menos trato con él, hizo que se mostrara muy confidencial conmigo; y una tarde me insinuó que si de verdad era discreto y no me hacía el remilgado, me mostraría algo muy poco corriente… algo más subido de tono que todo lo que tenía en su casa.
Ya sabes que hay cosas —me dijo— que no van con Newbury Street… cosas que estarían fuera de lugar aquí y que, en cualquier caso, no podrían imaginarse. Yo me dedico a captar las implicaciones del alma, y eso es algo que no encontrarás en un advenedizo conjunto de calles artificiales construidas por el hombre. Back Bay no es Boston… no es nada todavía, porque no ha tenido tiempo todavía de reunir recuerdos y atraer a espíritus urbanos. Si hay aquí algún fantasma, son los fantasmas domesticados de alguna marisma salada o gruta poco profunda; y yo necesito fantasmas humanos: los fantasmas de seres lo bastante organizados como para mirar al infierno y comprender el significado de lo que ven.
»El lugar indicado para vivir un artista es el North End. Si los estetas fueran sinceros, se conformarían con los suburbios porque allí se concentran las tradiciones. Pero ¡por Dios! ¿No te das cuenta de que lugares como esos no han sido simplemente hechos sino que en realidad han ido creciendo? Generación tras generación, allí vivieron, sintieron y murieron, y eran tiempos en que la gente no tenía miedo de vivir, ni de sentir, ni de morir. ¿Sabías que en 1632 había un molino en Copp’s Hill, y que la mitad de las calles actuales fueron trazadas hacia 1630? Puedo mostrarte casas que se mantienen en pie después de dos siglos y medio y más; casas que han presenciado lo que haría derrumbarse a una casa moderna y la reduciría a escombros. ¿Qué sabe el hombre moderno de la vida y de las fuerzas que hay detrás de ella? Tú llamas alucinación a la brujería de Salem, pero me apostaría que la madre de la tatarabuela de mi tatarabuela podría contarte algunas cosas. La ahorcaron en Gallows Hill, bajo la mirada del mojigato de Cotton Mather. Mather, maldito sea, temía que alguien pudiera librarse de aquella condenada jaula de monotonía. ¡Ojalá alguien le hubiese hechizado o sorbido la sangre durante la noche!
»Puedo mostrarte una casa en donde él vivió, y otra en la que temía entrar a pesar de todas sus primorosas fanfarronadas. Sabía cosas que no se atrevió a incluir en aquel estúpido Magnalia ni en el pueril Wonders of the Invisible World. Escucha un momento, ¿sabías que hubo un tiempo en que en el North End había una serie de túneles a través de los cuales las casas de ciertas personas se comunicaban entre sí, y además con el cementerio y con el mar? ¡Por mucho que las procesaran y las persiguieran sin tapujos… cada día pasaban cosas que no se podían comprender y de noche se oían risas que no había manera de reconocer!
»Pues bien, de cada diez casas construidas antes de 1700 que se han conservado intactas, apostaría que en ocho podría mostrarte algo raro en el sótano. Apenas hay un mes en que no leamos que unos obreros han descubierto, al desplomarse este o aquel edificio, bóvedas y pozos tapiados con ladrillos que no conducen a ninguna parte; sin duda verías uno el año pasado, desde el ferrocarril elevado, cerca de Henchman Street. Había brujas y lo que sus sortilegios convocaban; piratas y lo que ellos trajeron del mar; contrabandistas, corsarios… ¡y te aseguro que en los viejos tiempos la gente sabía cómo vivir, y cómo ampliar los límites de la vida! Este no era el único mundo que un hombre audaz y hábil podía conocer… ¡quia! Y pensar que hoy en cambio, los cerebros se han reblandecido tanto que hasta un club de supuestos artistas se estremece y se convulsiona si un cuadro va más allá de los sentimientos de los contertulios de un salón de té de Beacon Street.
»Lo único que salva al presente es que su condenada estupidez le impide poner en duda el pasado de manera concluyente. ¿Qué dicen en realidad los mapas, documentos y guías acerca del North End? ¡Bah! Me comprometo a llevarte a treinta o cuarenta callejones y redes de callejuelas al norte de Prince Street, de cuya existencia no sospechan ni siquiera diez seres vivos aparte de los extranjeros que pululan por ellas. ¿Y qué saben de ellas esos extranjeros de piel morena? No, Thurber, esos antiguos lugares están repletos de espléndidos sueños y rebosan de prodigios, espanto y posibilidades de evadirse del tópico, y sin embargo no hay alma humana que los comprenda ni se beneficie de ellos. Mejor dicho, no hay más que una… ¡pues no he estado escarbando en el pasado en vano!
»Escucha, a ti te interesan esta clase de cosas. ¿Y si te dijera que tengo otro estudio allí, donde puedo captar el espíritu nocturno de antiguos horrores y pintar cosas en las que ni siquiera se me hubiera ocurrido pensar en Newbury Street? Naturalmente, no voy a ir a contárselo a esas malditas solteronas del club… empezando por Reid, maldito sea, que incluso hace correr el rumor de que yo soy una especie de monstruo que desciende por el tobogán de la evolución en sentido contrario. Sí, Thurber, hace mucho tiempo decidí que había que pintar el terror de la vida, lo mismo que se pinta su belleza, de modo que hice algunas investigaciones en lugares donde tenía motivos para saber que en ellos habitaba el terror.
»Conseguí un local que no creo que hayan visto nunca más de tres hombres nórdicos aparte de mí. No está muy lejos del elevado, por lo que se refiere a la distancia, pero se encuentra a siglos de él por lo que al alma respecta. Lo alquilé a causa del extraño y viejo pozo de ladrillo que hay en el sótano… uno de esos sótanos de los que ya te he hablado. La casucha casi se está cayendo en ruinas, de modo que a nadie se le ocurriría vivir allí, y no soportaría decirte lo poco que pago por ella. Las ventanas están tapiadas, pero lo prefiero así, pues no necesito la luz del día para lo que hago. Pinto en el sótano, donde la inspiración es más intensa, pero tengo otras habitaciones amuebladas en la planta baja. El dueño es un siciliano, y lo he alquilado bajo el nombre de Peters.
»Si te animas, te llevaré allí esta noche. Creo que te gustarán los cuadros pues, como dije, en ellos se me ha ido un poco la mano. El trayecto no es largo… a veces lo hago a pie, pues no quiero llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Podemos tomar el elevado en South Station hasta Battery Street, y desde allí no hay que andar mucho.»
Bueno, Eliot, después de aquella arenga no pude hacer otra cosa que contenerme para no correr en vez de andar en busca del primer taxi libre que saliera a nuestro encuentro. Tomamos el elevado en South Station y a eso de las doce ya habíamos bajado las escaleras de Battery Street y enfilamos el viejo muelle dejando atrás Constitution Wharf. No me fijé en los cruces de calles, y no sabría decirte por dónde pasamos, pero puedo asegurarte que no fue por Greenough Lane.
