Hace
casi una vida entera, cuando Gallo era prácticamente un pollo,
estaba jugando un día a ajedrez con sus amigos. Iban todos a quinto
de primaria, Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero, los tres sentados con
las piernas cruzadas alrededor de un tablero de ajedrez en una
esquina tranquila del patio durante el recreo. Cerdo Hormiguero movió
la torre para tender una trampa obvia, Gallo se comió un alfil de
Cerdo Hormiguero y estaba diciendo «Jaque» cuando una sombra enorme
se proyectó sobre su partida. Un pie se plantó en mitad de los
peones, desparramando los caballos y doblando todo el tablero que a
Gallo le habían regalado por su décimo cumpleaños y que aquel día
había llevado a la escuela dentro de su estuche con cierre de broche
y asa porque parecía un maletín, como el maletín de cuero que
Gallo tenía planeado llevar cuando fuera abogado. Abogado
especializado en propiedad intelectual, idealmente en legislación
sobre espectáculos. El estuche incluso tenía las iniciales de Gallo
grabadas en el cuero falso —grabadas en dorado—, cortesía de sus
padres. Cerdo Hormiguero había estado a punto de ganar, pero ahora
el tablero estaba combado por el medio y tenía los bordes rotos. Su
pequeño rey de plástico negro y sus peones blancos yacían
derrotados, y plantado en medio de aquel desastre estaba Jabalí
Verrugoso, aplastando el regalo de cumpleaños de Gallo contra el
suelo de tierra.
Con
un grito de guerra salvaje, Jabalí Verrugoso se lanzó hacia
delante, vociferando y clavándole con fuerza las rodillas en el
pecho a Gallo.
Conejo
y Cerdo Hormiguero se apartaron de un salto y salieron corriendo por
la hierba, los dos contentos de que por una vez no les hubiera tocado
a ellos recibir. Los puños de Jabalí Verrugoso le arrancaron las
gafas a golpes a Gallo. Las rodillas de Jabalí Verrugoso se le
clavaron en las finas costillas y le aplastaron la nariz. Por su
parte, Gallo presentó batalla a base de sangrar abundantemente por
los labios partidos y las narices chorreantes. Mientras rodaba sobre
sus piezas de ajedrez caídas, los alfiles se le clavaron en el
espinazo y las torres le grabaron la forma de sus almenas en el
trasero. Ya desde el primer momento, Gallo se dedicó a berrear como
un niñato llorica.
A
lo lejos resonó un silbato estridente y Jabalí Verrugoso se retiró
tan de repente como había atacado. A Gallo se le había desprendido
una de las lentes de las gafas y se le había partido por la mitad la
bisagra de una de las patillas. El ajedrez había quedado tan sucio y
roto que Gallo se avergonzó al instante de haberlo querido tanto. Lo
había querido tanto que ahora, ante las miradas silenciosas de Cerdo
Hormiguero y de Conejo, aplastó a pisotones lo que quedaba de él
sobre la tierra del patio. Se puso a dar patadas a los reyes y las
reinas en todas direcciones mientras le caían por la cara las
lágrimas y la sangre. Gallo aplastó sus iniciales grabadas en oro
contra el barro de su humillación y dijo:
—¡Puto
juego de maricas de mierda de los cojones!
Cerdo
Hormiguero y Conejo estaban avergonzados de la vergüenza de su
amigo, pero también la entendían perfectamente. Los tres estudiaban
y hacían lecturas complementarias para obtener créditos extra. Los
tres sacaban notas excelentes y ya en quinto de primaria parecían
destinados a un futuro excelso: Gallo como abogado; Conejo como
neurocirujano; y Cerdo Hormiguero como ingeniero aeroespacial. Eran
los pequeñajos de la clase. Todos sus maestros los amaban por hacer
subir las notas medias de los exámenes oficiales. Su actual maestra
de quinto curso, la señorita Scott, que era guapa y joven y llevaba
la melena recogida con una cinta, los amaba especialmente, y ellos la
adoraban a ella. Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero venían de hogares
saludables y tenían unos padres que expresaban amor y respeto por
ellos. No hace falta decir que los matones les pegaban casi todas las
semanas.
