El
metal del cohete se enfrió bajo los vientos del prado. La compuerta
emitió un estallido hinchado. De su interior mecánico salieron un
hombre, una mujer y tres niños. Los otros pasajeros se dispersaron
por el prado marciano dejando al hombre solo con su familia.
El
hombre sintió que el aire le agitaba el pelo y que los tejidos de su
cuerpo se tensaban como si estuviese en el vacío. Su esposa, delante
de él, parecía desvanecerse convertida en humo. Los niños,
pequeñas semillas, podrían dispersarse por todo Marte.
Los
niños le miraron como la gente mira al sol para saber en qué hora
de la vida se encuentra. El rostro del hombre era frío.
—¿Qué
pasa? —preguntó la esposa.
—Volvamos
al cohete.
—¿De
vuelta a la Tierra?
—¡Sí!
¡Escucha!
El
viento soplaba como si quisiese destruir sus identidades. En
cualquier momento el aire marciano podría robarles el alma, como
sale el tuétano de un hueso blanco. Se sentía sumergido en una
sustancia química que podía disolver su intelecto y quemar su
pasado.
Miraron
las colinas marcianas que el tiempo había desgastado con la
aplastante presión de los años. Vieron las viejas ciudades,
perdidas en los prados, esparcidas como los huesos delicados de los
niños entre los agitados lagos de hierba.
—Asúmelo,
Harry —dijo su esposa—. Es demasiado tarde. Hemos recorrido cien
millones de kilómetros.
Los
niños de pelo rubio aullaron a la bóveda profunda que era el cielo
marciano. No hubo respuesta, excepto el paso del viento por entre la
hierba rígida.
El
hombre recogió el equipaje entre las frías manos.
—Vamos
—dijo un hombre de pie al borde del mar, listo para meterse en él
y ahogarse.
Fueron
al pueblo.
Eran
los Bittering. Harry y su esposa Cara; Dan, Laura y David. Levantaron
una pequeña casita blanca y allí tomaban un buen desayuno, pero el
miedo no desapareció nunca. Permanecía con el señor y la señora
Bittering, como un tercer compañero indeseado en todas las charlas
de medianoche, en todos los amaneceres.
—Me
siento como un cristal de sal —dijo—, en una corriente de
montaña, deshaciéndome. No pertenecemos a este lugar. Somos gente
de la Tierra. Esto es Marte. Estaba destinado a los marcianos. Por
amor de Dios, Cara, ¡vamos a comprar billetes de vuelta!
Pero
ella se limitaba a negar con la cabeza.
—Un
día la bomba atómica acabará con la Tierra. Entonces, aquí
estaremos seguros.
—¡Seguros
y locos!
Tictac,
las siete en punto
—cantó
el reloj de voz—;
hora
de levantarse.
Y así lo hicieron.
Todas
las mañanas algo le obligaba a comprobarlo todo —chimenea
caliente, geranios rojos en las macetas— como si esperase que algo
estuviese mal. El periódico de la mañana, traído en el cohete de
la Tierra de las seis de la mañana, estaba calentito como una
tostada. Rompió el sello del periódico y lo abrió sobre su
desayuno. Se obligó a ser sociable.
—Los
días coloniales han vuelto —declaró—. Dentro de diez años
habrá diez millones de terrestres en Marte. ¡Grandes ciudades y
todo lo demás! Dicen que fracasaremos. Dicen que los marcianos no
aceptarán nuestra invasión. Pero ¿hemos encontrado algún
marciano? ¡Ni un alma! Oh, encontramos sus ciudades vacías, pero ni
a uno de ellos. ¿Cierto?
Un
río de viento azotó la casa. Cuando las ventanas dejaron de
estremecerse, el señor Bittering tragó y miró a los niños.
—No
sé —dijo David—. Quizás haya marcianos por aquí y no los
vemos. A veces, por la noche, me parece oírlos. Oigo el viento. La
arena golpea mi ventana. Me asusto. Y veo esas ciudades en la cima de
las montañas donde hace mucho vivían los marcianos. Y, papá, me
parece verlos moverse por esas ciudades. Y me pregunto si a esos
marcianos les importa que vivamos aquí. Me pregunto si nos harán
algo por venir aquí.
