miércoles, 2 de junio de 2021

Por qué cerdo hormiguero nunca aterrizó en la luna. Chuck Palahniuk.

Hace casi una vida entera, cuando Gallo era prácticamente un pollo, estaba jugando un día a ajedrez con sus amigos. Iban todos a quinto de primaria, Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero, los tres sentados con las piernas cruzadas alrededor de un tablero de ajedrez en una esquina tranquila del patio durante el recreo. Cerdo Hormiguero movió la torre para tender una trampa obvia, Gallo se comió un alfil de Cerdo Hormiguero y estaba diciendo «Jaque» cuando una sombra enorme se proyectó sobre su partida. Un pie se plantó en mitad de los peones, desparramando los caballos y doblando todo el tablero que a Gallo le habían regalado por su décimo cumpleaños y que aquel día había llevado a la escuela dentro de su estuche con cierre de broche y asa porque parecía un maletín, como el maletín de cuero que Gallo tenía planeado llevar cuando fuera abogado. Abogado especializado en propiedad intelectual, idealmente en legislación sobre espectáculos. El estuche incluso tenía las iniciales de Gallo grabadas en el cuero falso —grabadas en dorado—, cortesía de sus padres. Cerdo Hormiguero había estado a punto de ganar, pero ahora el tablero estaba combado por el medio y tenía los bordes rotos. Su pequeño rey de plástico negro y sus peones blancos yacían derrotados, y plantado en medio de aquel desastre estaba Jabalí Verrugoso, aplastando el regalo de cumpleaños de Gallo contra el suelo de tierra.
Con un grito de guerra salvaje, Jabalí Verrugoso se lanzó hacia delante, vociferando y clavándole con fuerza las rodillas en el pecho a Gallo.
Conejo y Cerdo Hormiguero se apartaron de un salto y salieron corriendo por la hierba, los dos contentos de que por una vez no les hubiera tocado a ellos recibir. Los puños de Jabalí Verrugoso le arrancaron las gafas a golpes a Gallo. Las rodillas de Jabalí Verrugoso se le clavaron en las finas costillas y le aplastaron la nariz. Por su parte, Gallo presentó batalla a base de sangrar abundantemente por los labios partidos y las narices chorreantes. Mientras rodaba sobre sus piezas de ajedrez caídas, los alfiles se le clavaron en el espinazo y las torres le grabaron la forma de sus almenas en el trasero. Ya desde el primer momento, Gallo se dedicó a berrear como un niñato llorica.
A lo lejos resonó un silbato estridente y Jabalí Verrugoso se retiró tan de repente como había atacado. A Gallo se le había desprendido una de las lentes de las gafas y se le había partido por la mitad la bisagra de una de las patillas. El ajedrez había quedado tan sucio y roto que Gallo se avergonzó al instante de haberlo querido tanto. Lo había querido tanto que ahora, ante las miradas silenciosas de Cerdo Hormiguero y de Conejo, aplastó a pisotones lo que quedaba de él sobre la tierra del patio. Se puso a dar patadas a los reyes y las reinas en todas direcciones mientras le caían por la cara las lágrimas y la sangre. Gallo aplastó sus iniciales grabadas en oro contra el barro de su humillación y dijo:
¡Puto juego de maricas de mierda de los cojones!
Cerdo Hormiguero y Conejo estaban avergonzados de la vergüenza de su amigo, pero también la entendían perfectamente. Los tres estudiaban y hacían lecturas complementarias para obtener créditos extra. Los tres sacaban notas excelentes y ya en quinto de primaria parecían destinados a un futuro excelso: Gallo como abogado; Conejo como neurocirujano; y Cerdo Hormiguero como ingeniero aeroespacial. Eran los pequeñajos de la clase. Todos sus maestros los amaban por hacer subir las notas medias de los exámenes oficiales. Su actual maestra de quinto curso, la señorita Scott, que era guapa y joven y llevaba la melena recogida con una cinta, los amaba especialmente, y ellos la adoraban a ella. Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero venían de hogares saludables y tenían unos padres que expresaban amor y respeto por ellos. No hace falta decir que los matones les pegaban casi todas las semanas.