Para
empeorar las cosas, su escuela practicaba una política de tolerancia
cero hacia la violencia, de forma que, si alguien pegaba a alguien,
les caía una expulsión obligatoria a todos los implicados. Para el
matón, esto significaba una semana de vacaciones, pero para la
víctima representaba quedarse atrás en su trabajo académico. De
forma que cuando la señorita Scott fue corriendo hasta el sitio
donde Gallo estaba pisoteando su tablero de ajedrez y soltando unas
palabrotas terribles, él se secó los ojos llorosos con el dorso de
una mano magullada y le dijo:
—Estábamos
jugando a pilla-pilla y me he chocado con un árbol.
Cuando
Gallo volvió de ver a la enfermera de la escuela con los cortes
lavados y vendados, las chicas de su clase de quinto se lo quedaron
mirando, se taparon la boca con la mano y soltaron risitas. Colibrí
le señaló a Golondrina sus labios hinchados y sus dientes mellados
y las dos pusieron los ojos en blanco. Galló ocupó su asiento
correspondiente en la mesa de lectura y se dijo a sí mismo: «Tus
notas son de genio». Conejo y Cerdo Hormiguero no fueron capaces de
levantar la vista para mirarlo a los ojos, pero él se inclinó por
encima de la mesa de lectura y les dijo:
—Tenemos
que pensar un plan para rescatarnos.
Después
de Lectura Personal vino Competencia Matemática. El lunes dio paso
al miércoles. Ortografía y Vocabulario. Los arañazos de Gallo se
curaron, pero su ego no. Hacia el final de una competición de
ortografía, Gallo se dio cuenta de que había unos ojos hostiles
mirándolo. Mientras se disponía a deletrear «recibo», divisó a
Jabalí Verrugoso sentado en la última fila, fulminándolo con la
mirada y haciendo el gesto de machacarse la palma de una mano con el
puño de la otra, enseñando los dientes en una mueca cruel y
silenciosa. Presa del pánico, Gallo accidentalmente puso una «v»
en vez de la «b» y le dio la victoria a Delfín. Aquella misma
tarde, cuando la señorita Scott se fue a buscar más tiza a la
secretaría, Jabalí Verrugoso le arreó a Delfín en el pescuezo con
un diccionario. El ruido del libro impactando en su cráneo dolió a
todos los que lo oyeron.
Para
Gallo aquel momento fue una inspiración.
Mientras
caminaban de vuelta a casa, les dijo a Conejo y a Cerdo Hormiguero:
—Escuchad,
amigos. —Les dijo—: Tengo un plan que nos va a salvar.
El
plan era sencillo. Resultaba fácil pero brillante. Conejo y Cerdo
Hormiguero estuvieron de acuerdo en que era una genialidad.
Al
día siguiente, la señorita Scott hizo salir a Gallo a la pizarra y
le pidió que multiplicara 34 por 3 y que enseñara sus cálculos.
Gallo cogió la tiza y se pasó un buen rato escribiendo, llenando la
mitad de la pizarra, y su respuesta fue 97. La señorita Scott le
pidió que intentara solucionar otra vez el problema y su nueva
respuesta fue 91. Ella lo miró con cara de preocupación y le dijo
que se sentara. Cuando le pidió a Conejo que resolviera el problema,
a Conejo le salió 204. La respuesta de Cerdo Hormiguero fue 188.
Durante un test de Ciencias Sociales, Conejo dijo que Atenas era la
capital de Finlandia. Cerdo Hormiguero dijo que la capital era
Dinamarca. Gallo escribió que era el Mar de Cortés.
La
maestra les pidió que se quedaran después de clase. Les preguntó
si eran felices en casa y si sus madres o padres les gritaban. La
señorita Scott tenía un pelo tan vivaracho y unas mejillas tan
luminosas que los tres amigos solo podían venerarla con unos ojos
como platos.
Durante
las semanas siguientes, a Cerdo Hormiguero se le olvidó cómo
escribir su propio nombre. Conejo se equivocó con la letra de
«Estrellita, dónde estás». Cuando le tocó a Gallo leer La
casa de la pradera, no supo pronunciar la palabra
«hermafrodita». La señorita Scott les devolvió los exámenes de
Historia que la clase había hecho la semana anterior y los tres
amigos habían obtenido muy deficientes. El peor de los suspensos.
