La respuesta tardó en llegar. Ernest Elwood continuó con la vista fija en la semioscuridad que se alzaba tras la ventana, como si oyera algo que ellos no oían. Por fin suspiró, se levantó de la silla, como si fuera a decir algo, pero derribó con el codo su taza de café; se volvió para sostenerla y luego secó el café que se había derramado por un lado.
—Lo siento —murmuró—. ¿Qué decíais?
—Come, querido —dijo su esposa. Miró a los niños para comprobar si también habían dejado de comer—. Sabes que me cuesta mucho preparar tus comidas.
Bob, el mayor, cortaba en pedacitos el hígado y el bacon, pero, por descontado, el pequeño Toddy había apartado los cubiertos al mismo tiempo que E. J. y contemplaba su plato en silencio.
—¿Lo ves? —dijo Liz—. No les das buen ejemplo a los niños. Comed, se va a enfriar. No os gusta el hígado frío, ¿verdad? No hay nada más desagradable que el hígado y la grasa del bacon fríos. La grasa fría cuesta más de digerir que cualquier otra cosa, especialmente la grasa de cordero. Querido, come, por favor.
Elwood asintió. Asió el tenedor y se llevó guisantes y patatas a la boca. El pequeño Toddy le imitó, grave y serio, como una réplica en miniatura de su padre.
—Oye —dijo Bob—, hoy ha habido un ejercicio de bombardeo atómico en la escuela. Nos hemos tirado bajo los pupitres.
—¿De verdad? —preguntó.
Pero el señor Pearson, nuestro profesor de ciencias, dice que si arrojaran una bomba aquí toda la ciudad sería destruida, así que no entiendo de qué sirve refugiarse bajo el pupitre. Creo que deberían darse cuenta de lo que han conseguido con tantos avances científicos. Hay bombas que pueden arrasar kilómetros y kilómetros de extensión, sin dejar piedra sobre piedra.
—Cuántas cosas sabes —se asombró Toddy.
—Oh, cállate.
—Niños —dijo Liz.
—Es verdad —insistió Bob—. Conozco un tipo del Cuerpo de Reserva de los Marines, y dice que tienen una nueva arma capaz de destruir las cosechas de cereales y envenenar los suministros de agua. Son una especie de cristales.
—¡Santo cielo! —exclamó Liz.
—No había cosas como esas en la última guerra. El desarrollo de la energía atómica coincidió casi con el final, y no tuvieron oportunidad de emplearla a gran escala. —Bob se volvió hacia su padre—. ¿A que sí, papá? Apuesto a que cuando estuviste en el ejército no teníais ninguna arma verdaderamente atómica…
Elwood dejó caer su tenedor. Empujó la silla hacia atrás y se levantó. Liz le miró asombrada, con la taza en alto. Bob se quedó boquiabierto, interrumpido en mitad de la frase. Toddy no dijo nada.
—Querido, ¿qué ocurre?
—Nos veremos más tarde.
Le vieron salir del comedor, todavía perplejos. Oyeron que entraba en la cocina, abría la puerta trasera y la cerraba con estrépito detrás de él.
—Ha salido al patio de atrás —dijo Bob—. Mamá, ¿era así antes? ¿Por qué se comporta de una forma tan extraña? Es la psicosis de guerra que padeció en las Filipinas, ¿verdad? En la primera guerra mundial lo llamaban shock, pero ahora saben que es una forma de psicosis. ¿Es algo por el estilo?
—Comed —dijo Liz con las mejillas encendidas de rabia. Agitó la cabeza—. Este hombre… No consigo imaginar…
Los niños comieron.
El jardín estaba en penumbra. El sol se había puesto y el aire era frío, poblado de miríadas de insectos nocturnos. Joe Hunt trabajaba en el jardín de al lado, recogiendo hojas caídas bajo su cerezo. Saludó con un gesto a Elwood.
Elwood descendió con paso lento hacia el garaje. Se detuvo, las manos hundidas en los bolsillos. Algo inmenso y blancuzco se erguía junto al garaje, una enorme sombra pálida recortada contra la oscuridad del anochecer. Una cierta calidez creció en su interior mientras miraba, una calidez extraña, una especie de orgullo, una mezcla de placer y… excitación. Siempre le exaltaba contemplar el barco. Incluso cuando empezó a construirlo había sentido los latidos acelerados de su corazón, el temblor de las manos, el sudor que cubría su rostro.
Su barco. Sonrió y se acercó más. Palmeó el sólido casco. Qué hermoso barco, cómo cobraba forma. Casi terminado. Había empleado mucho tiempo y esfuerzo en la tarea: tardes libres, domingos y, a veces, horas robadas al sueño durante la madrugada, antes de ir a trabajar.