—¡Tonterías!
—El señor Bittering miró por la ventana—. Somos personas
decentes y limpias. —Miró a sus hijos—. Todas las ciudades
muertas tienen sus fantasmas. Hablo de los recuerdos. —Miró las
colinas—. Miras una escalera y te preguntas qué aspecto tendría
un marciano al subirla. Ves pinturas marcianas y te preguntas cómo
era el pintor. Evocas mentalmente un pequeño fantasma, un recuerdo.
Es muy natural. Es la imaginación. —Se detuvo—. No habrás ido a
explorar esas ruinas, ¿verdad?
—No,
papá. —David se miró los zapatos.
—Asegúrate
de mantenerte alejado de ellas. Pásame la mermelada.
—Aun
así —dijo el pequeño David—, apuesto a que pasa algo.
Esa
tarde pasó algo.
Laura
recorrió el asentamiento, llorando. Entró a ciegas en el porche.
—Madre,
padre… ¡la guerra, la Tierra! —sollozó—. Acaba de llegar un
informe de radio. ¡Las bombas atómicas han caído sobre Nueva York!
¡Todos los cohetes espaciales han estallado! ¡No habrá más
cohetes a Marte, nunca!
—¡Oh,
Harry! —La madre abrazó a su marido y a su hija.
—¿Estás
segura, Laura? —preguntó el padre en voz baja.
Laura
lloriqueó.
—¡Estamos
varados en Marte, por siempre jamás!
Durante
mucho tiempo solo se oyó el sonido del viento en la tarde.
«Solos
—pensó Bittering—. Aquí solo somos unos mil. No hay forma de
volver. No hay forma. No hay forma». El sudor le chorreaba por la
cara, las manos y el cuerpo; estaba empapado por el calor de su
miedo. Quería golpear a Laura, gritarle: «¡No! ¡Mientes! ¡Los
cohetes volverán!». En lugar de eso, acarició la cabeza de Laura
abrazándola y dijo:
—Los
cohetes volverán algún día.
—Padre,
¿qué vamos a hacer?
—Seguir
con nuestro trabajo, claro. Cultivar y criar hijos. Esperar.
Mantenerlo todo en marcha hasta que la guerra termine y los cohetes
vuelvan.
Los
dos chicos salieron al porche.
—Hijos
—dijo, sentándose, mirando al infinito—. Tengo algo que
contaros.
—Lo
sabemos —dijeron.
Durante
los días posteriores, Bittering a menudo recorría el jardín para
estar a solas con su miedo. Mientras los cohetes habían tejido una
red plateada por el espacio, él había podido aceptar Marte. Porque
siempre se había repetido: «Mañana, si quiero, puedo comprar un
billete y volver a la Tierra».
Pero
ahora la red había desaparecido, los cohetes eran montones de vigas
fundidas y cables sueltos. Ellos eran gente de la Tierra abandonada
en la rareza de Marte, en el polvo canela y aire color vino, para
cocerse en el verano marciano como galletas de jengibre y ser
almacenadas para el invierno marciano. ¿Qué sería de él, de los
otros? Ese era el momento que Marte había estado esperando. Ahora
los devoraría.
Se
había arrodillado junto a las flores, con una pala en la mano
nerviosa. «Trabajar —pensaba—, trabajar y olvidar».
Miró
desde el jardín las montañas marcianas. Pensó en los orgullosos
nombres marcianos que en su día habían coronado esos picos. Los
terrestres, cayendo del cielo, habían mirado las colinas, ríos y
mares marcianos sin nombre a pesar de tenerlo. En su día los
marcianos habían construido ciudades, habían bautizado las
ciudades; habían escalado montañas, habían dado nombre a las
montañas; habían navegado los mares, habían dado nombre a los
mares. Las montañas se fundieron, los mares se secaron, las ciudades
se desmoronaron. A pesar de lo cual, los terrestres se habían
sentido culpables rebautizando esas colinas y esos valles antiguos.
Aun
así, los hombres viven de acuerdo a sus símbolos y sus etiquetas.
Les pusieron nombre.
El
señor Bittering se sentía muy solo en el jardín, bajo el sol
marciano, anacrónico, plantando flores terrestres en una tierra
extraña.
«Piensa.
