Cuando llegué de vuelta, Manuel gritó: -¡Es la vergüenza más
grande que he pasado en mi vida! Me dolían los pies, así que no le
di importancia. Fui al dormitorio, me saqué los tacos y me puse el
pijama. Él se detuvo en el vano de la puerta, mirándome con odio,
los ojos vidriosos. Había estado bebiendo y el tufo lo olí desde la
cama.
-¿Por qué? Es una
pega súper digna.
-¿A eso le llamas
trabajo? - dijo con sarcasmo.
- Claro. Estaba
aburrida de estar todo el día en la casa.
- Todos te han visto
con esa pinta de puta...la falda corta, la jeta pintada y esas
uñas..., ¡mírate las uñas!
- ¿Te preparo un
cafecito? ¡Mira cómo estás! Capaz que te infartes.
Se fue dando un
portazo.
Me quedé en
silencio, mirando el retrato de Manuel. A él le había ido bien,
ganaba un sueldo suficiente para que yo no moviera un dedo. No, yo no
terminé el colegio, mi mamá estaba demasiado enferma en esos años,
había que cuidarla, prepararle el almuerzo y molerlo en la juguera,
parecía una guagua de boca arrugada y manos nervudas y llenas de
lunares..., había que hacerle la papa a la viejita que bramaba por
un costillar de chancho o una cazuela o unos porotos granados.
Pobrecita..., el cáncer la fue matando de a poco. Yo rogué al
Altísimo que se la llevara rápido, que la amparara en su santa
gloria, que no la dejara más en ese valle de lágrimas por el cual
atravesaba. No fue para contarlo ni a la mejor amiga, pero en esos
tiempos yo le hice una manda a Santa Rita: si mamá moría pronto, yo
ofrendaría mis pechos a todos los pobres y miserables de Santiago,
fue la única generosidad que se me ocurrió, algo que nadie hacía,
quizás por asco o por pudor, qué sé yo. Las voluntarias daban
comida o repartían fonolas y frazadas, yo en cambio, haría algo
inusual, por qué no. Cuando al fin murió, mis hermanas estaban
todas casadas, bien instaladas con sus maridos de lujo, unos santos,
sin lugar a dudas, y yo comencé a ser la tía buena que cuidaba a
los niños para que ellas fueran al cine. Cásate, me decían. Ya me
va a llegar la hora, hay que tener paciencia. Además, he sido feliz
criando a mis sobrinos.
Y me casé con el
primero que me lo pidió. Manuel Astorga González, 45 años, buena
pinta, farrero y playboy. Cuando me lo presentaron, decía llamarse
Emmanuel y no pasó más de una hora cuando ya estaba metida en su
cama.
-Mira, yo apenas te
conozco, pero necesito una mujer como tú. Mi padre no me va a dejar
ni un céntimo si me caso con una de mis amigas. Tú tienes algo, un
aura, no sé, no puedo definirlo. Cásate conmigo. - dijo Manuel de
corrido mientras fumaba y palpaba los músculos de sus brazos.
-Pero claro, no hay
problema. Cómo vas a perder la herencia por una tonterita- respondí
besándole su calvicie incipiente.
La verdad, no sé
por qué se fijó en mí. Quizás algo de piadosa habré conservado
desde la época de mi mamá, esa disposición a cuidar enfermos como
una enfermerita de la guerra, esa prontitud a ayudar en casos de
emergencia o resolver de modo seguro alguna diligencia.
Estando ya casados,
Manuel continuó con su ritmo de soltero. Después de la pega, se iba
al pub con sus amigachos, se tomaba sus whiskies y sentaba en su
falda a la moza de turno. Con una de esas lolitas se encamó, el
pervertido. La pobre chiquilla llamaba a la casa, suspirando y
llorando por él. Al principio la garabateé y la traté como quise,
después me dio pena y la consolé. Sin que Manuel supiera, la invité
a tomar onces. Ella no tenía más de 18 años y era muy, muy linda.
Sus labios sabían a frambuesas. Le dije que se buscara un tipo de su
edad, que dejara de ver a Manuel, incluso era necesario que dejara su
trabajo y desapareciera para siempre. Y la tonta me hizo caso.
Manuel anduvo medio
tristón un par de semanas y yo me dediqué a entibiarle la cama
todas las noches.
Cuando él me vio en
el pub casi se fue de espaldas.
-¡Qué estás
haciendo aquí!
- Sirviendo, pues.
-¡Tú no necesitas
trabajar! Cámbiate de ropa y nos vamos.
Él se tuvo que ir
primero, pero sus amigos se quedaron. Al comienzo me miraron feo,
pero con el tiempo comenzaron a acostumbrarse. De repente, me
lanzaban algún piropo, hasta me contaban sus penas; uno de ellos,
precisamente Javier Sacks, me tocó las piernas, susurrándome que
estaba harto rica. Cuando quieras, le respondí, estoy para servir.
Mi respuesta lo puso
nervioso, pero el entusiasmo pudo más. Sus dedos acariciaron la
punta de mi falda.
-No le vas a contar
a Manuel..., supongo.
-¡Por qué no! Se
nota que estás con problemas y yo te voy a ayudar...
-¿Se nota mucho?
-dijo palpándose las ojeras.
-Lo suficiente -y me
reí, pasándole la cuenta.
En el pub del
frente, solo y borracho, Manuel me vio salir con su jefe. Lo vi con
el rabillo del ojo y pensé que saldría a la calle hecho un
energúmeno para matarnos. No se movió de su silla. Hundió la
cabeza entre sus brazos, entregado a su frustración. Nunca lo había
visto así: tan mal. Me dio una pena infinita.