Cuando giramos, fue para subir por un tramo desierto del callejón más antiguo y sucio que he visto en mi vida, con gabletes a punto de desmoronarse, pequeñas ventanas con los cristales rotos y arcaicas chimeneas que sobresalían medio derruidas en el cielo iluminado por la luna. No creo que hubiera tres casas a la vista que no estuvieran ya levantadas en tiempos de Cotton Mather; desde luego vislumbré por lo menos dos con un alero, y en cierta ocasión me pareció ver una hilera de tejados puntiagudos del olvidado estilo anterior al holandés, aunque los anticuarios dicen que ya no queda ninguno en Boston.
Desde aquel callejón, apenas iluminado, giramos a la izquierda y nos adentramos en otro igualmente silencioso y todavía más estrecho, sin ninguna luz; y en un momento me pareció que doblábamos una curva en ángulo obtuso siguiendo hacia la derecha en plena oscuridad. Poco después Pickman sacó una linterna y descubrió una puerta antediluviana de diez entrepaños, que parecía terriblemente carcomida. Abriéndola, me hizo entrar en un vestíbulo vacío cuyo revestimiento de madera de roble oscuro debió de ser magnífico en otro tiempo: sencillo, desde luego, pero que evocaba de manera emocionante los tiempos de Andros, Phipps y la brujería. Luego me hizo cruzar una puerta que había a la izquierda, encendió una lámpara de petróleo y me dijo que me acomodara como si estuviera en mi propia casa.
Pues bien, Eliot, soy lo que el hombre de la calle llamaría con toda justicia un tipo «duro», pero confieso que lo que vi en las paredes de aquella habitación me dio un buen susto. Eran los cuadros de Pickman, ya sabes a lo que me refiero —los que no podía pintar ni siquiera exponer en Newbury Street— y tenía razón cuando dijo que se le había «ido la mano». Oye… echemos otro trago… ¡en cualquier caso lo necesito!
No tiene sentido que trate de describirte aquellos cuadros, pues el más espantoso y blasfemo horror, la más increíble asquerosidad y hediondez moral se desprendían de unas simples pinceladas completamente imposibles de expresar con palabras. No había nada en ellos de la técnica exótica que se advierte en Sidney Sime, nada de los paisajes de planetas situados más allá de Saturno ni de los hongos lunares con los que Clark Ashton Smith nos hiela la sangre. Los fondos eran en su mayoría antiguos camposantos, misteriosos bosques, arrecifes marinos, túneles de ladrillo, habitaciones con antiguos revestimientos de madera o simples sótanos de mampostería. El cementerio de Copp’s Hill, apenas a unas manzanas de la casa, era uno de sus escenarios favoritos.
La locura y la monstruosidad estaban latentes en las figuras que se veían en primer término… pues en el morboso arte de Pickman predominaba el retrato demoníaco. Estas figuras muy pocas veces eran completamente humanas, aunque con frecuencia se acercaban a lo humano en diversos grados. La mayoría de los cuerpos, aunque toscamente bípedos, tenían una postura inclinada hacia delante y un ligero aspecto canino. La textura de muchos de ellos era algo parecida a la goma y bastante desagradable al tacto. ¡Puf! ¡Todavía los estoy viendo! Se ocupaban en… bueno, no me pidas que entre en detalles. Normalmente se estaban alimentando… pero no diré de qué. A veces los mostraba en grupos en cementerios o pasadizos subterráneos, y a menudo aparecían disputándose su presa… o más bien su tesoro descubierto. ¡Y qué detestable expresividad infundía Pickman a veces a los ciegos rostros de su horrendo botín! De vez en cuando se los veía saltando desde ventanas abiertas en plena noche, o agazapados sobre el pecho de algún durmiente, acosando su garganta. Uno de los lienzos mostraba un grupo de ellos aullando alrededor de una bruja ahorcada en Gallows Hill, cuyas cadavéricas facciones guardaban un gran parecido con las de aquellos seres.
Pero no creas que fue todo ese espantoso asunto del tema y el escenario de aquellos cuadros lo que me impresionó hasta el punto de hacerme perder el sentido. No soy un niño de tres años, y he visto con anterioridad muchas cosas así. ¡Fueron los rostros, Eliot, aquellos malditos rostros, que miraban de soslayo y parecían querer salirse ansiosamente del lienzo con un verdadero aliento vital! ¡Válgame Dios, en verdad creo que estaban vivos! Aquella hechicera nauseabunda había despertado los fuegos del averno en el propio pigmento y su escoba había sido una varita que generaba pesadillas. ¡Pásame aquella garrafa, Eliot!
Había un lienzo llamado “La lección”… ¡Que el cielo se apiade de mí! ¿Por qué lo vería? Escucha… ¿te imaginas un círculo de criaturas indescriptibles con aspecto canino agachadas en un camposanto enseñando a un niño pequeño a alimentarse como ellas? El resultado de una permuta de niños al nacer, supongo… ya sabes, el viejo mito de esa gente sobrenatural que deja su prole en las cunas en sustitución de los recién nacidos humanos que roban. Pickman mostraba en el cuadro lo que les sucede a aquellos niños robados —cómo crecen—, y en aquel momento empecé a comprender el espantoso parentesco que existía entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. Establecía, en todas sus gradaciones de morbosidad, un sardónico nexo evolutivo entre lo manifiestamente no humano y lo degradadamente humano. ¡Las criaturas con aspecto de perro se habían desarrollado a partir de los humanos!
Y nada más preguntarme qué haría con sus propias crías que se quedaban con los seres humanos a modo de trueque, me llamó la atención un cuadro que expresaba aquella misma idea. Se trataba de un antiguo interior puritano: una habitación de gruesas vigas con ventanas de celosía, un escaño con arcón en el asiento y mobiliario del siglo XVII bastante tosco ocupado por la familia rodeando al padre, que leía las Escrituras. Todos los rostros, excepto uno, mostraban nobleza y veneración, pero ese uno reflejaba la burla del infierno. Era el rostro de un joven, y sin duda pertenecía a un supuesto hijo de aquel piadoso padre, que en realidad estaba emparentado con las criaturas impuras. Era un niño suplantado… y, en un rasgo de suprema ironía, Pickman le había dado a sus facciones un parecido bastante apreciable con las suyas.
Para entonces, Pickman había encendido una lámpara en una habitación contigua y mantenía la puerta abierta, cortésmente, para que yo pasara, preguntándome si quería ver sus «estudios modernos». Me había sentido incapaz de comunicarle muchas de mis opiniones —el miedo y la repugnancia me habían dejado sin habla—, pero creo que comprendió perfectamente mi estado de ánimo y se sintió muy halagado. Y ahora quiero asegurarte una vez más, Eliot, que no soy un gallina de esos que se echan a gritar en cuanto ven algo que se aparte un poco de lo habitual. Soy de mediana edad y bastante sofisticado, y supongo que con lo que viste de mí en Francia te basta para saber que no me dejo impresionar con facilidad. Recuerda también que acababa de recobrar el aliento y empezaba a acostumbrarme a aquellos espantosos cuadros que convertían la Nueva Inglaterra colonial en una especie de dependencia del infierno. Pues bien, a pesar de todo ello, aquella habitación contigua me obligó a gritar, y tuve que agarrarme al marco de la puerta para no desplomarme. El otro aposento mostraba una serie de gules y brujas que invadían el mundo de nuestros antepasados, pero lo que había en este ¡traía el horror a nuestra propia vida cotidiana!
