¡Señor
de los sofocantes parterres
y
huertos soleados por la llama eterna del infierno!
Entre
vuestros jardines florece el Árbol del que brotan
frutos
que son como innumerables cabezas de demonios,
y
que extiende su raíz como una serpiente sinuosa,
y
que se llama Baaras.
Y
allí las pálidas mandrágoras bifurcadas,
desgajadas
del suelo por sí solas, van de un lado a otro,
pronunciando
vuestro nombre:
hasta
que los últimos de los condenados vean pasar a los demonios,
gritando
con airado frenesí y extraña aflicción.
—Letanía
de Ludar a Thasaidon—
Era
bien sabido que Adompha, rey de la vasta isla oriental de Sotar,
poseía en los amplios terrenos de palacio un jardín vetado a todos
los hombres excepto a él mismo y al mago de la corte, Dwerulas. Las
paredes de granito que enmarcaban el jardín en un cuadrado, altas y
formidables como las de una prisión, podían ser contempladas por
todos, porque se alzaban sobre los majestuosos robles y alcanfores, y
los extensos parterres de flores multicolores. Pero nada podía
divisarse de su interior: los cuidados que requería eran realizados
sólo por el mago bajo las órdenes de Adompha, y ambos conversaban
allí con profundos acertijos que nadie era capaz de interpretar. La
gruesa puerta de bronce respondía a un mecanismo cuyo secreto
compartían sólo ellos, y el rey y Dwerulas, bien separados o
juntos, visitaban el jardín sólo a horas en que otros no estuvieran
por los alrededores. Y nadie podía realmente afirmar que hubiera
contemplado ni siquiera la apertura de la puerta.
Se
decía que el jardín había sido techado para evitar el sol con
grandes planchas de plomo y cobre, sin dejar ni un resquicio por el
que pudiera colarse ni la más diminuta de las estrellas. Algunos
juraban que la privacidad de sus señores durante sus visitas estaba
garantizada por un sueño de leteo que Dwerulas, gracias a sus artes
mágicas, solía extender en tales momentos por todos los
alrededores.
Un
misterio tan notorio difícilmente podía dejar de provocar
curiosidad, y surgieron múltiples creencias en relación a la
naturaleza del jardín. Algunos afirmaban que estaba lleno de plantas
malignas de hábitos nocturnos, de las que brotaban potentes y
mordaces venenos para uso de Adompha, junto a otras esencias más
insidiosas y siniestras empleadas por el brujo en la preparación de
sus maleficios. Y parecía que tales historias no carecían de cierta
veracidad: porque, tras la construcción del jardín tapiado, se
habían producido en la corte real numerosas muertes que podían ser
atribuidas al envenenamiento, y desastres que claramente eran obra de
un mago, junto a la desaparición física de personas cuya presencia
en la tierra ya no agradaba a Adompha o Dwerulas.
Otras
historias, más extravagantes, eran susurradas entre los crédulos.
Aquella leyenda de infamia antinatural que rodeaba al rey desde la
niñez, adoptó unos tintes aún más horribles, y Dwerulas, del que
se decía que había sido vendido al Archidemonio antes de su
nacimiento por la bruja de su madre, alcanzó una nueva y negra
reputación que sobrepasaba la de otros brujos en la profundidad y
crudeza de su degradación.
Despertando
del sopor y los sueños que le producía el jugo de amapola negra, el
rey Adompha se levantaba en las horas muertas y anquilosadas que
transcurrían entre el ocaso lunar y el amanecer. A su alrededor el
palacio permanecía en un silencio sepulcral, pues sus ocupantes se
habían rendido al sopor nocturno inducido por el vino, las drogas y
el aguardiente. Alrededor del palacio, los jardines y la ciudad
capitalina de Loithé dormían bajo las perezosas estrellas de los
cielos sin viento del sur. A esas horas, Adompha y Dwerulas solían
visitar el recinto de altas murallas sin apenas riesgo de ser
seguidos u observados.
Adompha
salió, deteniéndose brevemente para iluminar con el ojo cubierto de
su farol de bronce negro la habitación contigua. La estancia había
estado ocupada por Thuloneah, su odalisca favorita por un periodo
raras veces igualado de ocho noches, pero advirtió sin sorpresa o
desconcierto que la cama de sedas revueltas estaba en esos momentos
vacía. Esto le confirmó que Dwerulas había llegado antes que él
al jardín. Y además supo que Dwerulas no había ido ociosamente, o
de vacío.