Sigue pensando. Cosas diferentes. Mantén fuera de la mente la
Tierra, la guerra atómica, los cohetes perdidos».
Transpiraba.
Miró a su alrededor. Nadie le miraba. Se quitó la corbata. «¡Qué
atrevido! —pensó—. Primero la chaqueta, ahora la corbata». La
colgó con cuidado de un melocotonero que había importado como
plántula desde Massachussets.
Volvió
a su filosofía de nombres y montañas. Los terrestres habían
cambiado los nombres. Ahora en Marte tenían los valles Hormel, los
mares Roosevelt, las colinas Ford, las mesetas Vanderbilt, los ríos
Rockefeller. Los colonos americanos habían demostrado su sabiduría
poniendo viejos nombres indios a las praderas: Wisconsin, Minnesota,
Idaho, Ohio, Utah, Milwaukee, Waukegan, Osseo. Los viejos nombres,
los viejos significados.
Mirando
hacia las remotas montañas, pensó: «¿Estáis ahí todos vosotros,
los muertos marcianos? Bien, aquí estamos, solos, ¡aislados!
¡Bajad, echadnos! ¡Estamos indefensos!».
El
viento provocó una lluvia de flores de melocotonero.
Alargó
la mano tostada por el sol y gritó. Tocó las flores, las recogió.
Les dio la vuelta, las tocó una y otra vez. Luego le gritó a su
esposa.
—¡Cora!
Ella
apareció en la ventana. Él corrió hacia ella.
—¡Cora,
estas flores!
Cora
las examinó.
—¿No
lo ves? Son diferentes. ¡Han cambiado! ¡Ya no son flores de
melocotonero!
—A
mí me parecen normales —dijo ella.
—No
lo son. ¡Están mal! Te lo digo yo. ¡Un pétalo de más, una hoja,
algo en el color, el olor!
Los
niños salieron a tiempo de ver a su padre apresurándose por el
jardín, arrancando rábanos, cebollas y zanahorias.
—¡Cora,
ven a mirar!
Entre
todos examinaron los rábanos, las zanahorias, las cebollas.
—¿Te
parecen zanahorias?
—Sí…
no. —Vaciló—. No sé.
—Han
cambiado.
—Quizá.
—¡Sabes
que han cambiado! Son cebollas pero no son cebollas, zanahorias pero
no son zanahorias. El sabor: igual, pero diferente. El olor: no como
era. —Sentía el corazón desbocado y tenía miedo. Clavó los
dedos en la tierra—. Cora, ¿qué está pasando? ¿Qué es? Tenemos
que escapar de esto. —Corrió por el Jardín. Tocó todos los
árboles—. Las rosas. Las rosas. ¡Se están volviendo verdes!
Y
se quedaron inmóviles mirando las rosas verdes.
Y
dos días más tarde, Dan llegó corriendo.
—Venid
a ver la vaca. La estaba ordeñando y lo he visto. ¡Venid!
Se
plantaron en el cobertizo y contemplaron la vaca.
Le
estaba creciendo un tercer cuerno.
Y
el césped delantero de la casa, lenta y tranquilamente, adquiría el
color de las violetas de primavera. Semillas de la Tierra creciendo
de un tono morado.
—Debemos
irnos —dijo Bittering—. Nos comeremos estas cosas y cambiaremos…
¿quién sabe a qué? No puedo permitir que pase. Solo podemos hacer
una cosa. ¡Quemar la comida!
—No
está envenenada.
—Pero
sí que lo está. Sutilmente, muy sutilmente. Un poquito. Un
poquitín. No debemos tocarla.
Miró
consternado la casa.
—Incluso
la casa. El viento le ha hecho algo. El aire la ha quemado. La niebla
nocturna. Las tablas están retorcidas. Ya no es la casa de un
terrestre.
—¡Oh,
son imaginaciones tuyas!
Se
puso la chaqueta y la corbata.
—Voy
al pueblo. Tenemos que hacer algo. Volveré.
—¡Espera,
Harry! —gritó su esposa. Pero ya se había ido.
En
el pueblo, en el escalón, a la sombra de la tienda de ultramarinos,
los hombres permanecían sentados con las manos en las rodillas,
charlando con tranquilidad y calma.