Para empeorar las cosas, su escuela practicaba una política de tolerancia cero hacia la violencia, de forma que, si alguien pegaba a alguien, les caía una expulsión obligatoria a todos los implicados. Para el matón, esto significaba una semana de vacaciones, pero para la víctima representaba quedarse atrás en su trabajo académico. De forma que cuando la señorita Scott fue corriendo hasta el sitio donde Gallo estaba pisoteando su tablero de ajedrez y soltando unas palabrotas terribles, él se secó los ojos llorosos con el dorso de una mano magullada y le dijo:
Estábamos jugando a pilla-pilla y me he chocado con un árbol.
Cuando Gallo volvió de ver a la enfermera de la escuela con los cortes lavados y vendados, las chicas de su clase de quinto se lo quedaron mirando, se taparon la boca con la mano y soltaron risitas. Colibrí le señaló a Golondrina sus labios hinchados y sus dientes mellados y las dos pusieron los ojos en blanco. Galló ocupó su asiento correspondiente en la mesa de lectura y se dijo a sí mismo: «Tus notas son de genio». Conejo y Cerdo Hormiguero no fueron capaces de levantar la vista para mirarlo a los ojos, pero él se inclinó por encima de la mesa de lectura y les dijo:
Tenemos que pensar un plan para rescatarnos.
Después de Lectura Personal vino Competencia Matemática. El lunes dio paso al miércoles. Ortografía y Vocabulario. Los arañazos de Gallo se curaron, pero su ego no. Hacia el final de una competición de ortografía, Gallo se dio cuenta de que había unos ojos hostiles mirándolo. Mientras se disponía a deletrear «recibo», divisó a Jabalí Verrugoso sentado en la última fila, fulminándolo con la mirada y haciendo el gesto de machacarse la palma de una mano con el puño de la otra, enseñando los dientes en una mueca cruel y silenciosa. Presa del pánico, Gallo accidentalmente puso una «v» en vez de la «b» y le dio la victoria a Delfín. Aquella misma tarde, cuando la señorita Scott se fue a buscar más tiza a la secretaría, Jabalí Verrugoso le arreó a Delfín en el pescuezo con un diccionario. El ruido del libro impactando en su cráneo dolió a todos los que lo oyeron.
Para Gallo aquel momento fue una inspiración.
Mientras caminaban de vuelta a casa, les dijo a Conejo y a Cerdo Hormiguero:
Escuchad, amigos. —Les dijo—: Tengo un plan que nos va a salvar.
El plan era sencillo. Resultaba fácil pero brillante. Conejo y Cerdo Hormiguero estuvieron de acuerdo en que era una genialidad.
Al día siguiente, la señorita Scott hizo salir a Gallo a la pizarra y le pidió que multiplicara 34 por 3 y que enseñara sus cálculos. Gallo cogió la tiza y se pasó un buen rato escribiendo, llenando la mitad de la pizarra, y su respuesta fue 97. La señorita Scott le pidió que intentara solucionar otra vez el problema y su nueva respuesta fue 91. Ella lo miró con cara de preocupación y le dijo que se sentara. Cuando le pidió a Conejo que resolviera el problema, a Conejo le salió 204. La respuesta de Cerdo Hormiguero fue 188. Durante un test de Ciencias Sociales, Conejo dijo que Atenas era la capital de Finlandia. Cerdo Hormiguero dijo que la capital era Dinamarca. Gallo escribió que era el Mar de Cortés.
La maestra les pidió que se quedaran después de clase. Les preguntó si eran felices en casa y si sus madres o padres les gritaban. La señorita Scott tenía un pelo tan vivaracho y unas mejillas tan luminosas que los tres amigos solo podían venerarla con unos ojos como platos.
