La migala discurre libremente por la
casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El
día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la
feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más
atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la
conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos
días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido
saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su
alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos,
de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror
que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso,
vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso
de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el
de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos
totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y
ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro
de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa
para destruir, para anular el otro, el descomunal infierno de los
hombres.
La
noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi
correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el
principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los
instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la
araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas
las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces
despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha
creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la araña
sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin
embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se
apresta y se perfecciona.
Hay
días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha
extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo
siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del
baño, o mientras me desvisto para echarme a la cama. A veces el
silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a
oír, aunque sé que son imperceptibles.
Muchos
días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando
desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente
huésped de la casa. He llegado a pensar también que acaso estoy
siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una
falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome
pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero
en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la
migala con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas
del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza
suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por el cuarto y
trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su
cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible
compañero.
Entonces,
estremecido, en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo,
recuerdo que en otro tiempo yo soñaba con Beatriz y con su compañía
imposible.
Cuentos breves latinoamericanos, 1952.
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