Aquella tranquila noche veníamos de colocar unas nuevas alambradas y
los hombres estaban muy animados. Hasta que dos ametralladoras Maxim
abrieron fuego, un fuego arrollador y mortífero, y uno de mis
compañeros alzó las manos y se desplomó sin decir palabra. Me
detuve en seco, perplejo ante el ataque inesperado, sin saber hacia
dónde ir. Entonces oí un grito: «¡Cuidado! ¡Cuidado con la
alambrada!», y vi a mis compañeros, tumbados boca abajo, asustados
y dispersándose por todos lados. Eché a correr, pero en ese momento
recibí un empujón, me quedé sin aliento y me caí hacia atrás,
enredándome con la alambrada.
Al principio no me
di cuenta de que estaba herido. Permanecí donde estaba, en la
alambrada, respirando hondo. «Debo mantener la calma —pensé . Si
me muevo, me enredaré tanto que jamás podré salir de aquí.»
Después lanzaron una bengala blanca y bajo la luz que la siguió vi
que tenía el vientre desgarrado y que mis entrañas colgaban de la
herida como un ramo mal arreglado de rosas azules. Me asusté y
forcejeé, pero cuanto más me retorcía más se me clavaban las
púas. Finalmente, cuando comprobé que no podía mover las piernas,
supe que iba a morir. De manera que me quedé tendido donde estaba,
gimiendo y escupiendo sangre.
No me podía sacar
de la cabeza los rostros de los hombres y la forma en que habían
huido en cuanto hubieron oído los primeros disparos. Me acordé de
una vez, siendo niño, que fui a visitar a mi abuelo, que vivía en
una granja. Ese año los conejos se le estaban comiendo las coles y
el abuelo cerró todas las entradas al huerto salvo una, que cebó
con hojas de lechuga y zanahorias tiernas. Cuando el campo se llenó
de conejos, empezó la diversión. Mi abuelo abrió la barrera y dejó
entrar al perro; mientras tanto, el jornalero se plantó junto al
agujero armado con un palo de escoba con el que les iba rompiendo el
cuello a medida que salían. Recordé que me hice a un lado,
compadeciéndome de los conejos y pensando que eran muy tontos por
haber caído en una trampa tan evidente. Y ahora, tendido como estaba
en la alambrada, ese recuerdo me volvió de forma vívida. Yo me
había compadecido de aquellos conejos. Nada menos que yo.
Me recosté con los
ojos cerrados y seguí pensando. Entonces oí al alcalde del pueblo,
leyendo su alocución anual en el Cementerio de los Soldados. Algunos
fragmentos de su discurso persistían en mi mente: «¡Estos hombres
encontraron una muerte gloriosa en el Campo del Honor!...
¡Sacrificaron sus vidas de buena gana por una Noble Causa!...
¡Tamaña exaltación sintieron cuando la Muerte les besó los labios
y les cerró los ojos para una Inmortal Eternidad!».
De repente me vi,
otra vez de niño, en medio de la multitud con la garganta anudada
para no llorar, escuchando embelesado el discurso y creyendo a pies
juntillas cada una de sus palabras, y en ese preciso instante entendí
perfectamente por qué yacía agonizando sobre esa alambrada.
Una vez pasada la
primera impresión, empecé a notar las heridas. Había presenciado
cómo morían otros hombres en la alambrada y siempre había
mantenido que si me pasaba lo mismo no haría ningún ruido, pero al
cabo de un tiempo ya no soportaba más el dolor y solté unos gritos
agudos y temblorosos. Y seguí llorando así durante un buen rato. No
podía evitarlo.
Hacia el amanecer,
un centinela alemán salió de su puesto y se acercó al lugar donde
yacía.
—¡Chitón! —dijo
suavemente—. ¡Chitón, por favor!
Se puso en cuclillas
y me miró fijamente con una expresión de lástima. Comencé a
hablar con él:
—Lo que dice la
gente es una gran mentira y nadie se la cree del todo —empecé—.
Y yo formo parte de ella, me guste o no. Ahora formo más parte de
ella que en toda mi vida: dentro de unos años, cuando haya terminado
la guerra, llevarán mi cadáver de vuelta al Cementerio de los
Soldados, igual que trasladaron los cadáveres de los soldados que
murieron antes de que yo naciera. Y habrá una banda de metal y habrá
discursos y habrá una magnífica losa de mármol en la que aparecerá
mi nombre cincelado cerca de la base. También estará el alcalde y
señalará mi nombre con su dedo índice regordete y tembloroso y
proferirá palabras acerca de la muerte gloriosa y los campos del
honor. ¡Y entre la multitud habrá otros niños que lo escucharán y
le creerán, igual que yo también lo escuché y le creí!
—¡Chitón!—susurró
el alemán—. ¡Chitón! ¡Chitón!
Me retorcí una vez
más sobre las púas y me eché a llorar.
—¡Y no soporto la
idea de que eso ocurra! ¡No lo soporto! Nunca más quiero escuchar
aquella música militar ni aquellas palabras rimbombantes: quiero que
me entierren en un lugar donde nadie me encuentre. Quiero aniquilarme
por completo.
De pronto me callé,
porque se me había ocurrido una manera de conseguirlo. Me arranqué
las etiquetas de identificación y las lancé contra la alambrada, lo
más lejos que pude. A continuación rompí en pedazos las cartas y
las fotografias que llevaba conmigo y esparcí los fragmentos a mi
alrededor. También me deshice del casco para que nadie pudiera
identificarme a partir del número de serie grabado en la banda
elástica. Entonces me recosté de nuevo, ahora exultante.
El alemán se había
levantado y seguía mirándome fijamente, como si no entendiera.
—¡He ganado a los
oradores y a las funerarias en su propio campo! ¡Los he vencido a
todos! Nadie más podrá utilizarme como símbolo. ¡Nadie más podrá
mentir a costa de mi muerte!
—¡Chitón!
—musitó el alemán—. ¡Chitón! ¡Chitón!
El dolor entonces se
hizo tan insoportable que me atraganté y mordí el alambre con los
dientes. El soldado alemán su acercó un poco más y puso una mano
en mi cabeza.
—Chitón —me
rogó—. Chitón, por favor.
Sin embargo, no
podía parar. Me retorcí en la alambrada y chillé. El alemán sacó
una pistola y empezó a darle vueltas entre las manos, sin mirarme.
Entonces colocó el brazo debajo de mi cabeza para levantarme y me
besó suavemente la mejilla, repitiendo frases que no comprendía. Me
di cuenta de que él también había estado llorando.
—¡Hazlo! —lo
insté—. ¡Rápido! ¡Rápido!
Durante unos
instantes permaneció donde estaba con las manos temblorosas. Luego
apretó el cañón contra mi sien, apartó la mirada y disparó.
Pestañeé un par de veces antes de cerrar completamente los ojos.
Apreté los puños y los aflojé muy lentamente.
—He roto la cadena
—susurré—. He vencido a la estupidez inherente a la vida.
—¡Chitón!
—dijo—. ¡Chitón! ¡Chitón! ¡Chitón!
Compañía K. 1933.
No hay comentarios:
Publicar un comentario