El
señor Bittering deseaba disparar una pistola al aire.
«¡Qué
estáis haciendo, idiotas! —pensó—. ¡Aquí sentados! Habéis
oído las noticias… Estamos atrapados en este planeta. ¡Bien,
moveos! ¿No tenéis miedo? ¿No estáis asustados? ¿Qué vais a
hacer?».
—Hola,
Harry —dijeron todos.
—Mirad
—les dijo—. El otro día oísteis la noticia, ¿no?
Asintieron
y rieron.
—Claro
que sí, claro, Harry.
—¿Qué
vais a hacer al respecto?
—¿Hacer,
Harry, hacer? ¿Qué podríamos hacer?
—¡Construir
un cohete, claro está!
—¿Un
cohete, Harry? ¿Para regresar a los problemas? ¡Oh, Harry!
—Pero
tenéis
que
desear volver. ¿No os habéis fijado en las flores de melocotonero,
en las cebollas, en la hierba?
—Claro
que sí, Harry, sí que lo hemos hecho —dijo uno.
—¿No
os da miedo?
—No
puedo recordar que me diese mucho miedo, Harry.
—¡Idiotas!
—Venga,
Harry.
Bittering
tenía ganas de llorar.
—Debéis
trabajar conmigo. Si nos quedamos aquí, todos cambiaremos. El aire.
¿No lo oléis? Hay algo en el aire. Quizá sea un virus marciano;
alguna semilla o un polen. ¡Escuchadme!
Le
miraron fijamente.
—Sam
—dijo a uno.
—¿Sí,
Harry?
—¿Me
ayudarás a construir un cohete?
—Harry,
tengo un buen montón de metal y planos. Si quieres usar mi taller
para construir un cohete, adelante. Te venderé el metal por
quinientos dólares. Debería quedarte un cohete de lo más bonito,
trabajando solo, en unos treinta años.
Todos
rieron.
—No
os riais.
Sam
le miró con bastante buen humor.
—Sam
—dijo Bittering—. Tus ojos…
—¿Qué
les pasa, Harry?
—¿No
eran grises?
—Pues
la verdad, no me acuerdo.
—Lo
eran, ¿no?
—¿Por
qué lo preguntas, Harry?
—Porque
ahora son como amarillentos.
—¿Así
es, Harry? —dijo Sam despreocupadamente.
—Y
eres más alto y más delgado…
—Puede
que tengas razón, Harry.
—Sam,
no deberías tener los ojos amarillos.
—Harry,
¿de qué color son tus ojos? —dijo Sam.
—¿Mis
ojos? Son azules, por supuesto.
—Aquí
tienes, Harry. —Sam le pasó un espejo de bolsillo—. Échate un
vistazo.
El
señor Bittering vaciló y luego se llevó el espejo a la cara.
Había
pequeños puntos, muy oscuros, de oro nuevo en el azul de sus ojos.
—Mira
lo que has hecho —dijo Sam un momento más tarde—. Me has roto el
espejo.
Harry
Bittering se trasladó al taller y comenzó a construir el cohete.
Los hombres se acomodaban en la puerta abierta y hablaban y bromeaban
sin alzar la voz. De vez en cuando le ayudaban a levantar algo. Pero
en general ganduleaban y le observaban con ojos amarillentos.
—Es
hora de cenar, Harry —le dijeron.
Su
esposa apareció con la cena en un cesto de mimbre.
—No
voy a tocarla —dijo—. Solo tomaré comida del congelador extremo.
Comida que vino de la Tierra. Nada del jardín.
Su
mujer se quedó observándole.
—No
puedes construir un cohete.
—Una
vez trabajé en un taller, cuando tenía veinte años. Conozco los
metales. Una vez que empiece, los otros me ayudarán —dijo, sin
mirarla, desenrollando los planos.
—Harry,
Harry —dijo ella, en vano.
—Tenemos
que irnos, Cora. ¡Tenemos que irnos!
Las
noches estaban llenas de viento que soplaba sobre los vacíos mares
de hierba iluminados por la luna más allá de las pequeñas ciudades
de blanco ajedrez situadas desde hacía doce mil años en los llanos.
En el asentamiento de los terrestres, la casa de los Bittering se
agitaba por la sensación de cambio.
Tendido
en la cama, el señor Bittering sentía que sus huesos cambiaban,
mutaban, se fundían como el oro. Su esposa, tendida a su lado, tenía
la piel oscura por las muchas tardes al sol. La piel tan oscura tenía
por el sol que casi era negra, y los ojos dorados. Dormía, y también
dormían los niños metálicos en sus camas. Y el viento rugía
desesperado y agitándose entre los viejos melocotoneros, la hierba
violeta, arrancando pétalos verdes de rosa.
Era
imposible frenar el miedo. Había conquistado su corazón y su
garganta. Le goteaba húmedo del brazo y las sienes, y de las palmas
temblorosas.
Una
estrella verde se alzó al este.
Una
palabra extraña surgió de los labios del señor Bittering.
—Iorrt.
Iorrt
—repitió.
Era
una palabra marciana. Él no sabía marciano.
En
plena noche se levantó y realizó una llamada a Simpson, el
arqueólogo.
—Simpson,
¿qué significa la palabra Iorrt?
—Vaya,
es la antigua palabra marciana para el planeta Tierra. ¿Por qué?
—Por
ninguna razón en particular.
El
teléfono se le cayó de las manos.
—Hola,
hola, hola, hola —repetía Simpson mientras él miraba la estrella
verde—. ¿Bittering? Harry, ¿estás ahí?
Los
días estaban llenos del estruendo de los metales. Montó la
estructura del cohete con la ayuda renuente de tres hombres
indiferentes. Al cabo de una hora estaba muy cansado y tuvo que
sentarse.
—Por
la altitud —rio un hombre.
—¿Estás
comiendo, Harry? —preguntó otro.
—Estoy
comiendo —dijo con furia.
—¿Del
refrigerador extremo?
—¡Sí!
—Estás
adelgazando, Harry.
—¡No
es verdad!
—Y
estás más alto.
—¡Mentira!
Unos
días más tarde su mujer le llevó aparte.
—Harry,
he usado toda la comida del refrigerador extremo. No queda nada.
Tendré que preparar sándwiches de comida cultivada en Marte.
Él
se sentó, dejándose caer.
—Debes
comer —dijo—. Estás débil.
—Sí
—dijo.
Tomó
un sándwich, lo abrió, lo miró y empezó a mordisquearlo.
—Y
tomarte el resto del día libre —dijo—. Hace calor. Los niños
quieren ir a nadar en los canales y a dar un paseo. Por favor, ven.
—No
puedo malgastar el tiempo. ¡Estamos en plena crisis!
—Solo
una hora —le animó—. Nadar te hará bien.
Se
puso en pie sudando.
—Vale,
vale. Déjame en paz. Iré.
—Muy
bien, Harry.
Hacía
mucho calor, el día estaba tranquilo. Solo había una inmensa mirada
ardiente sobre la tierra. Se movieron siguiendo el canal, el padre,
la madre, los niños corriendo en bañador. Se pararon y comieron
sándwiches de carne. Él vio que la piel se les iba poniendo marrón,
y vio los ojos amarillos de su esposa y sus hijos, ojos que antes no
habían sido amarillos. Lo recorrió un escalofrío, pero se lo
llevaron las oleadas de agradable calor mientras permanecía tendido
al sol. Estaba cansado de tener miedo.
—Cora,
¿cuánto hace que tienes los ojos amarillos?
Cora
se quedó perpleja.
—Desde
siempre, supongo.
—¿No
han pasado de marrón a amarillo en los últimos tres
meses?
Ella
se mordió el labio.
—No.
¿Por qué me lo preguntas?
—No
importa.
Allí
se quedaron.
—Los
ojos de los niños —dijo él—. También son amarillos.
—A
veces a los niños les cambia el color de los ojos.
—Quizá
nosotros también seamos niños. Al menos, para Marte. Es una idea.
—Rio—. Creo que voy a nadar.
Saltaron
al agua del canal, se dejó hundir hasta el fondo como si fuese una
estatua dorada y allí se quedó en un silencio verde. Todo era agua
tranquila y profunda, todo era paz. Sintió que la corriente firme y
lenta le movía con facilidad.