Los
jardines del palacio, completamente empapados de sombras intactas,
parecían garantizar la intimidad que el rey ansiaba. Llegó hasta la
puerta de bronce cerrada en la elevada y lisa pared de granito,
emitiendo, mientras se aproximaba, un agudo siseo, como el de una
cobra. En respuesta a la cadencia de subida y bajada de este sonido,
la puerta se abrió hacia dentro silenciosamente, y se cerró
silenciosamente tras él.
El
jardín, sembrado y cultivado de forma tan privada, y sellado con el
techo de metal ocultándolo a las esferas del cielo, estaba
únicamente iluminado por un extraño globo de feroz luz que flotaba
en el centro. Adompha miró el globo con pavor, porque su naturaleza
y origen eran misteriosos. Dwerulas afirmaba que había surgido del
infierno a petición suya durante una medianoche sin luna, y que
levitaba gracias al poder infernal, y se alimentaba con las llamas
eternas de ese clima en el que las frutas de Thasaidon maduraban
hasta un tamaño ultraterreno y un sabor encantado. El orbe irradiaba
una luz sanguinolenta, en la que el jardín nadaba y se confundía
como si se viera a través de una niebla luminosa de sangre. Incluso
bajo las lóbregas noches de invierno, el globo despedía un
reconfortante calor, y nunca descendía en su extraña suspensión,
aunque no tuviera sujeción visible, y debajo el jardín florecía
siniestramente, suntuoso y exuberante como un parterre de los
círculos infernales.
En
efecto, las plantas de aquel jardín no eran como las que podría
haber abrigado un sol terrestre, y Dwerulas afirmaba que sus semillas
eran del mismo origen que el globo. Había troncos pálidos y
bifurcados que se estiraban hacia las alturas como si fueran a
arrancar sus propias raíces del suelo, desplegando hojas inmensas
como oscuras y estriadas alas de dragones. Había capullos granate,
anchos como bandejas, que pendían de tallos gruesos como brazos que
temblaban continuamente.
Y
había muchas otras plantas exóticas, distintas como los siete
infiernos, y sin características comunes más allá de los vástagos
que Dwerulas había injertado en ellos acá y allá mediante artes
antinaturales y nigrománticas.
Estos
vástagos eran distintas partes y miembros de seres humanos.
Magistralmente, y siempre con éxito, el mago los había unido a los
brotes medio vegetales, medio animales, sobre los que vivían y
crecían a partir de ese momento, rezumando una savia semejante al
icor. Y así eran preservados los cuidadosamente elegidos recuerdos
de una multitud de personas que habían inspirado desagrado o hastío
a Dwerulas y al rey. Sobre los troncos de palmeras, bajo ramas de
plumones encrespados, cabezas de eunucos colgaban en racimos, como
enormes drupas negras. Una enredadera sin hojas había florecido con
las orejas de guardias ladrones. De cactus enormes brotaban pechos de
mujeres y estaban recubiertos de filamentos como cabellos.
Extremidades o torsos completos habían sido unidos a árboles
monstruosos. Sobre algunos de los enormes capullos semejantes a
bandejas se posaban corazones palpitantes, y ciertas flores más
pequeñas tenían en su centro ojos que aún se abrían y cerraban
entre pestañas. Y había otros injertos, demasiado obscenos o
repulsivos para describirlos.
Adompha
avanzó entre los brotes híbridos, que se agitaban y crujían a su
paso. Parecía que las cabezas se giraban ligeramente hacia él al
unísono, las orejas vibraban, los pechos temblaban levemente, los
ojos se ensanchaban o achinaban como si observaran su avance. Sabía
que estos restos humanos vivían sólo con la reposada vida de las
plantas, y que compartían únicamente su actividad subanimada. Las
había contemplado con un curioso y mórbido placer estético,
encontrando en ellas la infalible atracción de las cosas grandiosas
y sobrenaturales. Pero en ese momento, por primera vez, pasó entre
ellas con un lánguido interés. Comenzó a temer la hora fetal en la
que el jardín, con todas sus originales taumaturgias, ya no le
aportara un refugio contra su inexorable hastío.