Durante las semanas siguientes, a Cerdo Hormiguero se le olvidó cómo escribir su propio nombre. Conejo se equivocó con la letra de «Estrellita, dónde estás». Cuando le tocó a Gallo leer La casa de la pradera, no supo pronunciar la palabra «hermafrodita». La señorita Scott les devolvió los exámenes de Historia que la clase había hecho la semana anterior y los tres amigos habían obtenido muy deficientes. El peor de los suspensos. Hicieron bajar tanto la nota media que hasta Jabalí Verrugoso aprobó. Durante el recreo nadie les pegó.
Suspensión de la violencia.
Una vez olvidadas las Matemáticas, la Ciencia, la Lectura y la Geografía, Gallo y sus amigos redoblaron sus esfuerzos. Llegaban a la escuela con las caras sucias para demostrar que habían descuidado también la Higiene. Pasaban junto a la guardia del cruce escolar dándole un empujón para demostrar que tampoco habían retenido la Urbanidad. Iban con los hombros caídos para suspender en Postura.
Estaban suspendiendo todas las asignaturas. El plan de Gallo estaba saliendo a la perfección. Para ponerlo en práctica, lo único que necesitaban era suspender quinto curso. Y no solo una vez, sino tres o cuatro. Dejar que Jabalí Verrugoso y Colibrí y los demás avanzaran hasta sexto y séptimo curso. Dentro de unos años, Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero tendrían cuerpos de gigantes en comparación con sus compañeros de quinto. Durante el resto de su escolarización serían presidentes de la clase, capitanes de equipo y reyes del baile de graduación. Y no solo serían más grandes, sino también más listos, más listos y más benévolos de lo que había sido nunca ningún héroe estudiantil. Tendrían la masa muscular, la coordinación física y la sabiduría de los antiguos perdedores. Hasta entonces podían relajarse y disfrutar de cuatro hermosos años de atención especial de la solícita señorita Scott.
Sabían que suspender un curso solo era vergonzoso si te pasaba a ti solo. De camino a casa en la tarde de aquella cagada en la competición de ortografía —con el eco en los oídos del diccionario golpeando el cráneo de Delfín—, los tres se habían escupido en las manos y habían hecho el triple juramento de catear juntos. Podían triunfar al final del camino, pero solo si los tres fracasaban ahora en equipo. Además, no le contarían su plan a nadie. Fue Conejo quien los apodó el «Klub del Suspenso».
La primera regla del Klub del Suspenso —dijo Cerdo Hormiguero— es: nadie habla del Klub del Suspenso.
La realidad de su plan era más difícil de lo que habían esperado. En primer lugar, se habían visto obligados a cortar su dependencia de los elogios. Los síntomas de la abstinencia eran terribles, pero cada vez que uno de los amigos sentía la tentación de experimentar con su juego de química o de releerse La República de Platón, solo tenía que telefonear a los demás para recibir su apoyo hasta que se le pasaba el impulso negativo. Parecía que ver muchas horas de televisión ayudaba, pero hacía falta un esfuerzo mental considerable para ser tan tonto. Gracias a Dios, Cerdo Hormiguero encontró un atajo. Una mañana de camino a la escuela, Cerdo Hormiguero se metió en un callejón y les hizo una seña a Gallo y a Conejo para que lo siguieran. Cuando nadie los pudo ver, Cerdo Hormiguero miró a un lado y a otro antes de meterse la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacar una bolsa de papel arrugada. Y cuando desplegó la bolsa, lo único que había dentro era un tubo de pegamento para maquetas.
Cerdo Hormiguero destapó el tubo y lo aplastó, dejando que el chorrito viscoso de pegamento lechoso cayera sobre la bolsa de papel. Volvió a meter el tubo aplastado en la bolsa —querían volverse idiotas, no ensuciar— y se sostuvo la bolsa abierta sobre la nariz y la boca. Con los ojos al descubierto y mirando a Conejo y a Gallo, Cerdo Hormiguero se puso a respirar tan hondo que su respiración infló y desinfló la bolsa como si fuera un globo de papel marrón. Lo único que se oía en el callejón era el ruido del papel al arrugarse y la respiración pesada de Cerdo Hormiguero cada vez que cogía aire y lo soltaba. Por fin los ojos se le pusieron vidriosos y le pasó la bolsa a Gallo.