Hicieron bajar tanto la nota media que hasta Jabalí Verrugoso
aprobó. Durante el recreo nadie les pegó.
Suspensión
de la violencia.
Una
vez olvidadas las Matemáticas, la Ciencia, la Lectura y la
Geografía, Gallo y sus amigos redoblaron sus esfuerzos. Llegaban a
la escuela con las caras sucias para demostrar que habían descuidado
también la Higiene. Pasaban junto a la guardia del cruce escolar
dándole un empujón para demostrar que tampoco habían retenido la
Urbanidad. Iban con los hombros caídos para suspender en Postura.
Estaban
suspendiendo todas las asignaturas. El plan de Gallo estaba saliendo
a la perfección. Para ponerlo en práctica, lo único que
necesitaban era suspender quinto curso. Y no solo una vez, sino tres
o cuatro. Dejar que Jabalí Verrugoso y Colibrí y los demás
avanzaran hasta sexto y séptimo curso. Dentro de unos años, Gallo,
Conejo y Cerdo Hormiguero tendrían cuerpos de gigantes en
comparación con sus compañeros de quinto. Durante el resto de su
escolarización serían presidentes de la clase, capitanes de equipo
y reyes del baile de graduación. Y no solo serían más grandes,
sino también más listos, más listos y más benévolos de lo que
había sido nunca ningún héroe estudiantil. Tendrían la masa
muscular, la coordinación física y la sabiduría de los antiguos
perdedores. Hasta entonces podían relajarse y disfrutar de cuatro
hermosos años de atención especial de la solícita señorita Scott.
Sabían
que suspender un curso solo era vergonzoso si te pasaba a ti solo. De
camino a casa en la tarde de aquella cagada en la competición de
ortografía —con el eco en los oídos del diccionario golpeando el
cráneo de Delfín—, los tres se habían escupido en las manos y
habían hecho el triple juramento de catear juntos. Podían triunfar
al final del camino, pero solo si los tres fracasaban ahora en
equipo. Además, no le contarían su plan a nadie. Fue Conejo quien
los apodó el «Klub del Suspenso».
—La
primera regla del Klub del Suspenso —dijo Cerdo Hormiguero— es:
nadie habla del Klub del Suspenso.
La
realidad de su plan era más difícil de lo que habían esperado. En
primer lugar, se habían visto obligados a cortar su dependencia de
los elogios. Los síntomas de la abstinencia eran terribles, pero
cada vez que uno de los amigos sentía la tentación de experimentar
con su juego de química o de releerse La
República de
Platón, solo tenía que telefonear a los demás para recibir su
apoyo hasta que se le pasaba el impulso negativo. Parecía que ver
muchas horas de televisión ayudaba, pero hacía falta un esfuerzo
mental considerable para ser tan tonto. Gracias a Dios, Cerdo
Hormiguero encontró un atajo. Una mañana de camino a la escuela,
Cerdo Hormiguero se metió en un callejón y les hizo una seña a
Gallo y a Conejo para que lo siguieran. Cuando nadie los pudo ver,
Cerdo Hormiguero miró a un lado y a otro antes de meterse la mano en
el bolsillo de la chaqueta y sacar una bolsa de papel arrugada. Y
cuando desplegó la bolsa, lo único que había dentro era un tubo de
pegamento para maquetas.
Cerdo
Hormiguero destapó el tubo y lo aplastó, dejando que el chorrito
viscoso de pegamento lechoso cayera sobre la bolsa de papel. Volvió
a meter el tubo aplastado en la bolsa —querían volverse idiotas,
no ensuciar— y se sostuvo la bolsa abierta sobre la nariz y la
boca. Con los ojos al descubierto y mirando a Conejo y a Gallo, Cerdo
Hormiguero se puso a respirar tan hondo que su respiración infló y
desinfló la bolsa como si fuera un globo de papel marrón. Lo único
que se oía en el callejón era el ruido del papel al arrugarse y la
respiración pesada de Cerdo Hormiguero cada vez que cogía aire y lo
soltaba. Por fin los ojos se le pusieron vidriosos y le pasó la
bolsa a Gallo.
El
pegamento olía a plátanos reblandecidos con motas de podredumbre.
¡El efecto de inhalar sus vapores era maravilloso! ¡Ya no estaban
simplemente haciéndose los estúpidos! ¡Ahora los miembros del Klub
del Suspenso eran estúpidos de verdad! El Método del Pegamento,
como empezaron a llamarlo, no duraba para siempre, pero bajo sus
efectos Conejo no era capaz ni de aguantar un lápiz. Cerdo
Hormiguero se quedaba dormido en su pupitre y se meaba encima. Gallo
sugirió robar el vodka del congelador de sus padres y la combinación
mágica del pegamento con el vodka les otorgó a los tres amigos una
ignorancia mayor de la que habían esperado obtener nunca. Al llegar
la Navidad ya los habían mandado a la clase de Ayuda a la Lectura.
¡En Semana Santa ya no se sabían atar los zapatos!
La
señorita Scott, la guapa y solícita señorita Scott, casi nunca se
separaba de ellos. Los mimaba y los elogiaba por el mero hecho de
abrir un tebeo. Antes de que a Gallo se le fueran los moretones, ella
le preguntó varias veces:
—Recuérdamelo,
¿cómo te has hecho daño?
Pilló
a Cerdo Hormiguero a solas y le preguntó:
—¿Cómo
se ha hecho daño Gallo?
A
ninguno de ellos se le había ocurrido coordinar sus versiones, y el
pegamento tampoco ayudaba. Gallo le contó que se había caído de lo
alto del tobogán del patio. Conejo dijo que había sido resultado de
un placaje en un partido de fútbol americano. Al final la maestra
acompañó a Gallo a la secretaría y allí la enfermera les hizo
tres fotografías a él y a la señorita Scott juntos, con el brazo
de ella en torno a los hombros de él. A pesar del escozor de sus
labios partidos, Gallo estaba sonriente. Le dedicó una sonrisa de
oreja a oreja a la cámara, de tan enamorado que estaba.
Ya
nadie les daba puñetazos. Ya nadie se reía ni los señalaba con el
dedo. Nadie se fijaba siquiera en ellos. De entrada no resultó fácil
ser invisible. Pero pronto sí lo fue. Gallo seguía soñando con ir
a la facultad de derecho. Aprobaría el examen de acceso por la
puerta grande y presentaría apasionadamente en los tribunales sus
argumentos en defensa de los oprimidos y los subyugados. La escuela
les debió de mandar una carta de advertencia a sus padres —lo
contrario de un informe de progreso—, porque una noche después de
la cena los padres de Gallo lo hicieron quedarse en la mesa del
comedor. El padre de Gallo suspiró hondo y preguntó:
—A
ver, ¿qué pasa aquí, jovencito?
Sonó
el teléfono en la cocina y la madre de Gallo se levantó de la mesa
del comedor para contestarlo. A través de la puerta de la cocina,
Gallo la vio levantar el auricular y decir:
—Buenas
noches. —Se le serenó la voz de golpe—. Un momento, por favor
—dijo, y se pegó el auricular al pecho como si se estuviera
cubriendo el corazón para recitar el Juramento de Lealtad a la
Bandera. Llamó al padre de Gallo y le dijo—: Es Hámster.
Después
de escucharlo un momento, el padre de Gallo le dijo al teléfono:
—En
calidad de jefe de tu departamento jurídico, te aconsejo que te
deshagas de inmediato de ese queso…
De
regreso a la mesa del comedor, la madre de Gallo lo miró con ojos
preocupados y enrojecidos y le dijo:
—Sabemos
que esto no es un problema de notas. —Se mordió el labio
inferior—. Sabes que te queremos de todas formas, ¿no?
En
la cocina, el padre de Gallo dijo:
—No
vale la pena correr el riesgo de salmonella, y como se entere nuestra
aseguradora nos cancelarán la cobertura por negligencia activa.