¡Pardiez, qué cosas pintaba aquel hombre! Había un estudio llamado “Accidente en el metro”, en el que un tropel de repugnantes criaturas subían gateando de alguna ignota catacumba a través de una grieta abierta en el suelo de la estación de metro de Boylston Street y atacaban a una multitud de gente que esperaba en el andén. Otro mostraba un baile en Copp’s Hill en medio de las tumbas, sobre un fondo actual. Había además numerosas vistas de sótanos, con monstruos que entraban sigilosamente a través de grietas y agujeros abiertos en la mampostería, enseñando los dientes mientras permanecían en cuclillas detrás de toneles o calderas a la espera de que su primera víctima descendiera por la escalera.
Un asqueroso lienzo parecía representar un corte transversal de Beacon Hill, con hormigueantes ejércitos de aquellos mefíticos monstruos abriéndose paso por escondrijos que acribillaban el suelo. Había profusas representaciones de bailes en cementerios modernos, pero lo que más me impresionó de todo, por alguna razón, fue una escena en un desconocido sótano, en donde innumerables bestias se apiñaban alrededor de una que sostenía entre las manos una conocida guía de Boston, que obviamente leía en voz alta. Todas las bestias señalaban un determinado pasaje, y sus rostros parecían crispados por una risa tan epiléptica y resonante que casi me pareció oír su diabólico eco. El título del cuadro era “Holmes, Lowell y Longfellow yacen enterrados en Mount Auburn”.
A medida que me iba tranquilizando y volvía a adaptarme a aquella segunda habitación de diabluras y morbosidad, me puse a analizar algunos aspectos de la nauseabunda aversión que me producía todo aquello. En primer lugar, me dije a mí mismo, aquellos seres me repugnaban porque ponían de manifiesto la total falta de humanidad y la insensible crueldad de Pickman. Aquel individuo debía ser un implacable enemigo de todo el género humano para regodearse tanto en la tortura mental y física y en la degradación del cuerpo humano. En segundo lugar, aquellas telas me aterrorizaban a causa de su misma grandiosidad. Su arte era un arte que convencía: al mirar los cuadros veíamos a los propios demonios y nos asustaban. Y lo más extraño del caso era que Pickman no obtenía su indudable fuerza de la elección de motivos o del empleo de lo estrafalario. Nada estaba difuminado, distorsionado ni estilizado; los contornos estaban bien definidos y eran completamente naturales, y los detalles eran precisos casi hasta la exasperación. ¡Y qué decir de los rostros!
Lo que veíamos no era simplemente la interpretación de un artista; era el mismo pandemónium, nítidamente reproducido con la más absoluta objetividad. Eso es lo que era, ¡cielos! Aquel hombre no era ni mucho menos un fantasioso o un romántico: ni siquiera trataba de ofrecernos las agitadas y llamativas imágenes fugaces que nos asaltan en los sueños, sino que reflejaba fría y sardónicamente un mundo de horror estable, mecanicista y bien organizado, que él veía en detalle, de manera intensa, directa y resuelta. Dios sabe lo que podía haber sido aquel mundo, o dónde llegó a vislumbrar Pickman las blasfemas figuras que corrían a grandes zancadas, trotaban y se arrastraban por él; pero, cualquiera que fuese la desconcertante fuente en que se inspiraban sus imágenes, una cosa era evidente: Pickman era, en todos los sentidos —tanto en la concepción como en la ejecución—, un minucioso, esmerado y casi científico realista.
Acto seguido mi anfitrión me mostró el camino de bajada al sótano donde tenía su verdadero estudio, y me preparé para recibir alguna impresión horrible entre aquellos lienzos sin terminar. Cuando llegamos al pie de la húmeda escalera, Pickman enfocó su linterna hacia un rincón del amplio espacio abierto que quedaba junto a nosotros, descubriendo el brocal circular de ladrillo de lo que obviamente era un gran pozo excavado en el suelo de tierra. Nos acercamos y vi que debía tener un diámetro de unos cinco pies [algo más de metro y medio], y que sus paredes, de más de un pie de grosor [poco más de treinta centímetros], sobresalían unas seis pulgadas [unos quince centímetros] por encima del nivel del suelo… una sólida construcción del siglo XVII, si no me equivocaba. Aquello, me dijo Pickman, era una de esas cosas de las que había estado hablando antes: una abertura de la red de túneles que solían socavar la colina. Observé despreocupadamente que el pozo no parecía estar tapiado con ladrillos, y que un pesado disco de madera constituía aparentemente su única cubierta. Pensando en las cosas con las que aquel pozo debía haber estado en contacto si las disparatadas sugerencias de Pickman no habían sido mera retórica, me estremecí ligeramente; luego volví a seguirle, subimos un escalón y atravesamos una estrecha puerta que daba a una habitación de tamaño mediano, provista de un suelo de madera y amueblada como un estudio. Un aparato de gas acetileno suministraba la luz necesaria para trabajar.
Los cuadros inacabados, montados en caballetes o apoyados contra la pared, eran tan horrorosos como los terminados que había visto en el piso de arriba, y revelaban la meticulosidad con que trabajaba el artista. Las escenas estaban esbozadas con sumo cuidado, y las pautas trazadas a lápiz ponían de manifiesto la minuciosa exactitud con que Pickman trataba de conseguir la perspectiva y las proporciones correctas. Era un gran pintor… lo digo incluso después de saber todo lo que sé. Me llamó la atención una gran cámara fotográfica que había sobre una mesa, y Pickman me dijo que la utilizaba para fotografiar escenarios que le sirvieran de fondo para sus cuadros, de modo que podía pintar a partir de fotografías sin salir del estudio, evitando así tener que desplazarse con su equipo por toda la ciudad en busca de un paisaje determinado. Opinaba que una fotografía era tan buena para apoyar su trabajo como cualquier escenario o modelo reales, y confesó que las empleaba habitualmente.
Había algo muy preocupante en los nauseabundos bocetos y en las monstruosidades a medio terminar que lanzaban maliciosas miradas desde todas partes de la habitación y, cuando Pickman descubrió de pronto un enorme lienzo en la pared más alejada de la luz, por mucho que lo intenté no pude contener un fuerte grito… el segundo que había proferido aquella noche. Resonó una y otra vez a través de las oscuras bóvedas de aquel antiguo y salitroso sótano, y tuve que realizar un tremendo esfuerzo para no estallar en una histérica carcajada. ¡Dios misericordioso! Eliot, no sé cuánto había de real y cuánto de febril fantasía en todo aquello. ¡No me parecía que un sueño como aquel fuera posible en este mundo!