Ser ayudante de un
hombre de negocios tiene sus recompensas. Dios es testigo que jamás
exigí collares de perlas ni plata. Los regalos fueron devueltos al
acto, ante el estupor de Javier. Para qué. Yo necesitaba otro tipo
de satisfacciones. Espirituales, diría yo. Javier, pobrecillo, era
impotente, aunque besaba bien, con fuerza y pasión. Con él tuve mi
recompensa y él también. ¿Quién lo entendería mejor que yo? Ni
su propia mujer, que ya andaba enredándole las piernas a un chef
francés que venía a un concurso gastronómico. Jamás me quejé
frente a su laxitud, al contrario, lo alenté a ir a ver a un
terapeuta, si lo suyo era cosa de cada día, nada muy anormal. Tantos
hombres padecían de lo mismo.
Manuel se fue de la
casa definitivamente. Echaba de menos su vida de soltero. Nunca
cambiaría, y el que nace chicharra...Antes de que partiera con su
maleta y sus palos de golf, le regalé una hagiografía. La vida de
Santa Teresita te va a encantar, le comenté. Me miró como si
estuviera loca.
Javier fue más
afortunado que nosotros. Cuando vi su primera erección, le dije:
Vuelve con tu señora. Y él volvió. Hasta una niñita tuvieron.
Tengo una foto de ella, recién nacida, en mi velador. Es preciosa.
Mi corazón estaba
lleno de alegría desde que comencé el voluntariado en la Fundación
Las Rotas y en el Hogar del Buen Jesús. También trabajaba para
otras instituciones, aconsejando, reconfortando, aliviando. No pasé
por el infierno de la separación porque sencillamente no tuve tiempo
de acordarme de que era una separada. Eran tantas las actividades que
tenía, tanto el cariño que entregaba, que mi vida era un...,un
paraíso, por qué no decirlo, aunque sé que la verdadera vida no
está aquí. En la noche, corría al pub, y después partía a las
hospederías a dar café caliente y pan, lo que me pidieran. En la
hospedería de calle Esperanza conocí al Tetada, le decían así
porque era bien tetón y tenía doble papada. En sus buenos tiempos
había sido carnicero, era experto en dejar la carne sin ni una
brizna de grasa. Las viejas pitucas del barrio alto le hacían
pedidos y las propinas eran excelentes. La carnicería se hizo
famosa, me contó. Llegó una cajera jovencita y él se enamoró
hasta los huesos. Mientras molía la posta, el ballenato le miraba el
comienzo de los pechos, el cuello, sus manos escondidas entre las
piernas cuando hacía frío. Y esos gestos, esas miradas de la
cajera, esas manitos tibias, lo calentaban. Hasta que sucedió lo
inevitable. Ella se restregó por su delantal sucio de sangre, él la
tomó en vilo y se la llevó al frigorífico para amarla
completamente, junto a los animales destazados. No pasaron más de
tres meses y ella conoció a un cabro joven que la persuadió para
que dejara ese horrible trabajo. El Tetada se volvió loco de pena.
Dejó la carnicería, su casa, todo. Comenzó a vagar hasta llegar a
la hospedería, sucio, sin zapatos y borracho a más no poder. Al
principio sólo conversábamos, pero después comencé a interesarme
en los pliegues del Tetada. Sus manos eran tan grandes que con sólo
imaginarlas en mis propios pechitos de consoladora me daban
tiritones. Quería hundirme en sus carnes, besar cada estría y toda
su pena de macho obeso, sentir su gran estómago arriba del mío,
asfixiándome, negándome el aire. Sólo en ese estado podría
acercarme a Dios, lo intuía. Tuve que pedirle el favor y fui
crucificada un día viernes, qué simbólico. Me revolcó como se
revuelca una escalopa en el pan rallado y yo tuve que hurguetear
entre sus capas de rollos hasta dar con su pirigüín de niño bueno.
Creo que nunca he sentido tanto placer, no el de la carne,
obviamente, sino el de la cercanía de Dios. Estuve a unos
centímetros de ÉL y los ojos se me pusieron en blanco, iguales a
los de la Virgen de Lourdes.
-¡Qué hueona más
caliente! -comentó el Tetada cuando yo gritaba “Ven, ven”. El
impío nunca pensó que yo no lo llamaba a él.
No puedo entender
por qué me echaron de la Fundación las Rotas, cuando el nochero nos
vio desnudos en la oficina matriz. ¿Acaso echaron al Niño Dios del
pesebre cuando nació? ¿Acaso Juan El Bautista bautizaba a su gente
con ropajes incómodos? No. Jesús, inocente, sólo tuvo el calor del
aliento de los burros y vacas. Hosana en las alturas. Juan bendijo en
las aguas cristalinas de muchos ríos a chiquilines que cubrían su
rostro con el velo de la alegría. Bendito es el que viene. Bendita
yo de tener a ese hombre un poco bobalicón llamado Tetada, sin
importarme su condición de gordo del saco, sin fijar mi mirada en su
incultura ni en sus modales rudos de cuchillero y destripador.
Terminaron por
expulsarnos de todos los hospicios. Qué tontera.
Hoy tengo un solo
amante, cuyo nombre todos conocemos. Para qué nombrarlo, si puedo
alabarlo y cantarle todas las mañanas, bien temprano, a las cinco.
Cuando dejé el pub para venirme aquí, todos me echaron mucho de
menos: el cajero, el jefe de local, el dueño, los clientes. Eres
irremplazable, dijeron apenados. Pero yo sé que este es mi lugar, al
fin lo encontré. No tengo las comodidades de antes y algunas veces,
sobre todo en invierno, paso frío. Mi ventana no tiene cortinas: las
estrellas, el sol y la luna van y vienen, siempre, y eso hay que
agradecerlo.
Del blog de la autora: lilielphick.blogspot.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario