En una época muy remota, Dios era un astro que reinaba en la esfera más alta del universo y sin duda tenía mucho orgullo. Había allá arriba algunos astros semejantes a él, aunque no tan poderosos, y estos un día se unieron para derribar del trono al gran Dios del espacio e intentaron abandonar la órbita que les obligaba a dar vueltas a su alrededor, pero al descubrir esta conspiración Dios montó en cólera, la cual produjo una inmensa explosión que destrozó a las estrellas rebeldes, cuyos fragmentos incandescentes fueron condenados a vagar perdidos de noche en el cielo para siempre. Esas ascuas son los demonios. Tienen nombres hermosos. Uno se llama Luzbel o portador de la lumbre. Otro es Belcebú, príncipe de las tinieblas. También está Satanás, el que predica la belleza de la perversión. Hay muchos más: Iblis, Malik, Belial, Abbadón. Van fugaces y errantes por el firmamento en una eterna caída hacia el abismo y, en tierra, sus espíritus hablan en boca de ciertos reptiles. Sus palabras son siempre maravillosas y mortíferas. En cambio, el gran Dios, que ha quedado victorioso en lo alto, se expresa a través de otros animales. Cuando necesita manifestar un deseo, a veces utiliza la garganta de algunas bestias superiores, por ejemplo, su voz es el aullido de un chacal o la risa nerviosa de la hiena. Si de noche oyes el grito de alguna alimaña, hijo mío, tienes que saber que Dios te está hablando.
Balada de Caín, 1987.
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