Colgó
el auricular y regresó al comedor. A Gallo le hizo falta toda la
habilidad para ser tonto que había adquirido recientemente para no
entender la preocupación de sus padres, pero su padre le dijo Nada
de Televisión hasta que mejoraran las notas. A continuación vino:
Nada de Usar el Teléfono. Y luego: Nada de Diversión. Antes de que
se terminara el día, Gallo, Cerdo Hormiguero y Conejo estaban
durmiendo en habitaciones vacías sin pósters de colores en las
paredes y sin siquiera emisoras de radio de onda media, nada que los
distrajera de los estudios que habían abandonado.
La
señorita Scott hizo quedarse a Gallo en clase un viernes y le
suplicó que le contara cuál era el problema. ¿Por qué había
acabado siendo el peor estudiante de la clase? Se lo preguntó con
una voz tan desconsolada que Gallo se echó a llorar. Lloró tanto
como cuando Jabalí Verrugoso le había pegado la paliza. Ver la
expresión de sufrimiento de la señorita Scott le dolió más
todavía que las patadas y los puñetazos. Gallo lloró hasta que le
empezó a sangrar la nariz y los ojos se le pusieron tan morados como
los de Mapache. Pero incluso con la señorita Scott rodeándolo con
los brazos, abrazándolo mientras ella también lloraba, aun así lo
único que Gallo pudo decir fue:
—No
se lo puedo decir. Prometí que no se lo contaría a nadie.
Al
lunes siguiente un juez de un tribunal de familia emitió una orden
de detención y Gallo fue mandado con una familia de acogida en
espera de una investigación por parte de los agentes de servicios
sociales. El miércoles Cerdo Hormiguero y Conejo también fueron
puestos en hogares de acogida.
Gallo
se dijo a sí mismo: «Estas tribulaciones son solo a corto plazo».
Gallo
reunió a sus camaradas y les dijo:
—La
gloria de nuestro futuro justifica estas penurias transitorias del
presente.
Se
tenían el uno al otro, les dijo. Tenían las encantadoras atenciones
de la señorita Scott. Dentro de unos años, ellos gobernarían la
escuela; como serían los niños más grandes y más listos,
reinarían en los pasillos y en el patio. Ahora los tres sufrían
para que en el futuro sus compañeros de clase más esmirriados no
padecieran abusos y fueran humillados.
Un
día Gallo sería abogado. Conejo, neurocirujano. Cerdo Hormiguero,
ingeniero aeroespacial. Y todos ellos les comprarían a sus padres
mansiones en clubes de campo y aviones privados. Les explicarían por
fin el pacto secreto del Klub del Suspenso y todos se echarían unas
risas juntos. Sus padres los amarían y los admirarían todavía más
por la previsión y la dedicación que los tres amigos ya habían
mostrado en quinto de primaria.
Esnifar
cola también ayudaba. Si Gallo esnifaba la bastante, su mente
chisporroteaba y siseaba como un trozo de plástico quemándose.
Enterraba la cara en una bolsa de papel y respiraba hasta que notaba
bichos correteándole por debajo de la piel y oía pensamientos de
gente desconocida. Un sábado por la tarde, Gallo jugó a seguir a
Cerdo Hormiguero. Se puso a seguirlo a una manzana o dos de
distancia, escondiéndose detrás de los setos y agachándose a la
sombra de los cubos de basura para no ser visto. Y así fue como vio
que Cerdo Hormiguero se metía en la biblioteca pública. Cuando vio
a su amigo entrar a hurtadillas allí, a Gallo le hirvió la sangre
de rabia. Se dijo a sí mismo: «Cerdo Hormiguero está conspirando
para traicionarnos. ¡Está haciendo ejercicios de clase para obtener
créditos extra y a final de curso pasará a sexto y nos abandonará
a Conejo y a mí en la ignominia!».
Gallo
fue a informar a Conejo de aquella traición. Lo buscó por todas
partes: en el hogar de acogida, en el callejón, detrás de los
contenedores de basura de la escuela primaria, pero Conejo no estaba
en ninguna parte. La espantosa verdad cobró forma en la mente de
plástico quemado de Gallo, pero él la rechazó. Cuando su
resignación venció a su miedo, Gallo fue al Museo de Historia
Natural. Y allí estaba Conejo, contemplando una exposición sobre el
Antiguo Egipto. Y lo que era peor: Conejo tenía un cuaderno y un
lápiz y estaba tomando notas.