El pegamento olía a plátanos reblandecidos con motas de podredumbre. ¡El efecto de inhalar sus vapores era maravilloso! ¡Ya no estaban simplemente haciéndose los estúpidos! ¡Ahora los miembros del Klub del Suspenso eran estúpidos de verdad! El Método del Pegamento, como empezaron a llamarlo, no duraba para siempre, pero bajo sus efectos Conejo no era capaz ni de aguantar un lápiz. Cerdo Hormiguero se quedaba dormido en su pupitre y se meaba encima. Gallo sugirió robar el vodka del congelador de sus padres y la combinación mágica del pegamento con el vodka les otorgó a los tres amigos una ignorancia mayor de la que habían esperado obtener nunca. Al llegar la Navidad ya los habían mandado a la clase de Ayuda a la Lectura. ¡En Semana Santa ya no se sabían atar los zapatos!
La señorita Scott, la guapa y solícita señorita Scott, casi nunca se separaba de ellos. Los mimaba y los elogiaba por el mero hecho de abrir un tebeo. Antes de que a Gallo se le fueran los moretones, ella le preguntó varias veces:
Recuérdamelo, ¿cómo te has hecho daño?
Pilló a Cerdo Hormiguero a solas y le preguntó:
¿Cómo se ha hecho daño Gallo?
A ninguno de ellos se le había ocurrido coordinar sus versiones, y el pegamento tampoco ayudaba. Gallo le contó que se había caído de lo alto del tobogán del patio. Conejo dijo que había sido resultado de un placaje en un partido de fútbol americano. Al final la maestra acompañó a Gallo a la secretaría y allí la enfermera les hizo tres fotografías a él y a la señorita Scott juntos, con el brazo de ella en torno a los hombros de él. A pesar del escozor de sus labios partidos, Gallo estaba sonriente. Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja a la cámara, de tan enamorado que estaba.
Ya nadie les daba puñetazos. Ya nadie se reía ni los señalaba con el dedo. Nadie se fijaba siquiera en ellos. De entrada no resultó fácil ser invisible. Pero pronto sí lo fue. Gallo seguía soñando con ir a la facultad de derecho. Aprobaría el examen de acceso por la puerta grande y presentaría apasionadamente en los tribunales sus argumentos en defensa de los oprimidos y los subyugados. La escuela les debió de mandar una carta de advertencia a sus padres —lo contrario de un informe de progreso—, porque una noche después de la cena los padres de Gallo lo hicieron quedarse en la mesa del comedor. El padre de Gallo suspiró hondo y preguntó:
A ver, ¿qué pasa aquí, jovencito?
Sonó el teléfono en la cocina y la madre de Gallo se levantó de la mesa del comedor para contestarlo. A través de la puerta de la cocina, Gallo la vio levantar el auricular y decir:
Buenas noches. —Se le serenó la voz de golpe—. Un momento, por favor —dijo, y se pegó el auricular al pecho como si se estuviera cubriendo el corazón para recitar el Juramento de Lealtad a la Bandera. Llamó al padre de Gallo y le dijo—: Es Hámster.
Después de escucharlo un momento, el padre de Gallo le dijo al teléfono:
En calidad de jefe de tu departamento jurídico, te aconsejo que te deshagas de inmediato de ese queso…
De regreso a la mesa del comedor, la madre de Gallo lo miró con ojos preocupados y enrojecidos y le dijo:
Sabemos que esto no es un problema de notas. —Se mordió el labio inferior—. Sabes que te queremos de todas formas, ¿no?
En la cocina, el padre de Gallo dijo:
No vale la pena correr el riesgo de salmonella, y como se entere nuestra aseguradora nos cancelarán la cobertura por negligencia activa.
