Tsé-Hu-Tchen, mandarín de Kiusiu,
se hallaba reposando en los jardines de su palacio. De repente,
apareció un caballo y le mordió una rodilla.
Min-Tsú,
esposa de Tsé-Hu-Tchen, acudió presurosa, dispuesta a espantar al
corcel con una palmeta.
—Déjalo.
Déjalo —le dijo Tsé-Hu-Tchen. Poco después el animal se marchó
tan sigiloso como había llegado.
—Debiste
haberme permitido que lo asustase —reprochó Min-Tsú a su marido.
—Bien
sabes —dijo entonces Tsé-Hu-Tchen— que ese caballo puede ser la
reencarnación de nuestro amado hijo Ho-Knien-Tsí, muerto en el
combate naval de Ngen-Lasha.
—¡Sigue,
sigue! —se quejó la mujer— ¡Sigue malcriándolo!
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