El cuadro representaba una colosal e indescriptible monstruosidad de fulminantes ojos rojos, que sostenía en sus huesudas garras algo que debió haber sido un hombre, y le roía la cabeza como un chiquillo mordisquea un pirulí. Estaba en cuclillas, y al mirarlo parecía como si de un momento a otro fuera a soltar su presa para ir en busca de un bocado más jugoso. Pero, ¡maldita sea!, no era aquel diabólico motivo la imperecedera fuente de pánico… ni aquel rostro perruno de orejas puntiagudas, ojos inyectados en sangre, nariz chata y labios babeantes. Ni tampoco aquellas garras escamosas, ni el cuerpo de moho apelmazado, ni los pies semiungulados… nada de eso, aunque cualquiera de aquellas características habría bastado para volver loco a un hombre impresionable.
Era la técnica, Eliot… ¡aquella maldita, impía y contranatural técnica! Nunca en toda mi vida había visto plasmado en un lienzo el aliento vital de forma tan real. El monstruo tenía tal presencia —fulminaba con la mirada y roía alternativamente— que comprendí que sólo una suspensión de las leyes de la naturaleza podía llevar a un hombre a pintar una cosa como aquélla sin un modelo… sin haber vislumbrado ese mundo inferior que ningún mortal no vendido al demonio ha visto nunca.
Prendido con una chincheta a una parte sin pintar del lienzo había un trozo de papel muy abarquillado… probablemente, pensé, sería una fotografía que Pickman tenía la intención de utilizar para pintar un fondo tan horroroso como la pesadilla que iba a realzar. Alargué el brazo para estirarlo y echarle una ojeada, cuando de pronto Pickman se sobresaltó como si le hubiera dado una punzada. Había estado escuchando con especial atención desde que mi grito de horror despertase insólitos ecos en el oscuro sótano, y ahora parecía estar sobrecogido por un miedo que, sin ser comparable al mío, era más físico que espiritual. Sacó un revólver y me indicó con la mano que me callara, y acto seguido salió al sótano principal y cerró la puerta tras él.
Creo que me quedé paralizado durante unos instantes. Imitando a Pickman agucé el oído, y me pareció oír un leve sonido como si alguien correteara en alguna parte, y una serie de chillidos o gemidos en una dirección que no pude determinar. Pensé en enormes ratas y me estremecí. Luego se oyó una especie de ruido apagado que de alguna manera me puso la carne de gallina… una especie de sigiloso y vacilante ruido, aunque me sería imposible tratar de expresarlo en palabras. Era como si una pesada madera hubiese caído sobre piedra o ladrillo… madera sobre ladrillo… ¿qué me sugería aquello?
Se oyó de nuevo el ruido, y esta vez más fuerte. Hubo una vibración como si la madera hubiese caído más lejos de lo que había caído antes. Después de aquello siguió un sonido chirriante y agudo, unos confusos y atropellados gritos de Pickman y la atronadora descarga de las seis recámaras de un revólver, disparadas espectacularmente como un domador de leones podría disparar al aire para impresionar al público. A continuación, un chillido o graznido amortiguado, y un golpe sordo. Luego, más chirridos producidos por la madera y el ladrillo, una pausa y la apertura de la puerta… ante lo cual, lo confieso, me sobresalté enormemente. Pickman reapareció con su arma todavía humeante, maldiciendo a las abultadas ratas que infestaban el antiguo pozo.
El diablo sabrá lo que comen, Thurber —dijo, enseñando los dientes—, pues esos arcaicos túneles comunican con cementerios, guaridas de brujas y llegan hasta el litoral. Pero sea lo que fuere, se les ha debido acabar, pues estaban sumamente ansiosas por salir. Tus gritos las despertaron, supongo. Será mejor andar con precaución por estos andurriales: nuestros amigos roedores son el único inconveniente, aunque a veces pienso que su presencia constituye una evidente ventaja pues le dan una cierta atmósfera y colorido.
Bueno, Eliot, aquel fue el final de la aventura nocturna. Pickman había prometido enseñarme el lugar, y bien sabe Dios que lo hizo. Me sacó de aquel laberinto de callejones por otra dirección al parecer, pues cuando vimos la luz de una farola nos encontrábamos en una calle que me resultaba familiar, con monótonas hileras de bloques de viviendas y viejos caserones. Resultó ser Charter Street, aunque yo estaba demasiado nervioso para darme cuenta de adonde habíamos llegado. Era ya demasiado tarde para tomar el elevado, y regresamos a pie al centro de la ciudad atravesando Hanover Street. Recuerdo muy bien aquel paseo. Nos desviamos en Tremont, subimos por Beacon, y Pickman me dejó en la esquina de Joy, donde me despedí. No he vuelto a hablar con él.
¿Por qué dejé de ver a Pickman? No seas impaciente. Espera que llame para que nos traigan café. Hemos tomado bastante de lo otro, y yo por lo menos necesito beber algo. No… no fueron los cuadros que vi en aquel lugar; aunque juraría que ellos serían motivo suficiente para que le hicieran el vacío a Pickman en nueve de cada diez hogares y clubes de Boston, y supongo que ahora comprenderás por qué evito los metros o los sótanos. Fue… algo que encontré en mi abrigo a la mañana siguiente. Ya sabes, el papel arrugado prendido con chinchetas a aquel espantoso lienzo del sótano; lo que tomé por una fotografía de algún escenario que Pickman se proponía utilizar como fondo para el cuadro de aquel monstruo. El último susto de Pickman se produjo cuando yo iba a desenrollar el papel, y al parecer lo arrugué y me lo metí distraídamente en el bolsillo. Pero aquí llega el café… tómatelo puro, Eliot, si eres sensato.
Sí, aquel papel fue el motivo de que dejara de ver a Pickman; Richard Upton Pickman, el más grande artista que he conocido… y el ser más detestable que haya traspasado nunca los límites de la vida para adentrarse en los abismos del mito y la locura. El viejo Reid tenía razón, Eliot: Pickman no era estrictamente humano. O bien nació bajo una influencia maligna, o encontró la forma de abrir la puerta prohibida. Ya da lo mismo, pues desapareció… regresó a aquella increíble oscuridad que a él le gustaba frecuentar. Ahora será mejor que encendamos el candelabro.
No me pidas que te explique, o siquiera que haga conjeturas acerca de lo que quemé. Tampoco me preguntes qué había tras aquella especie de topos que gateaban que Pickman tenía tanto interés en hacer pasar por ratas. Hay secretos que pueden proceder de la época de la antigua Salem, y Cotton Mather cuenta cosas todavía más extrañas. Ya sabes lo condenadamente vivos que parecían los cuadros de Pickman… cómo nos preguntamos todos más de una vez dónde conseguía aquellos rostros.
Bueno… después de todo, aquel papel no era la fotografía de ningún fondo. Lo que mostraba era simplemente el ser monstruoso que estaba pintando en aquel atroz lienzo. Era el modelo que estaba utilizando… y el fondo no era sino la pared del estudio del sótano pintada con todo detalle. Por el amor de Dios, Eliot, aquella fotografía estaba tomada del natural.

