Por las noches, desde que ella se fue, dormía cada vez en un sitio distinto: en el sofá, en un sillón del salón, en una esterilla en la terraza, como un sintecho. Por las mañanas siempre desayunaba fuera de casa: los presos también gozan todos los días de un breve paseo por el patio de la cárcel. En la cafetería le daban una mesa para dos con una silla vacía enfrente. Siempre. Incluso cuando el camarero le preguntaba de antemano si venía solo. Las demás personas estaban allí sentadas por parejas, o en tríos, riéndose, probando del plato del otro, peleándose por pagar la cuenta, mientras Miron se tomaba el desayuno «Mañana saludable», que consistía en un vaso de zumo de naranja, un tazón de muesli con miel y un café doble acompañado de una jarrita de leche desnatada que venía aparte. Por supuesto que hubiera sido mucho más agradable si hubiera tenido sentado a alguien delante con el que bromear y si alguien le discutiera quién iba a pagar la cuenta y él tuviera que imponerse tendiéndole un billete a la camarera mientras le decía: «No le cobres a él, venga, déjalo ya, Avri, que esta vez pago yo». Pero no tenía con quién, aunque desayunar en solitario era mil veces preferible a quedarse en casa.
Miron se entretenía observando lo que pasaba en las otras mesas. Escuchaba un poco sus conversaciones, leía las páginas de deportes del periódico o, sin que quedara claro por qué, le echaba un vistazo con cierta indiferencia a la evolución de las acciones israelíes del día anterior en Wall Street. A veces se le acercaba alguien para preguntarle si podía llevarse alguna sección del periódico que ya hubiera leído, y él entonces asentía esforzándose por sonreír. Una vez, cuando se le acercó una mamá muy joven y sexy con un cochecito de bebé, incluso le dijo, mientras le entregaba la primera página con el titular en rojo que hablaba de una violación colectiva en el Sharon:
—Ya ves a qué mundo de locos traemos hijos.
Estaba convencido de que esa frase encerraba cierta intimidad, la sensación de estar compartiendo un destino, pero la sexy mamá se limitó a clavarle una mirada distante y algo furiosa y a llevarse también de la mesa el suplemento sobre salud sin tan siquiera pedírselo.
Sucedió un jueves. Un hombre gordo y sudoroso entró en la cafetería y le sonrió. Miron se sorprendió. La última persona que le había sonreído fue Maayán, justo antes de dejarlo, y aquella sonrisa, de hacía más de cinco meses, había sido una sonrisa absolutamente cínica, mientras que la del gordo era dulce, una sonrisa casi de disculpa. El gordo hizo un gesto, que por lo visto significaba si podía sentarse, y Miron asintió con la cabeza casi sin pensarlo. El gordo se sentó y dijo:
—¿Rubén? Oye, no sabes lo que siento haberme retrasado. Ya sé que habíamos quedado a las diez, pero ni te imaginas la mañanita que he tenido con la niña.
Miron era consciente de que ahora debía comunicarle al gordo que él no era Rubén, pero en lugar de hacerlo se encontró mirando el reloj y diciendo:
—No pasa nada, solo han sido diez minutos.
Después se quedaron callados un momento hasta que Miron le preguntó si la niña estaba bien. El gordo le dijo que sí, que lo que le pasaba es que iba a una guardería nueva, y que cuando la llevaba por la mañana la despedida era espantosa.
—Pero dejemos eso —se interrumpió el gordo—, que bastante tienes ya sin necesidad de que te cuente mis penas. Venga, hablemos de negocios.
Miron respiró profundamente y se quedó a la espera.
—Mira —dijo el gordo—, quinientos es demasiado. Dámelo por cuatrocientos. ¿Sabes qué? Hasta te ofrezco cuatrocientos diez y me comprometo a llevarme seiscientas piezas.
—Cuatrocientos ochenta —dijo Miron—, cuatrocientos ochenta. Y eso a condición de que te comprometas a llevarte mil.
—Entiéndelo —prosiguió el gordo—, el mercado está hundido con la recesión y todo eso. Ayer mismo vi por la tele cómo la gente anda ya rebuscando en la basura. Si sigues en tus trece, tendré que vender caro. Y si vendo caro, nadie comprará.
—No te preocupes —le dijo Miron—, que por cada tres que comen de la basura, uno conduce un Mercedes.
—Me han dicho que eres duro de roer —dijo el gordo algo furioso, aunque el comentario de Miron parecía haberle hecho gracia.
—A fin de cuentas soy como tú —le sonrió Miron—, intento sobrevivir.
El gordo se secó la sudorosa mano en la camisa y la tendió hacia delante.
—Cuatrocientos sesenta —dijo—, cuatrocientos sesenta y me llevo mil.
Al ver que Miron no se movía, añadió:
—Cuatrocientos sesenta, mil piezas y te quedo a deber un favor, y ¿quién sabe mejor que tú, Rubén, que en lo nuestro los favores valen más que el dinero?
Esa última frase fue la que convenció a Miron para que estrechara la mano que tenía tendida delante. Era la primera vez en la vida que alguien le debía un favor. La verdad era que se trataba de un alguien que creía que se llamaba Rubén, pero daba igual. Al final de la comida, mientras discutían por pagar, Miron sintió una suave oleada de calor que le subía del vientre al conseguir adelantarse al gordo en una décima de segundo y ponerle a la camarera en la mano el arrugado billete.