Gallo,
el fundador del Klub del Suspenso, había sido abandonado. Le iba a
tocar repetir quinto de primaria solo. Sus camaradas, que tantos
malos tratos habían compartido con él, eran unos traidores. ¡Y qué
traición! Su egoísmo condenaría a las generaciones futuras de
niños de diez años al mismo ciclo de acoso e infelicidad. Qué
deprisa lo habían olvidado todo, pero Gallo estaba decidido a
refrescarles la memoria.
El
lunes, inclinándose a un lado en su pupitre, en voz baja, Gallo les
propuso:
—Amigos,
esnifemos pegamento juntos detrás de los contenedores durante la
pausa del almuerzo.
Y
ellos aceptaron inocentemente. En cuanto el trío se reunió y la
bolsa de papel estuvo lista, Gallo permitió generosamente que sus
amigos inhalaran los vapores antes que él. Cuando Conejo y Cerdo
Hormiguero estuvieron completamente colocados, con los ojos dilatados
y la baba cayéndoles de las bocas abiertas, Gallo se enfrentó a
ellos con rotundidad:
—¡Os
he descubierto! —gritó Gallo. Y se echó encima de aquellos dos
mequetrefes indefensos, clavándole las rodillas a Cerdo Hormiguero y
golpeando con los puños a Conejo. Y les gritó—: ¿La biblioteca?
¿El museo? —Les gritó—: ¡Exijo una explicación!
Sus
amigos estaban tan incapacitados por los vapores tóxicos del
pegamento que Gallo pudo aporrearlos y pisotearlos sin que ellos
opusieran ninguna resistencia.
Después
de la pausa del almuerzo, la señorita Scott casi se echó a llorar
al ver la nariz rota de Cerdo Hormiguero y las orejas desgarradas de
Conejo, pero ellos dos se sentaron a la mesa de lectura y le dijeron
que no se preocupara.
—Me
he caído por unas escaleras —dijo Cerdo Hormiguero—. Es el
precio que pago por no pensar más en los demás.
—Ha
sido mi propia torpeza —dijo Conejo—. Mis orejas son una pequeña
pérdida a cambio de un futuro más luminoso.
A
fin de poder hacerles mejor de mentor a sus amigos, Gallo se puso a
suplicarle a la señorita Scott que a los tres los alojaran en la
misma casa de acogida. La señorita Scott apoyó su petición y
pronto Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero estuvieron compartiendo
dormitorio, cuarto de baño y bolsa de papel marrón. Ninguno de
ellos sentía ya tentaciones de visitar la biblioteca ni el museo.
Colgaron un calendario en la pared de su habitación y se dedicaron a
tachar los días que quedaban de curso. Se olvidaron de la diferencia
entre Idaho, Iowa y Ohio. Se olvidaron de la diferencia entre
«repugnante» y «repelente». La meta más difícil con diferencia
que se habían puesto nunca era no estar a la altura de su enorme
potencial, pero cumplieron valientemente con el desafío. No fue
fácil pero suspendieron el curso. En la escuela de verano se vieron
obligados a trabajar doblemente duro para no hacer ningún esfuerzo.
El
último día de la escuela de verano vieron que la señorita Scott
abría los cajones de su mesa y empezaba a sacar fotografías…
recuerdos… souvenirs,
que se puso a guardar en una caja de cartón. Cuando su mesa estuvo
vacía y la caja llena, la señorita Scott miró a los tres chicos
que había en el aula por lo demás desierta y les dijo:
—Os
echaré de menos el año que viene.
«Nuestro
intento de fracasar ha sido un fracaso», se dijo a sí mismo Gallo.
A pesar de que habían dado lo peor de sí mismos, los iban a mandar
a sexto curso. Habían renunciado a su prestigio, a sus familias y a
su tiempo y ahora iban a pasar al curso siguiente, donde seguirían
estando en el escalafón más bajo del insidioso orden social. ¡Oh,
qué corrupción! En aquel momento, la rabia de Gallo venció al amor
que sentía por su maestra. Si ella se preocupara por ellos, nunca
les dejaría pasar de curso. Para Gallo, era obvio que la señorita
Scott se estaba limitando a pasarle sus problemas a otro maestro. Se
los estaba quitando de encima. A Gallo le subió la sangre a la cara,
se le agarrotó el cuerpo entero de furia y gritó:
—¡Zorra!