«Si
me quedo aquí el tiempo suficiente —pensó—, el agua hará su
trabajo y acabará quitándome la carne, dejando los huesos como un
coral. Solo quedará de mí el esqueleto. Y luego el agua podrá
construir sobre ese esqueleto: cosas verdes, cosas de aguas
profundas, cosas rojas, cosas amarillas. Cambio. Cambio. Cambio
lento, silencioso y profundo. ¿Y no es eso lo que pasa allá
arriba?».
Sumergido,
vio el cielo de arriba, el sol convertido en marciano por efecto de
la atmósfera, el espacio y el tiempo.
«Allá
arriba, un gran río —pensó—, un río marciano, con todos
nosotros en el fondo, en nuestras casitas de guijarros, en nuestros
hogares hundidos de cantos rodados, ocultos como cangrejos de río,
con el agua llevándose nuestros viejos cuerpos, alargando nuestros
huesos y …».
Se
dejó llevar hacia la luz suave.
Dan
estaba sentado al borde del canal, mirando muy seriamente a su padre.
—Utha
—dijo.
—¿Qué?
—preguntó su padre.
El
chico sonrió.
—Ya
sabes. Utha es la palabra marciana para «padre».
—¿Dónde
la has aprendido?
—No
lo sé. Por ahí. ¡Utha!
—¿Qué
quieres?
El
chico vaciló.
—Quiero…
quiero cambiarme el nombre.
—¿Cambiártelo?
—Sí.
Su
madre se acercó nadando.
—¿Qué
tiene de malo Dan?
Dan
estaba inquieto.
—El
otro día me llamaste: Dan, Dan, Dan. Ni siquiera lo oí. Me decía
«ese no es mi nombre». Tengo un nombre nuevo que quiero usar.
El
señor Bittering se agarró al borde del canal, con el cuerpo frío y
el corazón latiendo lentamente.
—¿Cuál
es?
—Linnl.
¿No es un nombre genial? ¿Puedo usarlo, por favor?
El
señor Bittering se llevó una mano a la cabeza. Pensó en el absurdo
cohete, en sí mismo trabajando solo, solo incluso estando acompañado
de su familia, tan solo.
Oyó
a su mujer decir:
—¿Por
qué no?
Él
también se oyó decir:
—Sí,
puedes usarlo.
—¡Sí!
—gritó el chico—. ¡Soy Linnl, Linnl!
El
señor Bittering miró a su esposa.
—¿Por
qué lo hemos hecho?
—No
lo sé —dijo ella—. Parece una buena idea.
Caminaron
hasta las colinas. Caminaron sobre viejos senderos de mosaico, junto
a las fuentes que todavía daban agua. Durante todo el verano los
senderos estaban cubiertos de una delgada capa de agua fría. Te
mantenía los pies fríos durante todo el día, salpicabas como
vadeando un arroyuelo.
Llegaron
hasta una villa marciana desierta y pequeña. Estaba en la cima de
una colina. Vestíbulos de mármol azul, grandes murales, una
piscina. Era refrescante en un verano tan caliente. Los marcianos no
creían en grandes ciudades.
—Qué
agradable sería —dijo la señora Bittering— mudarnos a esta
villa durante el verano.
—Vamos
—dijo él—. Regresemos al pueblo. Hay que trabajar en el cohete.
Pero
esa noche, mientras trabajaba, el recuerdo de esa villa fresca de
mármol azul ocupaba su mente. Con el paso de las horas, el cohete
parecía perder importancia.
Con
el flujo de los días y las semanas, el cohete retrocedió y se
redujo. La vieja fiebre había desaparecido. Le asustaba haberse
dejado llevar de aquella manera. Pero de alguna forma, el calor, el
aire, las condiciones de trabajo…
Oyó
a los hombres murmurar en la fachada del taller.
—Todos
se van. ¿Lo has oído?
—Todos
se van. Cierto.
Bittering
salió.
—¿Irse
adónde? —Vio un par de camiones, cargados con niños y muebles,
recorriendo la calle polvorienta.
—A
las villas —dijo el hombre.
—Sí,
Harry. Yo también voy. Y Sam. ¿No es así, Sam?
—Así
es, Harry. ¿Qué hay de ti?
—Aquí
tengo trabajo.
—¡Trabajo!