Revista Weird Tales, 1926.

Imagen: Saturno devorando a su hijo, Goya. 1819-1823.
 

domingo, 27 de junio de 2021

La última cena. Ángel García Galiano.

El conde me ha invitado a su castillo. Naturalmente yo llevaré la bebida.

Imagen: fotograma de la película Drácula de Bran Stoker; Francis Ford Coppola, 1992.
 

viernes, 25 de junio de 2021

Fugitivo. Leonardo Dolengiewich Mendoza.

-¿Y por qué te buscan?
-Por algo que sucedió hace unos años... Un asalto, en el que murió una persona.
-¿Te quieren ver preso?
-No. Bajo tierra me quieren.
-¿Para tanto? ¿A quién mataste?
-No maté a nadie.
-¿Entonces?
-En aquel asalto, el muerto fui yo.

jueves, 24 de junio de 2021

Aurora. Federico García Lorca.

La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus
huesos que no habrá paraíso ni amores deshojados:
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.


Poeta en Nueva York, 1928.

miércoles, 23 de junio de 2021

Génesis 3. José María Merino.

Aquella mañana empezamos a ver las cosas más claras: la complejidad del universo, la evolución de los seres vivos, que sobre un punto de apoyo se podría levantar el mundo, que era la tierra la que giraba alrededor del sol y no al contrario y, sobre todo, intuimos que la existencia es un misterio indescifrable. No habían pasado ni dos horas cuando llegó el guardia con la carta de desahucio: el casero había conseguido echarnos a la calle. Nos vinimos a este lugar tan frío, tuvimos hijos. Del resto saben ustedes mucho más que nosotros. El caso es que aquella mañana, en el desayuno, habíamos compartido una manzana.


martes, 22 de junio de 2021

El anciano sin memoria. Javier Villafañe.

Estaba con una mano en la frente y a cada pregunta que hacían los amigos bajaba la cabeza, cerraba los ojos para mirar más lejos y respondía:
No, no recuerdo.
Y de pronto, dijo:
Ustedes recuerdan todo. Debe ser tremendo. Yo no recuerdo nada. Estoy como si naciera mañana.


 

lunes, 21 de junio de 2021

El inmortal. Jorge Luis Borges.

Solomon saith: There is no new thing upon the earth. So that as Plato had an imagination, that all knowledge was but remembrance; so Solomon given his sentence, that all novelty is but oblivion.
FRANCIS BACON, Essays, LVIII


En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope. La princesa los adquirió; al recibirlos, cambió unas palabras con él. Era, nos dice, un hombre consumido y terroso, de ojos grises y barba gris, de rasgos singularmente vagos. Se manejaba con fluidez e ignorancia en diversas lenguas; en muy pocos minutos pasó del francés al inglés y del inglés a una conjunción enigmática de español de Salónica y de portugués de Macao. En octubre, la princesa oyó por un pasajero del Zeus que Cartaphilus había muerto en el mar, al regresar a Esmirna, y que lo habían enterrado en la isla de Íos. En el último tomo de la Ilíada halló este manuscrito.
El original está redactado en inglés y abunda en latinismos. La versión que ofrecemos es literal.