Desde entonces aquello se convirtió casi en una rutina. Miron se sentaba, pedía algo para tomar y se quedaba esperando muy tenso ante cualquier persona nueva que entrara en la cafetería, y si la persona se ponía a dar vueltas entre las mesas con una mirada interrogativa, Miron no dudaba en hacerle señas con la mano invitándola a sentarse con él.
—No quiero tener que llegar a juicio contigo —le dijo un tipo calvo y de cejas espesas.
—Tampoco yo —estuvo de acuerdo Miron—, siempre es mejor llegar a un arreglo por las buenas.
—Que sepas desde el principio que no estoy dispuesta a hacer el turno de noche —le dijo una mujer con rizos y silicona en los labios.
—Pues ¿qué es lo que quieres, entonces, que todos hagan turnos de noche menos tú? —le gritó Miron.
—Gabi me ha pedido que te diga que lo siente —le comunicó un tipo con pendiente y los dientes podridos.
—Pues si de verdad lo siente —se enfadó Miron—, que venga y me lo diga él solito, sin intermediarios.
—Por mail me parecías más alto —se le quejó una pelirroja muy delgada.
—Por mail me parecías menos quisquillosa —le devolvió Miron el puyazo.
Y al final todo terminó por arreglarse. Con el calvo llegó a un acuerdo sin necesidad de ir a juicio. La de la silicona se avino a que su hermana le cuidara a los niños una vez por semana para poder hacer el turno de noche. El del pendiente le prometió que Gabi lo llamaría, y la pelirroja y él llegaron enseguida a la conclusión de que no eran del gusto del otro. Unos invitaron a Miron, a los otros los invitó él, y con la pelirroja pagaron a escote. Todo era tan fantástico, que si transcurría alguna mañana sin que nadie se sentara frente a él, a Miron empezaba a embargarlo cierta tristeza. Pero, por suerte, no le pasaba demasiadas veces.
Casi dos meses después de que el gordo sudoroso se sentara a su mesa frente a él, entró el de la cara picada de viruela. A pesar de las marcas y de que parecía mayor que Miron, era un hombre guapo y con mucho carisma. La primera frase que pronunció al sentarse fue:
—Estaba convencido de que no vendrías.
—Pero si quedamos —dijo Miron.
—Sí —dijo el de la cara comida por la viruela con una triste sonrisa—, solo que después de lo que te he soltado creí que te acobardarías.
—Pues ya ves, aquí estoy —respondió Miron con una media sonrisa casi provocativa.
—Siento haberte gritado antes, cuando hemos hablado por teléfono —se disculpó el de la viruela—, la verdad es que he perdido los nervios. Y eso que no retiro nada de lo que te he dicho, ¿lo oyes? Te pido que dejes de verte con ella.
—Pero es que la quiero —dijo Miron con voz ahogada.
—Hay cosas que uno quiere pero a las que hay que renunciar —dictaminó el hombre, y añadió—: Será mejor que escuches a quien te saca unos cuantos años, y lo que te digo es que a veces es mejor desistir.
—Lo siento —dijo Miron—, pero no puedo.
—Claro que puedes —se irritó el de las marcas—, ya lo creo que la puedes dejar, y además lo vas a hacer. No hay otra salida. Puede que los dos la amemos, pero lo que pasa es que yo soy su marido y no voy a permitir que destroces mi familia, ¿te enteras?
Miron movió la cabeza de lado a lado.
—No tienes ni idea de lo que ha sido mi vida durante el último año —le dijo al marido—, un verdadero infierno. Mejor dicho, ni tan siquiera un infierno, sino una gran nada apolillada. Y cuando llevas tanto tiempo sin nada y de repente llega algo, no puedes decirle que no. Me entiendes, ¿verdad? Sé que me entiendes.
El marido se mordió el labio inferior y dijo:
—Si vuelves a verla una sola vez más, te mato, y sabes muy bien que no bromeo.
—Pues mátame —dijo Miron encogiéndose de hombros—, no tengo miedo. Al final todos moriremos.
El marido se incorporó de la mesa y le dio a Miron un puñetazo en plena cara. Era la primera vez en su vida que alguien le pegaba tan fuerte y Miron sintió un dolor muy agudo que empezó en algún punto del centro de la cara para extenderse luego en todas direcciones. Al segundo siguiente se encontró en el suelo con el marido allí de pie inclinado sobre él.
—Me la llevaré de aquí —gritaba el marido mientras le propinaba una lluvia de patadas en las costillas y en el vientre—. Me la llevaré a otro país y no sabrás dónde está. No la vas a volver a ver, ¿lo oyes, tío asqueroso?
Dos camareros se abalanzaron sobre el marido y como pudieron lo alejaron de Miron. Alguien le gritó al barman que llamara a la policía. Con la mejilla todavía besando el fresco suelo, Miron vio al marido, que se alejaba de la cafetería a la carrera. Uno de los camareros se agachó, le preguntó si estaba bien y Miron intentó contestar.
—¿Quieres que avise a una ambulancia? —le preguntó el camarero.
Miron susurró que no.
—¿Estás seguro? —insistió el camarero—, es que te sangra mucho la nariz.
Miron asintió despacio y cerró los ojos. Intentó con todas sus fuerzas imaginarse a sí mismo con esa mujer a la que nunca volvería a ver. Lo intentó y casi lo consiguió. Le dolía todo el cuerpo. Se sentía vivo.
De repente llaman a la puerta, 2010.
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