Puedes acabar el cohete en otoño, cuando haga más fresco.
Harry
respiró hondo.
—Tengo
la estructura montada.
—Es
mejor en otoño. —Las voces sonaban ociosas en el calor.
—Tengo
trabajo —dijo.
—En
otoño —argumentaron. Y parecían tan razonables, tan cargados de
razón.
»En
otoño será mejor —pensó—. Tendré un montón de tiempo. ¡No!
—gritó una parte de sí mismo; una parte profunda, apartada,
encerrada, ahogándose—. ¡No! ¡No!
—En
otoño —dijo.
—Vamos,
Harry —dijeron todos.
—Sí.
—Sintió cómo se le fundía la cara en el caliente aire líquido-.
Sí, en otoño. Volveré a trabajar entonces.
—Tengo
una villa cerca del canal Tirra —dijo alguien.
—Te
refieres al canal Roosevelt, ¿no?
—Tirra.
El viejo nombre marciano.
—Pero
en el mapa…
—Olvida
el mapa. Ahora es Tirra. He encontrado un lugar en las montañas
Pillan…
—Te
refieres a la cordillera Rockefeller —dijo Bittering.
—Me
refiero a las montañas Pillan —dijo Sam.
—Sí
—dijo Bittering, enterrado en el aire caliente y pegajoso—. Las
montañas Pillan.
Todos
ayudaron a cargar el camión durante la tarde cálida y tranquila del
día siguiente.
Laura,
Dan y David llevaban paquetes. O, como preferían que los llamasen,
Ttil, Linnl y Werr llevaban paquetes.
Abandonaron
el mobiliario en la casita blanca.
—Quedaba
bien en Boston —dijo la madre—. Y aquí en la casita.
Pero
¿en la villa? No. Lo recuperaremos cuando volvamos en otoño.
Bittering
guardaba silencio.
—Tengo
algunas ideas para el mobiliario de la villa —dijo al cabo de un
rato—. Mobiliario grande y confortable.
—¿Qué
hay de tu enciclopedia? Te la traes, ¿no?
El
señor Bittering apartó la vista.
—Volveré
a buscarla la semana que viene.
Se
giraron hacia su hija:
—¿Qué
hay de tus vestidos de Nueva York? La niña, desconcertada, los miró
fijamente.
—Pues,
ya no los quiero.
Cerraron
el gas, el agua, atrancaron las puertas y se fueron. Padre echó un
vistazo al camión.
—Caramba,
no nos llevamos mucho —dijo—. Teniendo en cuenta todo lo que
trajimos a Marte, ¡esto es poquísimo!
Arrancó
el camión.
Mirando
largamente la pequeña casita blanca, sintió el deseo de entrar
corriendo, de tocarla, de decirle adiós, porque sentía que se iban
a un largo viaje dejando atrás algo a lo que no podrían volver, que
tampoco podrían comprender de nntonces Sam y su familia paron junto a otro camión.
—¡Hola,
Bittering! ¡Allá vamos!
El
camión tomó por la antigua carretera para salir del pueblo. Había
otros sesenta viajando en la misma dirección. El pueblo se llenó de
silencio, del polvo pesado del paso de los vehículos. Las aguas del
canal eran azules bajo el sol y un viento tranquilo movía los
extraños árboles.
—¡Adiós,
pueblo! —dijo el señor Bittering.
—Adiós,
adiós —dijo su familia, despidiéndose con la mano.
No
volvieron a mirar atr
ás.
El
verano secó los canales. El verano se desplazó como una llama sobre
los prados. En el asentamiento terrestre vacío, las casas pintadas
se desconcharon y la pintura se cayó. En los patios traseros, las
ruedas de goma en las que los niños se habían columpiado colgaban
como relojes de péndulo parados, sumergidas en el aire caliente.
En
el taller, la estructura del cohete empezó a oxidarse.
En
el tranquilo otoño, el señor Bittering, de piel muy oscura, de ojos
muy dorados, oteaba el valle desde la cima de la pendiente, más
arriba de su villa.
—Es
hora de volver ——dijo Cora.
—Sí,
pero no lo haremos —dijo él en voz baja—. Ahí ya no hay nada.
—Tus
libros —dijo ella—. Tu ropa buena.