En
el centro del extraño edén, donde un espacio circular aún
permanecía vacío entre los abarrotados parterres, Adompha llegó a
un montículo de tierra arcillosa recién excavada. Junto a él,
totalmente desnuda, pálida y boca arriba como si estuviera muerta,
yacía la odalisca Thuloneah. Cerca de ella había una bolsa de cuero
de la que se habían extraído varios cuchillos y otros utensilios,
junto a frascos de bálsamos líquidos y resinas viscosas que
Dwerulas empleaba en sus injertos, y ahora reposaban en el suelo. Una
planta conocida como el dedaim, con un tronco bulboso, carnoso y de
un color blanquecino verdoso de cuyo centro brotaban como rayos
varias ramas serpenteantes sin hojas, vertía intermitentemente sobre
el pecho de Thuloneah gotas de icor rojo amarillento que manaba de
unas incisiones en su suave corteza.
Tras
el montículo arcilloso, Dwerulas apareció repentinamente como un
demonio emergiendo de su madriguera subterránea. Sostenía en las
manos la pala con la que acababa de cavar un agujero profundo,
semejante a una fosa funeraria. Junto a la regia estatura y
corpulencia de Adompha, no parecía más que un enano marchito. Su
aspecto revelaba las marcas de una enorme edad, como si polvorientos
siglos hubieran secado su carne y absorbido la sangre de sus venas.
Sus ojos brillaban en el fondo de unas órbitas como pozos; sus
facciones eran oscuras y hundidas, como las de un cadáver muerto
mucho tiempo atrás; su cuerpo estaba retorcido como un cedro
milenario del desierto. Se encorvaba incesantemente, de manera que
sus lacios y nudosos brazos colgaban casi hasta el suelo. Adompha se
maravilló, como siempre, de la fuerza casi demoníaca de aquellos
brazos; se maravilló de que Dwerulas hubiera podido empuñar la
pesada pala con tanta presteza, y hubiera podido transportar hasta el
jardín sobre sus espaldas y sin ayuda humana la carga de aquellas
víctimas cuyos miembros había utilizado en sus experimentos. El rey
jamás se había rebajado a asistir a tales labores; tras nombrar de
vez en cuando a aquellas personas cuya desaparición no le
disgustaría en absoluto que se produjera, se limitaba a vigilar y
supervisar la barroca jardinería.
—¿Está
muerta? —preguntó Adompha, observando sin emoción los sensuales
miembros y el cuerpo de Thuloneah.
—No
—dijo Dwerulas con voz ronca, como una bisagra oxidada de ataúd—,
pero le he suministrado el jugo letárgico y potente del dedaim. Su
corazón late inaudiblemente, su sangre fluye con la lentitud de ese
icor mezclado. No volverá a despertar… sólo como una porción de
vida del jardín, compartiendo su oscura sensibilidad. Y ahora espero
instrucciones. ¿Qué parte… o partes?
—Sus
manos eran muy habilidosas —dijo Adompha como si reflexionara en
voz alta, en respuesta a la pregunta medio formulada—. Conocían
los sutiles caminos del amor y eran experimentadas en todas las artes
amorosas. Me gustaría que preservarais sus manos… pero nada más.
La
singular y mágica operación fue completada. Las bellas, finas y
pequeñas manos de Thuloneah, cercenadas limpiamente a la altura de
las muñecas, fueron unidas con una pequeña marca de sutura a las
pálidas y podadas extremidades de las dos ramas más altas del
dedaim. En este proceso, el mago había empleado las resinas de
plantas infernales, y había invocado repetidamente los curiosos
poderes de ciertos genios subterráneos, como solía hacer en tales
ocasiones. En esos momentos, como si le suplicaran, los brazos
parcialmente vegetales se extendieron como si quisieran tocar a
Adompha con sus manos humanas. El rey sintió que su antiguo interés
por la horticultura de Dwerulas se reavivaba, y una extraña
excitación brotó en su interior ante esa mezcla de belleza y
extravagancia que emanaba de la planta injertada. Al mismo tiempo,
volvió a revivir en su carne los sutiles ardores de noches pasadas…
porque las manos estaban repletas de recuerdos.