Cerdo
Hormiguero y Conejo se lo quedaron mirando. La señorita Scott se lo
quedó mirando.
—¿Cómo
puede mandarnos a sexto? —preguntó Gallo en tono imperioso—. ¿A
esto lo llama «educación»? —Y justamente porque la quería
tanto, fue corriendo al frente del aula y tiró la caja de cartón de
su mesa. Desperdigando las fotografías y los recuerdos por el suelo,
Gallo se puso a machacarlo todo con el pie, a romperlo y estropearlo
y a gritar—: ¡Puto juego de maricas de mierda de los cojones!
Cuando
terminó de hacerlo pedazos, jadeando y sudando, Gallo se quedó
esperando una respuesta.
La
señorita Scott no lloró. Nadie lloró. Era un progreso, si se podía
llamar así.
—No
vais a pasar a sexto —le dijo. Sin hacer esfuerzo alguno para
recuperar sus posesiones destruidas, la señorita Scott cogió su
abrigo del respaldo de su silla y metió los brazos en las mangas. Se
abrochó los botones. Abrió un cajón de su archivador y sacó su
bolso—. Tres de mis alumnos han suspendido a pesar de todos mis
esfuerzos —dijo, abriendo su bolso y sacando un llavero—. Por
consiguiente, me han echado.
Dejando
aquel desastre bajo los pies de Gallo, caminó hasta la puerta, la
abrió, la cruzó y desapareció de sus vidas para siempre.
En
vez de pasar a sexto de primaria, Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero se
pasaron a la marihuana. Habían adquirido un gran talento para ser
estúpidos, de forma que el segundo año les resultó mucho más
fácil. Ninguno de los tres llegó a aprender el nombre de su nueva
maestra. Regresaron con sus padres y madres respectivos.
Perseveraron.
Al
año siguiente, en vez de pasar a sexto curso, se pasaron a los
calmantes con receta. Eran gigantes de doce años, mucho más altos
que los pequeñajos de diez. Llegado aquel punto, parecían unos
zoquetes enormes en comparación con sus compañeros de quinto. Nadie
los trataba como héroes; nadie les mostraba ni una pizca de respeto,
hasta que en una competición de ortografía Gallo deletreó mal la
palabra «recibo» y oyó que Ñu soltaba una risita. Cuando llegó
la hora del recreo, Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero salieron
sigilosamente al patio, donde se turnaron para estampar los puños en
la cara llorosa de Ñu. No hace falta decir que Ñu no se lo iba a
decir a nadie, y aunque lo dijera… ¿qué importaba? Suspender
quinto curso ya no les producía ningún terror a los tres amigos, y
a fin de aumentar su estupidez, se sentaron en una esquina tranquila
del suelo de tierra y se liaron un porro. Se lo fumaron y se
imaginaron entre risitas todo lo que se comprarían cuando fueran
ricos. Cuando Gallo se tumbó en el suelo se le clavó algo afilado
en el espinazo. Se puso la mano debajo de la espalda y encontró el
objeto: una estatuilla pequeñita con corona… le sonaba mucho pero
no sabía de qué. Les enseñó la figurita a Conejo y Cerdo
Hormiguero, pero ellos se limitaron a negar con la cabeza. Ninguno
sabía exactamente qué era. Conejo lamió la figura con la lengua y
la mordió con los dientes y declaró que estaba hecha de plástico
negro. Cerdo Hormiguero sugirió que la derritieran y para ello sacó
una cerilla de cocina de madera. Cuando la coronita prendió, ardió
con una llama azul chispeante y emitió un olor a heces y pelo
quemado. Fuera lo que fuera, produjo una voluta espiral de humo acre
que, sin pensarlo, los tres amigos se inclinaron hacia delante para
inhalar.
Invéntate algo. Relatos que no te podrás sacar de la cabeza. 2015.
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