»Tus
Illes y tus ior uele rre buenos—dijo.
—El
pueblo está vacío. Nadie va a volver —dijo él—. No hay ninguna
razón para hacerlo, ninguna en absoluto.
La
hija tejía tapices y los niños tocaban canciones usando flautas y
caramillos antiguos. Sus risas resonaban por toda la villa.
El
señor Bittering contempló el asentamiento terrestre, allá abajo,
en el valle.
—La
gente de la Tierra construyó unas casas tan extrañas, tan
ridículas.
—Era
lo que conocían —reflexionó su esposa—. Qué gente tan fea. Me
alegro de que se hayan ido.
Los
dos se miraron, sorprendidos por lo que acababan de decir. Rieron.
—¿Adónde
irían? —se preguntó. Miró a su esposa. Era tan dorada y esbelta
como su hija. Ella le miró, y él parecía casi tan joven como su
hijo mayor.
—No
lo sé —dijo ella.
—Quizás
el año próximo volvamos al pueblo, o al año siguiente, o al otro
—dijo con calma—. Ahora… tengo calor. ¿Qué tal si nos damos
un baño?
Dieron
la espalda al valle. Del brazo, recorrieron en silencio el camino de
agua primaveral y limpia.
Cinco
años más tarde un cohete cayó del cielo. Se quedó en el valle,
emitiendo vapor. De él saltaron hombres gritando.
—¡Hemos
ganado la guerra en la Tierra! ¡Hemos venido a rescataros! ¡Eh!
Pero
el pueblo americano de casitas, melocotoneros y cines estaba en
silencio. Encontraron una tosca estructura de cohete oxidándose en
un taller vacío.
Los
hombres del cohete buscaron por las colinas. El capitán montó el
cuartel general en un bar abandonado. El teniente regresó para
informar.
—El
pueblo está vacío, pero hemos encontrado vida nativa en las
colinas, señor. Gente de piel oscura. Con los ojos amarillos.
Marcianos. Muy amistosos. Hemos hablado un poco, no mucho. Aprenden
inglés con rapidez. Estoy seguro de que la relación será muy
amistosa.
—¿Oscuros,
eh? —comentó el capitán—. ¿Cuántos?
—Seiscientos,
ochocientos, diría yo. Viven en esas ruinas de mármol de las
colinas, señor. Son altos, saludables. Las mujeres son
hermosas.
—¿Le
han contado lo que les pasó a los hombres y mujeres que levantaron
este asentamiento, teniente?
—No
tienen ni la más remota idea de qué pasó con la gente del pueblo.
—Es
extraño. ¿Cree que los mataron los marcianos?
—Parecen
sorprendentemente pacíficos. Lo más probable es que una plaga diese
cuenta del pueblo, señor.
—Quizá.
Supongo que es uno de esos misterios que no resolveremos jamás. Uno
de esos sobre los que lees en los libros.
El
capitán miró la habitación, las ventanas polvorientas, las
montañas azules alzándose en el horizonte, los canales moviéndose
bajo la luz, y oyó el viento suave en el aire. Se estremeció.
Luego, recuperándose, señaló un enorme mapa nuevo que había
fijado al tablero de una mesa.
—Hay
mucho que hacer, teniente. —Su voz siguió hablando tranquila
mientras el sol se ocultaba tras las colinas azules—. Nuevos
asentamientos. Minas, minerales que buscar. Recogida de especimenes
bacteriológicos. Trabajo, mucho trabajo. Y los viejos archivos se
han perdido. Tendremos que rehacer los mapas, dar nombre a las
montañas, a los ríos y demás. Hará falta un poco de imaginación.
»¿Qué
le parece si llamamos a estas montañas las montañas Lincoln, a ese
canal el canal Washington y a esas colinas…? a esas colinas podemos
ponerles su nombre, teniente. Cuestión de diplomacia. Y usted, como
favor, podría darle mi nombre al pueblo. Como buenos vecinos. Y este
podría ser el valle Einstein, y más allá… ¿Me está prestando
atención, teniente?
El
teniente apartó la vista del color azul y la niebla tranquila de las
colinas situadas más allá del pueblo.
—¿Qué?
¡Oh!, si, señor.
Remedio para melancólicos, 1959.
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