Colgó el auricular y regresó al comedor. A Gallo le hizo falta toda la habilidad para ser tonto que había adquirido recientemente para no entender la preocupación de sus padres, pero su padre le dijo Nada de Televisión hasta que mejoraran las notas. A continuación vino: Nada de Usar el Teléfono. Y luego: Nada de Diversión. Antes de que se terminara el día, Gallo, Cerdo Hormiguero y Conejo estaban durmiendo en habitaciones vacías sin pósters de colores en las paredes y sin siquiera emisoras de radio de onda media, nada que los distrajera de los estudios que habían abandonado.
La señorita Scott hizo quedarse a Gallo en clase un viernes y le suplicó que le contara cuál era el problema. ¿Por qué había acabado siendo el peor estudiante de la clase? Se lo preguntó con una voz tan desconsolada que Gallo se echó a llorar. Lloró tanto como cuando Jabalí Verrugoso le había pegado la paliza. Ver la expresión de sufrimiento de la señorita Scott le dolió más todavía que las patadas y los puñetazos. Gallo lloró hasta que le empezó a sangrar la nariz y los ojos se le pusieron tan morados como los de Mapache. Pero incluso con la señorita Scott rodeándolo con los brazos, abrazándolo mientras ella también lloraba, aun así lo único que Gallo pudo decir fue:
No se lo puedo decir. Prometí que no se lo contaría a nadie.
Al lunes siguiente un juez de un tribunal de familia emitió una orden de detención y Gallo fue mandado con una familia de acogida en espera de una investigación por parte de los agentes de servicios sociales. El miércoles Cerdo Hormiguero y Conejo también fueron puestos en hogares de acogida.
Gallo se dijo a sí mismo: «Estas tribulaciones son solo a corto plazo».
Gallo reunió a sus camaradas y les dijo:
La gloria de nuestro futuro justifica estas penurias transitorias del presente.
Se tenían el uno al otro, les dijo. Tenían las encantadoras atenciones de la señorita Scott. Dentro de unos años, ellos gobernarían la escuela; como serían los niños más grandes y más listos, reinarían en los pasillos y en el patio. Ahora los tres sufrían para que en el futuro sus compañeros de clase más esmirriados no padecieran abusos y fueran humillados.
Un día Gallo sería abogado. Conejo, neurocirujano. Cerdo Hormiguero, ingeniero aeroespacial. Y todos ellos les comprarían a sus padres mansiones en clubes de campo y aviones privados. Les explicarían por fin el pacto secreto del Klub del Suspenso y todos se echarían unas risas juntos. Sus padres los amarían y los admirarían todavía más por la previsión y la dedicación que los tres amigos ya habían mostrado en quinto de primaria.
Esnifar cola también ayudaba. Si Gallo esnifaba la bastante, su mente chisporroteaba y siseaba como un trozo de plástico quemándose. Enterraba la cara en una bolsa de papel y respiraba hasta que notaba bichos correteándole por debajo de la piel y oía pensamientos de gente desconocida. Un sábado por la tarde, Gallo jugó a seguir a Cerdo Hormiguero. Se puso a seguirlo a una manzana o dos de distancia, escondiéndose detrás de los setos y agachándose a la sombra de los cubos de basura para no ser visto. Y así fue como vio que Cerdo Hormiguero se metía en la biblioteca pública. Cuando vio a su amigo entrar a hurtadillas allí, a Gallo le hirvió la sangre de rabia. Se dijo a sí mismo: «Cerdo Hormiguero está conspirando para traicionarnos. ¡Está haciendo ejercicios de clase para obtener créditos extra y a final de curso pasará a sexto y nos abandonará a Conejo y a mí en la ignominia!».
Gallo fue a informar a Conejo de aquella traición. Lo buscó por todas partes: en el hogar de acogida, en el callejón, detrás de los contenedores de basura de la escuela primaria, pero Conejo no estaba en ninguna parte. La espantosa verdad cobró forma en la mente de plástico quemado de Gallo, pero él la rechazó. Cuando su resignación venció a su miedo, Gallo fue al Museo de Historia Natural. Y allí estaba Conejo, contemplando una exposición sobre el Antiguo Egipto. Y lo que era peor: Conejo tenía un cuaderno y un lápiz y estaba tomando notas.
