Había dos personas en la puerta: un lugarteniente con kipá de ganchillo y detrás de él una oficial muy delgadita con el pelo claro y ralo, y unos galones de capitán en el hombro. Orit esperó un momento, pero como seguían guardando silencio les preguntó en qué les podía ayudar.
—Gozlan —soltó la mujer capitán en dirección al religioso con un tono entre autoritario y reprobatorio.
—Es referente a tu marido —balbució el religioso—, ¿podemos pasar?
Orit sonrió y les dijo que tenía que tratarse de un error, porque ella ni siquiera estaba casada. La capitán miró la arrugada nota que llevaba en la mano y le preguntó si se llamaba Orit, y al decir esta que sí, la capitán le dijo muy educadamente, pero con determinación:
—¿Nos permites pasar un momento, de todos modos?
Orit los llevó al salón que compartía con su compañera de piso y, antes siquiera de que le hubiera dado tiempo a preguntarles si podía ofrecerles algo para tomar, el religioso soltó, así, sin más:
—Ha muerto.
—¿Quién? —preguntó Orit.
—¿Pero por qué ahora? —regañó la capitán al hombre—. ¿No has podido esperar un momento a que se sentara o que le diera tiempo de haberse ido a buscar un vaso de agua?
—Te pido disculpas —se apresuró a decirle el religioso a Orit crispando los labios en una mueca de nerviosismo—, es mi primera vez, y todavía no lo llevo muy bien.
—No pasa nada —le dijo Orit—, ¿pero quién es el que ha muerto?
—Tu marido —respondió el religioso—. No sé si lo habrás oído, pero esta mañana ha habido un atentado en Beit Lid…
—No —dijo Orit—, no he oído nada. Nunca escucho las noticias. Pero no viene al caso, porque se trata de un error, ya se lo he dicho, no estoy casada.
El religioso le dirigió una mirada suplicante a la capitán.
—¿Eres Orit Bielsky? —le preguntó la capitán con una voz que denotaba cierta impaciencia.
—No —respondió Orit—, soy Orit Levin.
—Exactamente —asintió la capitán—, exactamente. Y en febrero de hace dos años te casaste con el sargento primero Simyon Bielsky.
Orit se sentó en el destripado sofá del salón. Le picaba mucho la garganta, de seca que la tenía. Pensándolo mejor la verdad era que sí habría sido mejor que el tal Gozlan hubiera esperado a que pudiera traerse de la cocina un vaso de Coca-Cola Light antes de empezar a hablar.
—Pues no lo entiendo —murmuró el religioso, sin bajar lo suficientemente la voz—, ¿es ella o no es ella?
La capitán le hizo señas para que se callara. A continuación fue hasta el grifo de la cocina y le trajo a Orit un vaso de agua. El agua del grifo del piso era asquerosa. El agua siempre le había dado asco a Orit, pero la de aquel piso especialmente.
—Tómate tu tiempo —le dijo la capitán a Orit tendiéndole el vaso—, que nosotros no tenemos ninguna prisa —añadió, sentándose a su lado.
Se quedaron allí sentadas en completo silencio hasta que el religioso, que seguía de pie, empezó a perder la paciencia.
—Estaba solo, aquí en Israel —dijo—, seguro que lo sabías.
Orit asintió con la cabeza.
—Todos sus familiares se quedaron en Estados Unidos o en la ex Unión Soviética o como se llame ahora, que no lo sé bien. Estaba completamente solo.
—Exceptuándote a ti —dijo la capitana, y tocó con su seca mano la mano de Orit.
—¿Sabes lo que eso significa? —le preguntó Gozlan sentándose en el sillón enfrente de ellas.
—Cállate ya de una vez, idiota —le espetó la capitán al religioso.
—¿Cómo que idiota? —respondió él muy ofendido—. Si al final se lo vamos a tener que decir, así que ¿para qué alargarlo?
La capitán hizo caso omiso de sus palabras y le dio a Orit un apretado abrazo que pareció turbarlas a las dos.