Adompha
se había olvidado por completo del cuerpo de Thuloneah, que yacía
cerca de él con los brazos amputados. Sacado de su ensoñación por
el repentino movimiento de Dwerulas, se giró y vio al mago inclinado
sobre la joven inconsciente, que no se había movido durante todo el
proceso de la operación. La sangre aún fluía de los muñones de
sus muñecas y formaba charcos sobre la tierra oscura. Dwerulas, con
ese vigor antinatural que caracterizaba todos sus movimientos,
recogió a la odalisca en sus enjutos brazos y la levantó con
facilidad. Tenía un aire de trabajador que retoma una tarea
inacabada, pero entonces pareció vacilar antes de arrojarla al
agujero que haría las veces de tumba, donde, a través de las
estaciones calentadas e iluminadas por el globo infernal, su cuerpo
oculto y en descomposición alimentaría las raíces de aquella
planta anómala que portaba sus propias manos como vástagos. Era
como si temiera deshacerse de su voluptuosa carga. Adompha,
observándole con curiosidad, advirtió más que nunca la descarnada
maldad y degeneración que manaba como un abrumador hedor del cuerpo
encogido y de los retorcidos miembros de Dwerulas.
Aunque
él mismo se había adentrado profundamente en todo tipo de vilezas,
el rey experimentó una vaga repugnancia. Dwerulas le recordaba a un
nauseabundo insecto que en una ocasión sorprendió realizando
macabras operaciones. Recordó cómo aplastó el insecto con una
piedra… y, al recordarlo, le sobrevino una de esas inspiraciones
audaces y repentinas que siempre le impulsaron a acometer acciones
igualmente inesperadas. Se dijo a sí mismo que no había entrado en
el jardín con esa idea, pero que la oportunidad era demasiado
urgente y demasiado perfecta para dejarla pasar. El mago le daba la
espalda para la ocasión, mientras que sus brazos estaban ocupados
con su pesada y hermosa carga. Empuñando rápidamente la pala de
hierro, Adompha la dejó caer sobre la pequeña y marchita cabeza de
Dwerulas con la fuerza guerrera heredada de sus antepasados heroicos
y piratas. El enano, que todavía sujetaba a Thuloneah, cayó de
cabeza en el profundo hoyo.
El
rey preparó la pala para un segundo golpe en caso de que fuera
necesario y esperó, pero no se escuchó ningún ruido ni observó
ningún movimiento en la tumba. Sintió cierta sorpresa por haber
vencido con tanta facilidad al formidable mago, de cuyos poderes
sobrenaturales estaba casi totalmente convencido; y tampoco fue menor
el asombro ante su propia temeridad. Entonces, animado por su
triunfo, se le ocurrió que podría intentar realizar su propio
experimento, ya que creía dominar gran parte de las singulares
habilidades y conocimientos de Dwerulas a través de la observación.
La cabeza de Dwerulas resultaría una adición única y apropiada a
una de las plantas del jardín. Sin embargo, tras echar una ojeada al
hoyo, se vio forzado a desechar la idea: observó que le había
golpeado demasiado fuerte y había dejado la cabeza del brujo en un
estado casi inservible para su experimento, ya que tales injertos
precisaban de cierta integridad de la parte o miembro humano.
Reflexionando,
no sin asco, sobre la inesperada fragilidad de los cráneos de los
magos, que resultaban tan fáciles de aplastar como huevos de emúes,
Adompha comenzó a llenar el hoyo con arcilla. El cuerpo de Dwerulas
yacía boca abajo, sobre la forma acurrucada de Thuloneah,
compartiendo ambos la misma quietud, y pronto quedaron ocultos por
los blandos y frágiles terrones. El rey, que en su corazón había
llegado a temer a Dwerulas, experimentó un profundo alivio cuando
cubrió totalmente la tumba y la niveló suavemente con la tierra de
alrededor. Se dijo a sí mismo que había hecho bien: porque la
reserva de conocimientos del mago en los últimos tiempos incluía
demasiados secretos reales; y un poder como el suyo, tanto si le
venía dado por la naturaleza o por reinos ocultos, nunca podría ser
compatible con un gobierno seguro y un imperio prolongado de reyes.
En
la corte del rey Adompha y por toda la ciudad costera de Loithé, la
desaparición de Dwerulas se convirtió en un tema sobre el que se
especuló mucho pero del que se investigó poco. Las opiniones
estaban divididas entre si era Adompha o el maligno Thasaidon quien
debía ser agradecido por tan beneficiosa pérdida, y, en
consecuencia, el rey de Sotar y el señor de los siete infiernos
fueron temidos y respetados como nunca antes. Tan sólo los hombres o
demonios más temibles podían haberse deshecho de Dwerulas, que se
decía que había vivido durante todo el milenio sin dormir ni una
sola noche, y ocupando todas sus horas con vilezas y magias de una
negrura subtartárea.
