domingo, 13 de junio de 2021

El soldado desconocido. William March.

Aquella tranquila noche veníamos de colocar unas nuevas alambradas y los hombres estaban muy animados. Hasta que dos ametralladoras Maxim abrieron fuego, un fuego arrollador y mortífero, y uno de mis compañeros alzó las manos y se desplomó sin decir palabra. Me detuve en seco, perplejo ante el ataque inesperado, sin saber hacia dónde ir. Entonces oí un grito: «¡Cuidado! ¡Cuidado con la alambrada!», y vi a mis compañeros, tumbados boca abajo, asustados y dispersándose por todos lados. Eché a correr, pero en ese momento recibí un empujón, me quedé sin aliento y me caí hacia atrás, enredándome con la alambrada.
Al principio no me di cuenta de que estaba herido. Permanecí donde estaba, en la alambrada, respirando hondo. «Debo mantener la calma —pensé . Si me muevo, me enredaré tanto que jamás podré salir de aquí.» Después lanzaron una bengala blanca y bajo la luz que la siguió vi que tenía el vientre desgarrado y que mis entrañas colgaban de la herida como un ramo mal arreglado de rosas azules. Me asusté y forcejeé, pero cuanto más me retorcía más se me clavaban las púas. Finalmente, cuando comprobé que no podía mover las piernas, supe que iba a morir. De manera que me quedé tendido donde estaba, gimiendo y escupiendo sangre.
No me podía sacar de la cabeza los rostros de los hombres y la forma en que habían huido en cuanto hubieron oído los primeros disparos. Me acordé de una vez, siendo niño, que fui a visitar a mi abuelo, que vivía en una granja. Ese año los conejos se le estaban comiendo las coles y el abuelo cerró todas las entradas al huerto salvo una, que cebó con hojas de lechuga y zanahorias tiernas. Cuando el campo se llenó de conejos, empezó la diversión. Mi abuelo abrió la barrera y dejó entrar al perro; mientras tanto, el jornalero se plantó junto al agujero armado con un palo de escoba con el que les iba rompiendo el cuello a medida que salían. Recordé que me hice a un lado, compadeciéndome de los conejos y pensando que eran muy tontos por haber caído en una trampa tan evidente. Y ahora, tendido como estaba en la alambrada, ese recuerdo me volvió de forma vívida. Yo me había compadecido de aquellos conejos. Nada menos que yo.
Me recosté con los ojos cerrados y seguí pensando. Entonces oí al alcalde del pueblo, leyendo su alocución anual en el Cementerio de los Soldados. Algunos fragmentos de su discurso persistían en mi mente: «¡Estos hombres encontraron una muerte gloriosa en el Campo del Honor!... ¡Sacrificaron sus vidas de buena gana por una Noble Causa!... ¡Tamaña exaltación sintieron cuando la Muerte les besó los labios y les cerró los ojos para una Inmortal Eternidad!».
De repente me vi, otra vez de niño, en medio de la multitud con la garganta anudada para no llorar, escuchando embelesado el discurso y creyendo a pies juntillas cada una de sus palabras, y en ese preciso instante entendí perfectamente por qué yacía agonizando sobre esa alambrada.
Una vez pasada la primera impresión, empecé a notar las heridas. Había presenciado cómo morían otros hombres en la alambrada y siempre había mantenido que si me pasaba lo mismo no haría ningún ruido, pero al cabo de un tiempo ya no soportaba más el dolor y solté unos gritos agudos y temblorosos. Y seguí llorando así durante un buen rato. No podía evitarlo.
Hacia el amanecer, un centinela alemán salió de su puesto y se acercó al lugar donde yacía.
—¡Chitón! —dijo suavemente—. ¡Chitón, por favor!
Se puso en cuclillas y me miró fijamente con una expresión de lástima. Comencé a hablar con él:
—Lo que dice la gente es una gran mentira y nadie se la cree del todo —empecé—. Y yo formo parte de ella, me guste o no. Ahora formo más parte de ella que en toda mi vida: dentro de unos años, cuando haya terminado la guerra, llevarán mi cadáver de vuelta al Cementerio de los Soldados, igual que trasladaron los cadáveres de los soldados que murieron antes de que yo naciera. Y habrá una banda de metal y habrá discursos y habrá una magnífica losa de mármol en la que aparecerá mi nombre cincelado cerca de la base. También estará el alcalde y señalará mi nombre con su dedo índice regordete y tembloroso y proferirá palabras acerca de la muerte gloriosa y los campos del honor. ¡Y entre la multitud habrá otros niños que lo escucharán y le creerán, igual que yo también lo escuché y le creí!
—¡Chitón!—susurró el alemán—. ¡Chitón! ¡Chitón!
Me retorcí una vez más sobre las púas y me eché a llorar.
—¡Y no soporto la idea de que eso ocurra! ¡No lo soporto! Nunca más quiero escuchar aquella música militar ni aquellas palabras rimbombantes: quiero que me entierren en un lugar donde nadie me encuentre. Quiero aniquilarme por completo.
De pronto me callé, porque se me había ocurrido una manera de conseguirlo. Me arranqué las etiquetas de identificación y las lancé contra la alambrada, lo más lejos que pude. A continuación rompí en pedazos las cartas y las fotografias que llevaba conmigo y esparcí los fragmentos a mi alrededor. También me deshice del casco para que nadie pudiera identificarme a partir del número de serie grabado en la banda elástica. Entonces me recosté de nuevo, ahora exultante.
El alemán se había levantado y seguía mirándome fijamente, como si no entendiera.
—¡He ganado a los oradores y a las funerarias en su propio campo! ¡Los he vencido a todos! Nadie más podrá utilizarme como símbolo. ¡Nadie más podrá mentir a costa de mi muerte!
—¡Chitón! —musitó el alemán—. ¡Chitón! ¡Chitón!
El dolor entonces se hizo tan insoportable que me atraganté y mordí el alambre con los dientes. El soldado alemán su acercó un poco más y puso una mano en mi cabeza.
—Chitón —me rogó—. Chitón, por favor.
Sin embargo, no podía parar. Me retorcí en la alambrada y chillé. El alemán sacó una pistola y empezó a darle vueltas entre las manos, sin mirarme. Entonces colocó el brazo debajo de mi cabeza para levantarme y me besó suavemente la mejilla, repitiendo frases que no comprendía. Me di cuenta de que él también había estado llorando.
—¡Hazlo! —lo insté—. ¡Rápido! ¡Rápido!
Durante unos instantes permaneció donde estaba con las manos temblorosas. Luego apretó el cañón contra mi sien, apartó la mirada y disparó. Pestañeé un par de veces antes de cerrar completamente los ojos. Apreté los puños y los aflojé muy lentamente.
—He roto la cadena —susurré—. He vencido a la estupidez inherente a la vida.
—¡Chitón! —dijo—. ¡Chitón! ¡Chitón! ¡Chitón!

Compañía K. 1933.

No hay comentarios:

Publicar un comentario