—¿Qué es lo que finalmente me van a tener que decir? —preguntó Orit mientras intentaba liberarse del abrazo.
La capitán la soltó, respiró profundamente, con cierta teatralidad, y dijo:
—Tú eres la única que lo puede identificar.
A Simyon lo conoció el día de la boda. Servía en la misma base que Assi, y Assi siempre le contaba historias de él, como que llevaba la cintura del pantalón tan alta que todas las mañanas tenía que decidir a qué lado se colocaba la polla, o cómo siempre que escuchaban por la radio el programa en el que se saluda a los soldados, cada vez que decían una frase parecida a «para el soldado más majo de Tsahal», Simyon se ponía muy tenso, como si ese saludo le estuviera destinado ciento por ciento a él solito. «¿Pero quién va a mandarle saludos a un capullo como él?», se reía Assi. Y Orit fue y se casó con ese capullo. La verdad es que Orit propuso que fuera Assi el que se casara con ella, para librarse así de tener que ir a la mili, pero este dijo que de ninguna manera, porque un casamiento de conveniencia con el novio ya no es del todo un casamiento simulado y puede llevar a muchos líos. Fue también él quien propuso a Simyon. «Por cien shekels el cretino ese es capaz hasta de hacerte un niño», se había reído Assi. «Por un billete de cien estos rusos son capaces de todo.» Orit le había dicho a Assi que lo tenía que pensar, aunque en el fondo ya había aceptado. Porque los dos años de mili que tendría que hacer si no estaba casada la empujaron a aceptar. Lo que la había ofendido es que Assi no estuviera dispuesto a casarse con ella. Al fin y al cabo se trataba de un favor, y tu pareja tiene que saber siempre cuándo se la necesita. Aparte de eso, aunque se tratara de algo simulado, no es nada agradable estar casada con un imbécil.
Un día después de aquello Assi volvió de la base, le dio un beso húmedo en la frente y dijo:
—Te he ahorrado cien shekels.
Orit se limpió las babas y Assi se lo explicó.
—El gilipollas ese se casará contigo gratis.
Orit le dijo que no lo veía claro y que había que tener cuidado, porque puede que Simyon no hubiera llegado a entender del todo lo que significaban las palabras «matrimonio de conveniencia».
—Lo entiende perfectamente, ¡y cómo! —le dijo Assi, rebuscando en la nevera—. Será todo lo bobo que tú quieras, pero también es un rato cuco.
—¿Entonces por qué está dispuesto a hacerlo gratis? —preguntó Orit sin entender nada.
—Chi lo sa —se había reído Assi, dándole un mordisco a un pepino sin lavar—, puede que haya captado que es lo más cercano a estar casado que va a conseguir estar en la vida.
La capitán conducía el Renault y el religioso iba sentado detrás. Durante casi todo el trayecto permanecieron en silencio, por lo que Orit dispuso de muchísimo tiempo para pensar que por primera vez en su vida iba a ver a una persona muerta, que siempre se las arreglaba para buscarse novios que eran todos unos hijos de puta y que, a pesar de que lo sabía desde el primer momento, siempre se quedaba con ellos un año o dos. Se acordó del aborto y de su madre, que como creía en la reencarnación se empeñó después en que el alma del bebé se había reencarnado en su morriñoso gato.
—Oye cómo llora —le había dicho entonces a Orit—, parece la voz de un bebé. Hace cuatro años que lo tengo y nunca había llorado así.
Ella sabía que su madre decía tonterías y que lo que le pasaba al gato era que olía comida o alguna gata desde la ventana. Pero la verdad es que sus maullidos se parecían bastante al llanto de un niño y además no se callaba en toda la noche. La única suerte de Orit era que para entonces Assi y ella ya no estaban juntos, porque si se lo hubiera contado, él se habría tronchado de risa.