Gallo, el fundador del Klub del Suspenso, había sido abandonado. Le iba a tocar repetir quinto de primaria solo. Sus camaradas, que tantos malos tratos habían compartido con él, eran unos traidores. ¡Y qué traición! Su egoísmo condenaría a las generaciones futuras de niños de diez años al mismo ciclo de acoso e infelicidad. Qué deprisa lo habían olvidado todo, pero Gallo estaba decidido a refrescarles la memoria.
El lunes, inclinándose a un lado en su pupitre, en voz baja, Gallo les propuso:
Amigos, esnifemos pegamento juntos detrás de los contenedores durante la pausa del almuerzo.
Y ellos aceptaron inocentemente. En cuanto el trío se reunió y la bolsa de papel estuvo lista, Gallo permitió generosamente que sus amigos inhalaran los vapores antes que él. Cuando Conejo y Cerdo Hormiguero estuvieron completamente colocados, con los ojos dilatados y la baba cayéndoles de las bocas abiertas, Gallo se enfrentó a ellos con rotundidad:
¡Os he descubierto! —gritó Gallo. Y se echó encima de aquellos dos mequetrefes indefensos, clavándole las rodillas a Cerdo Hormiguero y golpeando con los puños a Conejo. Y les gritó—: ¿La biblioteca? ¿El museo? —Les gritó—: ¡Exijo una explicación!
Sus amigos estaban tan incapacitados por los vapores tóxicos del pegamento que Gallo pudo aporrearlos y pisotearlos sin que ellos opusieran ninguna resistencia.
Después de la pausa del almuerzo, la señorita Scott casi se echó a llorar al ver la nariz rota de Cerdo Hormiguero y las orejas desgarradas de Conejo, pero ellos dos se sentaron a la mesa de lectura y le dijeron que no se preocupara.
Me he caído por unas escaleras —dijo Cerdo Hormiguero—. Es el precio que pago por no pensar más en los demás.
Ha sido mi propia torpeza —dijo Conejo—. Mis orejas son una pequeña pérdida a cambio de un futuro más luminoso.
A fin de poder hacerles mejor de mentor a sus amigos, Gallo se puso a suplicarle a la señorita Scott que a los tres los alojaran en la misma casa de acogida. La señorita Scott apoyó su petición y pronto Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero estuvieron compartiendo dormitorio, cuarto de baño y bolsa de papel marrón. Ninguno de ellos sentía ya tentaciones de visitar la biblioteca ni el museo. Colgaron un calendario en la pared de su habitación y se dedicaron a tachar los días que quedaban de curso. Se olvidaron de la diferencia entre Idaho, Iowa y Ohio. Se olvidaron de la diferencia entre «repugnante» y «repelente». La meta más difícil con diferencia que se habían puesto nunca era no estar a la altura de su enorme potencial, pero cumplieron valientemente con el desafío. No fue fácil pero suspendieron el curso. En la escuela de verano se vieron obligados a trabajar doblemente duro para no hacer ningún esfuerzo.
El último día de la escuela de verano vieron que la señorita Scott abría los cajones de su mesa y empezaba a sacar fotografías… recuerdos… souvenirs, que se puso a guardar en una caja de cartón. Cuando su mesa estuvo vacía y la caja llena, la señorita Scott miró a los tres chicos que había en el aula por lo demás desierta y les dijo:
Os echaré de menos el año que viene.
«Nuestro intento de fracasar ha sido un fracaso», se dijo a sí mismo Gallo. A pesar de que habían dado lo peor de sí mismos, los iban a mandar a sexto curso. Habían renunciado a su prestigio, a sus familias y a su tiempo y ahora iban a pasar al curso siguiente, donde seguirían estando en el escalafón más bajo del insidioso orden social. ¡Oh, qué corrupción! En aquel momento, la rabia de Gallo venció al amor que sentía por su maestra. Si ella se preocupara por ellos, nunca les dejaría pasar de curso. Para Gallo, era obvio que la señorita Scott se estaba limitando a pasarle sus problemas a otro maestro. Se los estaba quitando de encima. A Gallo le subió la sangre a la cara, se le agarrotó el cuerpo entero de furia y gritó:
¡Zorra!
Cerdo Hormiguero y Conejo se lo quedaron mirando. La señorita Scott se lo quedó mirando.
¿Cómo puede mandarnos a sexto? —preguntó Gallo en tono imperioso—. ¿A esto lo llama «educación»? —Y justamente porque la quería tanto, fue corriendo al frente del aula y tiró la caja de cartón de su mesa. Desperdigando las fotografías y los recuerdos por el suelo, Gallo se puso a machacarlo todo con el pie, a romperlo y estropearlo y a gritar—: ¡Puto juego de maricas de mierda de los cojones!
Cuando terminó de hacerlo pedazos, jadeando y sudando, Gallo se quedó esperando una respuesta.
La señorita Scott no lloró. Nadie lloró. Era un progreso, si se podía llamar así.
No vais a pasar a sexto —le dijo. Sin hacer esfuerzo alguno para recuperar sus posesiones destruidas, la señorita Scott cogió su abrigo del respaldo de su silla y metió los brazos en las mangas. Se abrochó los botones. Abrió un cajón de su archivador y sacó su bolso—. Tres de mis alumnos han suspendido a pesar de todos mis esfuerzos —dijo, abriendo su bolso y sacando un llavero—. Por consiguiente, me han echado.
Dejando aquel desastre bajo los pies de Gallo, caminó hasta la puerta, la abrió, la cruzó y desapareció de sus vidas para siempre.
En vez de pasar a sexto de primaria, Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero se pasaron a la marihuana. Habían adquirido un gran talento para ser estúpidos, de forma que el segundo año les resultó mucho más fácil. Ninguno de los tres llegó a aprender el nombre de su nueva maestra. Regresaron con sus padres y madres respectivos. Perseveraron.
Al año siguiente, en vez de pasar a sexto curso, se pasaron a los calmantes con receta. Eran gigantes de doce años, mucho más altos que los pequeñajos de diez. Llegado aquel punto, parecían unos zoquetes enormes en comparación con sus compañeros de quinto. Nadie los trataba como héroes; nadie les mostraba ni una pizca de respeto, hasta que en una competición de ortografía Gallo deletreó mal la palabra «recibo» y oyó que Ñu soltaba una risita. Cuando llegó la hora del recreo, Gallo, Conejo y Cerdo Hormiguero salieron sigilosamente al patio, donde se turnaron para estampar los puños en la cara llorosa de Ñu. No hace falta decir que Ñu no se lo iba a decir a nadie, y aunque lo dijera… ¿qué importaba? Suspender quinto curso ya no les producía ningún terror a los tres amigos, y a fin de aumentar su estupidez, se sentaron en una esquina tranquila del suelo de tierra y se liaron un porro. Se lo fumaron y se imaginaron entre risitas todo lo que se comprarían cuando fueran ricos. Cuando Gallo se tumbó en el suelo se le clavó algo afilado en el espinazo. Se puso la mano debajo de la espalda y encontró el objeto: una estatuilla pequeñita con corona… le sonaba mucho pero no sabía de qué. Les enseñó la figurita a Conejo y Cerdo Hormiguero, pero ellos se limitaron a negar con la cabeza. Ninguno sabía exactamente qué era. Conejo lamió la figura con la lengua y la mordió con los dientes y declaró que estaba hecha de plástico negro. Cerdo Hormiguero sugirió que la derritieran y para ello sacó una cerilla de cocina de madera. Cuando la coronita prendió, ardió con una llama azul chispeante y emitió un olor a heces y pelo quemado. Fuera lo que fuera, produjo una voluta espiral de humo acre que, sin pensarlo, los tres amigos se inclinaron hacia delante para inhalar.

Invéntate algo. Relatos que no te podrás sacar de la cabeza. 2015.

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