Tras
la inhumación de Dwerulas, una vaga sensación de miedo y horror que
era incapaz de explicar había provocado que el rey volviera a
visitar el jardín sellado. Sonriendo impasiblemente ante los
extraños rumores de la corte, continuó su búsqueda por nuevos
placeres y sensaciones extrañas o violentas. Pero tuvo poco éxito
en esto: parecía que todos los caminos, incluso los más
extravagantes y tortuosos, le conducían sólo al oculto precipicio
del aburrimiento. Apartándose de extraños amores y crueldades, de
fastos extravagantes y músicas demenciales, de incensarios
afrodisíacos con flores de tierras lejanas y de pechos de extraños
contornos de jóvenes exóticas, recordó con renovado deseo aquellas
formas florales parcialmente animadas que habían sido dotadas por
Dwerulas con los encantos más provocativos de las mujeres.
Así
pues, cierta noche, a una hora entre la caída de la luna y el
amanecer, cuando todo el palacio y la ciudad de Loithé estaban
empapados de sueño, el rey se levantó dejando a su concubina en el
lecho y se dirigió al jardín, que ahora era secreto para todos los
hombres excepto para él mismo.
En
respuesta al siseo de cobra, que era lo único que hacía funcionar
su ingenioso mecanismo, la puerta se abrió para Adompha y se cerró
a sus espaldas. En el mismo instante en que se cerró, advirtió que
se había producido un singular cambio en el jardín durante su
ausencia. Ardiendo con una luz más sangrienta, una radiación más
tórrida, el misterioso globo flotante deslumbraba con sus rayos como
si estuviera siendo avivado por demonios, y las plantas, que habían
crecido excesivamente en altura y estaban cubiertas y escondidas bajo
un follaje mucho más frondoso del que tenían antes, se erguían
inmóviles en una atmósfera como la del aliento exhalado por un
infierno escarlata.
Adompha
vaciló, dudando sobre el significado de estos cambios. Durante unos
instantes pensó en Dwerulas, y se acordó con un leve
estremecimiento de ciertos prodigios y hazañas nigrománticas
inexplicables realizados por el mago… Pero él había asesinado a
Dwerulas y lo había enterrado con sus propias manos regias. El calor
creciente y el brillo del globo, el crecimiento excesivo del jardín,
se debían sin duda a algún proceso natural incontrolado.
Presa
de una gran curiosidad, el rey inhaló los mareantes perfumes que
asaltaron sus fosas nasales. La luz le deslumbró, embargándole con
extraños colores jamás vistos; el calor le golpeó como si fuera el
de un solsticio de verano infernal. Le pareció escuchar voces, casi
inaudibles al principio, pero que fueron transformándose pronto en
un murmullo casi articulado que seducía sus oídos con una dulzura
ultraterrena. Al mismo tiempo, le pareció contemplar entre la
vegetación inerte, en ráfagas, los miembros cubiertos parcialmente
de bayaderas danzando; miembros que no pudo identificar con ninguno
de los injertos realizados por Dwerulas.
Atraído
por el encanto del misterio y dominado por una vaga intoxicación, el
rey se adentró en el laberinto surgido del infierno. Las plantas
retrocedían levemente cuando él se aproximaba, y se apartaban a
ambos lados para permitir su paso. Como si fuera una mascarada
arbórea, parecían ocultar a sus vástagos humanos bajo los mantos
de su nuevo follaje. Luego, cerrándose tras Adompha, parecían
desechar sus disfraces, revelando fusiones más disparatadas y
anómalas que las que recordaba. Cambiaban a su alrededor cada
segundo, como formas delirantes, de manera que nunca estaba del todo
seguro de cuánto había en ellas de árbol o de flor, cuánto había
de mujer y de hombre. Una a una, contempló el balanceo de
protuberancias retorciéndose, una conmoción de miembros y cuerpos
descontrolados. Entonces, tras una transición imperceptible, pareció
que sus raíces se desgajaban de la tierra y que se movían a su
alrededor sobre oscuros pies fantásticos, en círculos cada vez más
rápidos, como los bailarines de un desconcertante festival.
Formas
que eran tanto florales como humanas giraban alrededor de Adompha,
hasta que la mareante demencia de su movimiento giró con idéntico
vértigo en su cerebro. Escuchó un susurro como el de un bosque bajo
una tormenta, junto a un clamor de voces familiares que le llamaban
por el nombre, que maldecían y suplicaban, se burlaban y exhortaban,
en una miríada de voces de guerrero, de consejero, de esclavo, de
cortesano impostor, de castrado o de amante. Y sobre todas las cosas,
el globo sanguinolento refulgía con un resplandor cada vez más
deslumbrante y amenazador, un ardor que se hacía cada vez más
insoportable. Era como si toda la vida del jardín se girase, se
elevase y relumbrase extáticamente hacia la infernal culminación
del astro.
El
rey Adompha olvidó todo recuerdo de Dwerulas y su oscura magia. En
sus sentidos ardía el calor del globo procedente del infierno, y le
pareció compartir el delirante movimiento y éxtasis de aquellas
formas oscuras que le rodeaban. Un icor de locura bulló en su
sangre; ante él flotaban las borrosas imágenes de placeres que
jamás había experimentado o sospechado siquiera que existieran:
placeres con los que sobrepasaría los límites propios de la
sensibilidad humana.
Entonces,
en medio de aquel remolino fantasmagórico, escuchó el chillido de
una voz ronca, como una bisagra oxidada al levantarse la tapa de un
sarcófago. No podía entender las palabras, pero, como si hubiera
sido pronunciado un conjuro de silencio, el jardín en su totalidad
volvió inmediatamente a su quietud y ocultación. El rey se quedó
totalmente estupefacto: ¡porque la voz que había escuchado era la
de Dwerulas! Miró a su alrededor con ojos desorbitados, atónito y
confundido, viendo únicamente las plantas inmóviles con sus mantos
de abundante follaje. Ante él se alzaba un brote que vagamente
reconoció como el dedaim, aunque su tronco con forma de bulbo y sus
largas ramas estaban recubiertos de una tupida masa de negros
filamentos semejantes a cabellos.
Lenta
y delicadamente, las dos ramas más altas del dedaim descendieron
hasta que las puntas estuvieron al nivel del rostro de Adompha. Las
finas y pequeñas manos de Thuloneah surgieron del follaje y
comenzaron a acariciar las mejillas del rey con aquella destreza
amorosa que él todavía recordaba. En ese mismo instante advirtió
que la tupida mata peluda se apartaba cayendo sobre el ancho y plano
extremo superior del tronco del dedaim; y, sobre este, como si
brotara sobre unos hombros encogidos, la pequeña y marchita cabeza
de Dwerulas apareció para enfrentarse a él…
Mientras
miraba con un horror vacuo el destrozado cráneo con coágulos
sanguinolentos, las facciones resecas y ennegrecidas como si tuvieran
siglos de antigüedad, los ojos que brillaban en oscuros pozos como
brasas avivadas por demonios, Adompha tuvo la confusa sensación de
ser asaltado por una muchedumbre que se lanzaba contra él desde
todos los flancos. Ya no había árboles en aquel jardín de
demenciales mezcolanzas y mágicas transmutaciones. A su alrededor,
flotando en el fiero viento, nadaban rostros que él recordaba
demasiado bien: rostros ahora retorcidos con una ira maligna y el
deseo letal de venganza. Con una ironía que sólo podía ser
concebida por Dwerulas, los suaves dedos de Thuloneah continuaron
acariciándole, mientras Adompha sentía cómo las innumerables manos
le arrancaban la ropa y le desollaban la carne a tiras con sus uñas.
Weird Tales, 1938.
Una obra maestra de un gran escritor injustamente solapado por sus compañeros Howard y Lovecraft. He leído todo lo que hay de él publicado en castellano y para mí, pese a quien le pese, es el que más me gusta de los tres, el que tiene un estilo más depurado y una grandísima imaginación. Una lectura imprescindible para los amantes de la fantasía anterior a Tolkien.
ResponderEliminarEstoy de acuerdo, Ashton Smith es un escritor infravalorado e injustamente desconocido. Quizá sí es más conocido en países de lengua inglesa, pero por aquí, nada.
ResponderEliminarEste cuento además es una maravilla, por la atmósfera que crea, la forma de narrar, con ese ritmo ágil, pero a la vez contenido... me encanta.