Orit intentaba pensar en el alma de Simyon y en qué habría podido reencarnarse ahora, pero al instante se recordó a sí misma que ella no creía para nada en esas cosas. Después intentó explicarse cómo era posible que hubiera accedido a ir con esa oficial a Abu Kabir y por qué no les había dicho que aquello no había sido sino un matrimonio de conveniencia. Había algo muy extraño en eso de tener que ir a la morgue para identificar a un marido. Resultaba terrorífico a la vez que emocionante. Era un poco como actuar en una película: vivir la experiencia sin tener que pagar ningún precio por ello. Seguro que Assi habría dicho que era una oportunidad de puta madre para conseguir del ejército una pensión de viudedad vitalicia sin tener que mover un solo dedo y que ante una ketubbah[3] del rabinato nadie en el ejército iba a poder decir absolutamente nada.
—Todo va a ir bien —le dijo la capitán, que por lo visto se dio cuenta de las arrugas que habían aparecido en la frente de Orit—, estaremos contigo en todo momento.
Assi acudió al rabinato como testigo de Simyon y durante toda la ceremonia intentó bromear con Orit haciéndole muecas. Simyon parecía mucho mejor de lo que lo pintaba Assi en sus historias. No es que fuera un tío bueno, algo fuera de serie, pero no era tan feo como lo había descrito Assi, ni tampoco idiota. Era un tipo muy raro, pero tonto no, y al salir del rabinato Assi los invitó a los dos a falafel. Durante todo aquel día Simyon y Orit no se dijeron más que «hola» y lo que estrictamente hay que decir en la ceremonia, y mientras se comían el falafel hicieron también todo lo posible por no mirarse. Eso pareció causarle mucha gracia a Assi.
—Mira qué mujer más guapa tienes —le decía a Simyon poniéndole la mano en el hombro—, mira qué pimpollo.
Pero Simyon seguía con los ojos clavados en la pringosa pita que tenía entre las manos.
—¿Qué va a ser de ti, Simyon? —seguía burlándose Assi—. Sabes muy bien que ahora te toca besarla. Si no, según la ley judía, el matrimonio no es válido.
Orit no había sabido si Simyon se lo había creído del todo. Assi le dijo después que no, que solo se había querido aprovechar de la ocasión, pero Orit no estaba tan segura. Fuera como fuere, de repente se había inclinado hacia ella para intentar darle un beso. Orit dio un salto hacia atrás, así que los labios de él no llegaron a tocarla, pero el olor que le salió de la boca se mezcló con el olor del aceite frito del falafel y con el agradable olor del rabinato que se le había pegado al pelo de Orit. Esta se alejó unos cuantos pasos más, vomitó en una jardinera y cuando levantó la vista de la jardinera sus ojos se toparon con los de Simyon. Simyon se quedó helado por un instante y se limitó a echar a correr para alejarse de allí. Solo quería huir. Assi lo llamó, pero Simyon no se detuvo. Y esa fue la última vez que Orit lo había visto. Hasta hoy.
De camino hacia allí temía no ser capaz de reconocerlo. Porque lo había visto una sola vez hacía dos años, y entonces estaba vivo. Y ahora, sin embargo, supo al instante que sí se trataba de él. Una sábana verde le cubría todo el cuerpo excepto la cara, que estaba entera menos por un pequeño orificio, no mayor que una moneda de shekel, que tenía en la mejilla. El olor del cadáver era exactamente el mismo que el olor de su aliento en la mejilla de ella hacía dos años. Muchas veces había recordado Orit aquel momento. Ya junto al puesto de falafel le había dicho Assi que ella no tenía la culpa de que a Simyon le oliera la boca, pero ella había tenido siempre la sensación de que sí. Y también hoy, cuando habían llamado a la puerta, tendría que haberse acordado de él, porque cualquiera diría que se había casado un millón de veces.
—¿Quieres que te dejemos sola un momento con tu marido? —le preguntó la capitán.
Orit dijo que no con la cabeza.
—Puedes llorar —le dijo la capitán—, de verdad. No merece la pena que te lo guardes dentro.
De repente llaman a la puerta, 2010.
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