I
Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al Mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero. Los mauritanos fueron vencidos; la tierra que antes ocuparon las ciudades rebeldes fue dedicada eternamente a los dioses plutónicos; Alejandría, debelada, imploró en vano la misericordia del César; antes de un año las legiones reportaron el triunfo, pero yo logré apenas divisar el rostro de Marte. Esa privación me dolió y fue tal vez la causa de que yo me arrojara a descubrir, por temerosos y difusos desiertos, la secreta Ciudad de los Inmortales.
Mis trabajos empezaron, he referido, en un jardín de Tebas. Toda esa noche no dormí, pues algo estaba combatiendo en mi corazón. Me levanté poco antes del alba; mis esclavos dormían, la luna tenía el mismo color de la infinita arena. Un jinete rendido y ensangrentado venía del oriente. A unos pasos de mí, rodó del caballo. Con una tenue voz insaciable me preguntó en latín el nombre del río que bañaba los muros de la ciudad. Le respondí que era el Egipto, que alimentan las lluvias. Otro es el río que persigo, replicó tristemente, el río secreto que purifica de la muerte a los hombres. Oscura sangre le manaba del pecho. Me dijo que su patria era una montaña que está al otro lado del Ganges y que en esa montaña era fama que si alguien caminara hasta el occidente, donde se acaba el mundo, llegaría al río cuyas aguas dan la inmortalidad. Agregó que en la margen ulterior se eleva la Ciudad de los Inmortales, rica en baluartes y anfiteatros y templos. Antes de la aurora murió, pero yo determiné descubrir la ciudad y su río. Interrogados por el verdugo, algunos prisioneros mauritanos confirmaron la relación del viajero; alguien recordó la llanura elísea, en el término de la tierra, donde la vida de los hombres es perdurable; alguien, las cumbres donde nace el Pactolo, cuyos moradores viven un siglo. En Roma, conversé con filósofos que sintieron que dilatar la vida de los hombres era dilatar su agonía y multiplicar el número de sus muertes. Ignoro si creí alguna vez en la Ciudad de los Inmortales: pienso que entonces me bastó la tarea de buscarla. Flavio, procónsul de Getulia, me entregó doscientos soldados para la empresa. También recluté mercenarios, que se dijeron conocedores de los caminos y que fueron los primeros en desertar.
Los hechos ulteriores han deformado hasta lo inextricable el recuerdo de nuestras primeras jornadas. Partimos de Arsinoe y entramos en el abrasado desierto. Atravesamos el país de los trogloditas, que devoran serpientes y carecen del comercio de la palabra; el de los garamantas, que tienen las mujeres en común y se nutren de leones; el de los augilas, que sólo veneran el Tártaro. Fatigamos otros desiertos, donde es negra la arena; donde el viajero debe usurpar las horas de la noche, pues el fervor del día es intolerable. De lejos divisé la montaña que dio nombre al Océano: en sus laderas crece el euforbio, que anula los venenos; en la cumbre habitan los sátiros, nación de hombres ferales y rústicos, inclinados a la lujuria. Que esas regiones bárbaras, donde la tierra es madre de monstruos, pudieran albergar en su seno una ciudad famosa, a todos nos pareció inconcebible. Proseguimos la marcha, pues hubiera sido una afrenta retroceder.
Algunos temerarios durmieron con la cara expuesta a la luna; la fiebre los ardió; en el agua depravada de las cisternas otros bebieron la locura y la muerte. Entonces comenzaron las deserciones; muy poco después, los motines. Para reprimirlos, no vacilé ante el ejercicio de la severidad. Procedí rectamente, pero un centurión me advirtió que los sediciosos (ávidos de vengar la crucifixión de uno de ellos) maquinaban mi muerte. Huí del campamento, con los pocos soldados que me eran fieles. En el desierto los perdí, entre los remolinos de arena y la vasta noche. Una flecha cretense me laceró. Varios días erré sin encontrar agua, o un solo enorme día multiplicado por el sol, por la sed y por el temor de la sed. Dejé el camino al arbitrio de mi caballo. En el alba, la lejanía se erizó de pirámides y de torres. Insoportablemente soñé con un exiguo y nítido laberinto: en el centro había un cántaro; mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo.


II
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria. Sentí en el pecho un doloroso latido, sentí que me abrasaba la sed. Me asomé y grité débilmente. Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena; en la opuesta margen resplandecía (bajo el último sol o bajo el primero) la evidente Ciudad de los Inmortales. Vi muros, arcos, frontispicios y foros: el fundamento era una meseta de piedra. Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle. En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y de que devoraran serpientes.
La urgencia de la sed me hizo temerario. Consideré que estaba a unos treinta pies de la arena; me tiré, cerrados los ojos, atadas a la espalda las manos, montaña abajo. Hundí la cara ensangrentada en el agua oscura. Bebí como se abrevan los animales. Antes de perderme otra vez en el sueño y en los delirios, inexplicablemente repetí unas palabras griegas: los ricos teucros de Zelea que beben el agua negra del Esepo
No sé cuántos días y noches rodaron sobre mí. Doloroso, incapaz de recuperar el abrigo de las cavernas, desnudo en la ignorada arena, dejé que la luna y el sol jugaran con mi aciago destino. Los trogloditas, infantiles en la barbarie, no me ayudaron a sobrevivir o a morir. En vano les rogué que me dieran muerte. Un día, con el filo de un pedernal rompí mis ligaduras. Otro, me levanté y pude mendigar o robar —yo, Marco Flaminio Rufo, tribuno militar de una de las legiones de Roma— mi primera detestada ración de carne de serpiente.
La codicia de ver a los Inmortales, de tocar la sobrehumana Ciudad, casi me vedaba dormir. Como si penetraran mi propósito, no dormían tampoco los trogloditas: al principio inferí que me vigilaban; luego, que se habían contagiado de mi inquietud, como podrían contagiarse los perros. Para alejarme de la bárbara aldea elegí la más pública de las horas, la declinación de la tarde, cuando casi todos los hombres emergen de las grietas y de los pozos y miran el poniente, sin verlo. Oré en voz alta, menos para suplicar el favor divino que para intimidar a la tribu con palabras articuladas. Atravesé el arroyo que los médanos entorpecen y me dirigí a la Ciudad. Confusamente me siguieron dos o tres hombres. Eran (como los otros de ese linaje) de menguada estatura; no inspiraban temor, sino repulsión. Debí rodear algunas hondonadas irregulares que me parecieron canteras; ofuscado por la grandeza de la Ciudad, yo la había creído cercana. Hacia la medianoche, pisé, erizada de formas idolátricas en la arena amarilla, la negra sombra de sus muros. Me detuvo una especie de horror sagrado. Tan abominadas del hombre son la novedad y el desierto que me alegré de que uno de los trogloditas me hubiera acompañado hasta el fin. Cerré los ojos y aguardé (sin dormir) que relumbrara el día.
He dicho que la Ciudad estaba fundada sobre una meseta de piedra. Esta meseta comparable a un acantilado no era menos ardua que los muros. En vano fatigué mis pasos: el negro basamento no descubría la menor irregularidad, los muros invariables no parecían consentir una sola puerta. La fuerza del día hizo que yo me refugiara en una caverna; en el fondo había un pozo, en el pozo una escalera que se abismaba hacia la tiniebla inferior. Bajé; por un caos de sórdidas galerías llegué a una vasta cámara circular, apenas visible. Había nueve puertas en aquel sótano; ocho daban a un laberinto que falazmente desembocaba en la misma cámara; la novena (a través de otro laberinto) daba a una segunda cámara circular, igual a la primera. Ignoro el número total de las cámaras; mi desventura y mi ansiedad las multiplicaron. El silencio era hostil y casi perfecto; otro rumor no había en esas profundas redes de piedra que un viento subterráneo, cuya causa no descubrí; sin ruido se perdían entre las grietas hilos de agua herrumbrada. Horriblemente me habitué a ese dudoso mundo; consideré increíble que pudiera existir otra cosa que sótanos provistos de nueve puertas y que sótanos largos que se bifurcan. Ignoro el tiempo que debí caminar bajo tierra; sé que alguna vez confundí, en la misma nostalgia, la atroz aldea de los bárbaros y mi ciudad natal, entre los racimos.
En el fondo de un corredor, un no previsto muro me cerró el paso, una remota luz cayó sobre mí. Alcé los ofuscados ojos: en lo vertiginoso, en lo altísimo, vi un círculo de cielo tan azul que pudo parecerme de púrpura. Unos peldaños de metal escalaban el muro. La fatiga me relajaba, pero subí, sólo deteniéndome a veces para torpemente sollozar de felicidad. Fui divisando capiteles y astrágalos, frontones triangulares y bóvedas, confusas pompas del granito y del mármol. Así me fue deparado ascender de la ciega región de negros laberintos entretejidos a la resplandeciente Ciudad.
Emergí a una suerte de plazoleta; mejor dicho, de patio. Lo rodeaba un solo edificio de forma irregular y altura variable; a ese edificio heterogéneo pertenecían las diversas cúpulas y columnas. Antes que ningún otro rasgo de ese monumento increíble, me suspendió lo antiquísimo de su fábrica. Sentí que era anterior a los hombres, anterior a la tierra. Esa notoria antigüedad (aunque terrible de algún modo para los ojos) me pareció adecuada al trabajo de obreros inmortales. Cautelosamente al principio, con indiferencia después, con desesperación al fin, erré por escaleras y pavimentos del inextricable palacio. (Después averigüé que eran inconstantes la extensión y la altura de los peldaños, hecho que me hizo comprender la singular fatiga que me infundieron). Este palacio es fábrica de los dioses, pensé primeramente. Exploré los inhabitados recintos y corregí: Los dioses que lo edificaron han muerto. Noté sus peculiaridades y dije: Los dioses que lo edificaron estaban locos. Lo dije, bien lo sé, con una incomprensible reprobación que era casi un remordimiento, con más horror intelectual que miedo sensible. A la impresión de enorme antigüedad se agregaron otras: la de lo interminable, la de lo atroz, la de lo complejamente insensato. Yo había cruzado un laberinto, pero la nítida Ciudad de los Inmortales me atemorizó y repugnó. Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin. En el palacio que imperfectamente exploré, la arquitectura carecía de fin. Abundaban el corredor sin salida, la alta ventana inalcanzable, la aparatosa puerta que daba a una celda o a un pozo, las increíbles escaleras inversas, con los peldaños y la balaustrada hacia abajo. Otras, adheridas aéreamente al costado de un muro monumental, morían sin llegar a ninguna parte, al cabo de dos o tres giros, en la tiniebla superior de las cúpulas. Ignoro si todos los ejemplos que he enumerado son literales; sé que durante muchos años infestaron mis pesadillas; no puedo ya saber si tal o cual rasgo es una transcripción de la realidad o de las formas que desatinaron mis noches. Esta Ciudad (pensé) es tan horrible que su mera existencia y perduración, aunque en el centro de un desierto secreto, contamina el pasado y el porvenir y de algún modo compromete a los astros. Mientras perdure, nadie en el mundo podrá ser valeroso o feliz. No quiero describirla; un caos de palabras heterogéneas, un cuerpo de tigre o de toro, en el que pulularan monstruosamente, conjugados y odiándose, dientes, órganos y cabezas, pueden (tal vez) ser imágenes aproximativas.
No recuerdo las etapas de mi regreso, entre los polvorientos y húmedos hipogeos. Únicamente sé que no me abandonaba el temor de que, al salir del último laberinto, me rodeara otra vez la nefanda Ciudad de los Inmortales. Nada más puedo recordar. Ese olvido, ahora insuperable, fue quizá voluntario; quizá las circunstancias de mi evasión fueron tan ingratas que, en algún día no menos olvidado también, he jurado olvidarlas.


III
Quienes hayan leído con atención el relato de mis trabajos recordarán que un hombre de la tribu me siguió como un perro podría seguirme, hasta la sombra irregular de los muros. Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como las letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a otra, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas. El hombre las trazaba, las miraba y las corregía. De golpe, como si le fastidiara ese juego, las borró con la palma y el antebrazo. Me miró, no pareció reconocerme. Sin embargo, tan grande era el alivio que me inundaba (o tan grande y medrosa mi soledad) que di en pensar que ese rudimental troglodita, que me miraba desde el suelo de la caverna, había estado esperándome. El sol caldeaba la llanura; cuando emprendimos el regreso a la aldea, bajo las primeras estrellas, la arena era ardorosa bajo los pies. El troglodita me precedió; esa noche concebí el propósito de enseñarle a reconocer, y acaso a repetir, algunas palabras. El perro y el caballo (reflexioné) son capaces de lo primero; muchas aves, como el ruiseñor de los Césares, de lo último. Por muy basto que fuera el entendimiento de un hombre, siempre sería superior al de irracionales.
La humildad y miseria del troglodita me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar. Los arbitrios, el rigor y la obstinación fueron del todo vanos. Inmóvil, con los ojos inertes, no parecía percibir los sonidos que yo procuraba inculcarle. A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. Echado en la arena, como una pequeña y ruinosa esfinge de lava, dejaba que sobre él giraran los cielos, desde el crepúsculo del día hasta el de la noche. Juzgué imposible que no se percatara de mi propósito. Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar y atribuí a suspicacia o a temor el silencio de Argos. De esa imaginación pasé a otras, aún más extravagantes. Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos; pensé que nuestras percepciones eran iguales, pero que Argos las combinaba de otra manera y construía con ellas otros objetos; pensé que acaso no había objetos para él, sino un vertiginoso y continuo juego de impresiones brevísimas. Pensé en un mundo sin memoria, sin tiempo; consideré la posibilidad de un lenguaje que ignorara los sustantivos, un lenguaje de verbos impersonales o de indeclinables epítetos. Así fueron muriendo los días y con los días los años, pero algo parecido a la felicidad ocurrió una mañana. Llovió, con lentitud poderosa.
Las noches del desierto pueden ser frías, pero aquélla había sido un fuego. Soñé que un río de Tesalia (a cuyas aguas yo había restituido un pez de oro) venía a rescatarme; sobre la roja arena y la negra piedra yo lo oía acercarse; la frescura del aire y el rumor atareado de la lluvia me despertaron. Corrí desnudo a recibirla. Declinaba la noche; bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vividos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.
Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.
Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.


IV
Todo me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales; el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.
Esas cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un remo. Habitó un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron, aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y luego el caos.
Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto… Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres inmortales había logrado la perfección de la tolerancia y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito. El pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar, o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en los ya pretéritos… Encarados así, todos nuestros actos son justos, pero también son indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed; antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido de todos. Nos propusimos descubrir ese río.
La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo repetirán hasta el vértigo. No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo elegiaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales. Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos dijimos adiós.


V
Recorrí nuevos reinos, nuevos imperios. En el otoño de 1066 milité en el puente de Stamford, ya no recuerdo si en las filas de Harold, que no tardó en hallar su destino, o en las de aquel infausto Harald Hardrada que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más. En el séptimo siglo de la Héjira, en el arrabal de Bulaq, transcribí con pausada caligrafía, en un idioma que he olvidado, en un alfabeto que ignoro, los siete viajes de Simbad y la historia de la Ciudad de Bronce. En un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez. En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia. En 1638 estuve en Kolozsvár y después en Leipzig. En Aberdeen, en 1714, me suscribí a los seis volúmenes de la Ilíada de Pope; sé que los frecuenté con deleite. Hacia 1729 discutí el origen de ese poema con un profesor de retórica, llamado, creo, Giambattista; sus razones me parecieron irrefutables. El cuatro de octubre de 1921, el Patna, que me conducía a Bombay, tuvo que fondear en un puerto de la costa eritrea (1). Bajé; recordé otras mañanas muy antiguas, también frente al Mar Rojo, cuando yo era tribuno de Roma y la fiebre y la magia y la inacción consumían a los soldados. En las afueras vi un caudal de agua clara; la probé, movido por la costumbre. Al repechar la margen, un árbol espinoso me laceró el dorso de la mano. El inusitado dolor me pareció muy vivo. Incrédulo, silencioso y feliz, contemplé la preciosa formación de una lenta gota de sangre. De nuevo soy mortal, me repetí, de nuevo me parezco a todos los hombres. Esa noche, dormí hasta el amanecer.


He revisado, al cabo de un año, estas páginas. Me consta que se ajustan a la verdad, pero en los primeros capítulos, y aun en ciertos párrafos de los otros, creo percibir algo falso. Ello es obra, tal vez, del abuso de rasgos circunstanciales, procedimiento que aprendí en los poetas y que todo lo contamina de falsedad, ya que esos rasgos pueden abundar en los hechos, pero no en su memoria… Creo, sin embargo, haber descubierto una razón más íntima. La escribiré; no importa que me juzguen fantástico.
La historia que he narrado parece irreal porque en ella se mezclan los sucesos de dos hombres distintos. En el primer capítulo, el jinete quiere saber el nombre del río que baña las murallas de Tebas; Flaminio Rufo, que antes ha dado a la ciudad el epíteto de Hekatómpylos, dice que el río es el Egipto; ninguna de esas locuciones es adecuada a él, sino a Homero, que hace mención expresa, en la Ilíada, de Tebas Hekatómpylos, y en la Odisea, por boca de Proteo y de Ulises, dice invariablemente Egipto por Nilo. En el capítulo segundo, el romano, al beber el agua inmortal, pronuncia unas palabras en griego; esas palabras son homéricas y pueden buscarse en el fin del famoso catálogo de las naves. Después, en el vertiginoso palacio, habla de «una reprobación que era casi un remordimiento»; esas palabras corresponden a Homero, que había proyectado ese horror. Tales anomalías me inquietaron; otras, de orden estético, me permitieron descubrir la verdad. El último capítulo las incluye; ahí está escrito que milité en el puente de Stamford, que transcribí, en Bulaq, los viajes de Simbad el Marino y que me suscribí, en Aberdeen, a la Ilíada inglesa de Pope. Se lee, inter alia: «En Bikanir he profesado la astrología y también en Bohemia». Ninguno de esos testimonios es falso; lo significativo es el hecho de haberlos destacado. El primero de todos parece convenir a un hombre de guerra, pero luego se advierte que el narrador no repara en lo bélico y sí en la suerte de los hombres. Los que siguen son más curiosos. Una oscura razón elemental me obligó a registrarlos; lo hice porque sabía que eran patéticos. No lo son, dichos por el romano Flaminio Rufo. Lo son, dichos por Homero; es raro que éste copie, en el siglo trece, las aventuras de Simbad, de otro Ulises, y descubra, a la vuelta de muchos siglos, en un reino boreal y un idioma bárbaro, las formas de su Ilíada. En cuanto a la oración que recoge el nombre de Bikanir, se ve que la ha fabricado un hombre de letras, ganoso(como el autor del catálogo de las naves) de mostrar vocablos espléndidos (2).
Cuando se acerca el fin, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. No es extraño que el tiempo haya confundido las que alguna vez me representaron con las que fueron símbolos de la suerte de quien me acompañó tantos siglos. Yo he sido Homero; en breve, seré Nadie, como Ulises; en breve, seré todos: estaré muerto.


Posdata de 1950. Entre los comentarios que ha despertado la publicación anterior, el más curioso, ya que no el más urbano, bíblicamente se titula A coat of many colours (Manchester, 1948) y es obra de la tenacísima pluma del doctor Nahum Cordovero. Abarca unas cien páginas. Habla de los centones griegos, de los centones de la baja latinidad, de Ben Jonson, que definió a sus contemporáneos con retazos de Séneca, del Virgilius evangelizans de Alexander Ross, de los artificios de George Moore y de Eliot y, finalmente, de «la narración atribuida al anticuario Joseph Cartaphilus». Denuncia, en el primer capítulo, breves interpolaciones de Plinio (Historia naturalis, V, 8); en el segundo, de Thomas de Quincey (Writings, III, 439); en el tercero, de una epístola de Descartes al embajador Pierre Chanut; en el cuarto, de Bernard Shaw (Back to Methuselah, V). Infiere de esas intrusiones, o hurtos, que todo el documento es apócrifo.
A mi entender, la conclusión es inadmisible. Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.


A Cecilia Ingenieros.


(1) Hay una tachadura en el manuscrito; tal vez el nombre del puerto ha sido borrado.


(2) Ernesto Sabato sugiere que el "Giambattista" que discutió la formación de la Ilíada con el anticuario Cartaphilus es Giambattista Vico; ese italiano defendía que Homero es un personaje simbólico, a la manera de Plutón o de Aquiles.


El Aleph, 1949.