Le apetecía más por la mañana, cuando el sol brillaba tenuemente; el aire era fresco y perfumado y todo estaba húmedo y centelleante. Eran sus momentos favoritos, sin nadie que le molestara o le hiciera preguntas. Palmeó el casco de nuevo. Sí, una gran cantidad de trabajo y material. Madera y clavos; aserrar, martillar y combar. Claro que Toddy le había ayudado. No habría podido hacerlo solo. Si Toddy no hubiera trazado los planos y…
—Hola —dijo Joe Hunt.
Elwood se volvió. Joe le miraba, apoyado en la valla.
—Lo siento —se disculpó Elwood—. ¿Qué decía?
—Tu mente estaba a muchos millones de kilómetros de distancia —dijo Joe. Exhaló una bocanada de humo del puro que fumaba—. Bonita noche.
—Sí.
—Tienes un barco precioso, Elwood.
—Gracias —murmuró Elwood. Retrocedió hacia la casa—. Buenas noches, Joe.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en ese barco? —Hunt reflexionó un momento—. Algo así como un año, ¿no? Unos doce meses. Seguro que te ha costado mucho tiempo y trabajo. Creo que cada vez que te veo estás acarreando madera, aserrando y martillando.
Elwood asintió y se dirigió hacia la puerta trasera.
—Hasta tus hijos trabajan. Al menos, el mocoso. Sí, un barco excelente. —Hunt hizo una pausa—. A juzgar por el tamaño, vas a emprender una larga travesía. ¿Adónde me dijiste que irías? Lo olvidé.
Hubo un silencio.
—No te oigo, Elwood. Habla en voz alta. Con un barco tan grande, debes…
—Olvídalo.
—¿Qué te pasa, Elwood? —rio Hunt—. Solo bromeaba un poco, te estaba tomando el pelo. Pero ahora, en serio, ¿adónde irás con eso? ¿Lo remolcarás hasta la playa y lo botarás? Conozco a un tipo que tiene un pequeño velero; lo monta sobre un remolque y lo engancha al coche. Suele ir una vez a la semana al embarcadero, pero tú no puedes meter eso en un remolque. Me contaron que un tipo construyó un barco en su sótano. ¿Sabes lo que descubrió cuando hubo terminado? Que el barco era demasiado grande para pasar por la puerta…
Liz Elwood fue a la puerta trasera, encendió la luz de la cocina y salió al patio, cruzada de brazos.
—Buenas noches, señora Elwood —dijo Hunt, llevándose la mano al sombrero—. Hermosa noche.
—Buenas noches. —Liz se volvió hacia E. J.—. Por el amor de Dios, ¿entras o no? —Habló en voz baja y firme.
—Desde luego. —Elwood se aproximó a la puerta—. Ya voy. Buenas noches, Joe.
—Buenas noches —contestó Hunt. Miró cómo el matrimonio entraba. La puerta se cerró y la luz se apagó. Hunt meneó la cabeza—. Un tipo raro, cada vez más raro, como si viviera en otro mundo. ¡Él y su barco!
Volvió a su casa.
—Ella solo tenía dieciocho años —dijo Jack Fredericks—,
pero ya se las sabía todas.
—Las chicas del sur son así —comentó Charlie—. Son como
frutas, frutas jugosas, maduras, un poco húmedas.
—Recuerdo un pasaje de Hemingway parecido —dijo Ann Pike—,
pero no sé en qué libro. Compara una…
—¿Y la manera en que hablan? —dijo Charlie—. Es
insoportable.
—¿Qué tiene de malo su forma de hablar? —preguntó Jack—.
Es diferente, pero te acostumbras.
—¿Por qué no pueden hablar bien?
—¿Qué quieres decir?
—Hablan como… como la gente de color.
—Porque provienen de la misma zona —explicó Ann.
—¿Estás diciendo que esa chica era negra? —preguntó Jack.
—No, claro que no. Acábate el pastel. —Charlie consultó su
reloj—. Casi es la una. Hemos de regresar a la oficina.
—Aún no he terminado de comer —dijo Jack—. ¡Esperad!
—Hay mucha gente de color que se ha trasladado a nuestra zona
—dijo Ann—. Una agencia inmobiliaria que está apenas a una
manzana de mi casa tiene un letrero que dice: «Bienvenidas todas las
razas». Casi me caigo cuando lo vi.
—¿Qué hiciste?
—Nada. ¿Qué podía hacer?
—¿Sabes que si trabajas para el gobierno puedes tener a un
chino o a un negro en la mesa de al lado? —preguntó Jack—. Y no
hay nada que hacer.
—Excepto largarte.
—Viola tus derechos laborales —aseguró Charlie—. ¿Cómo se
puede trabajar así? Contestadme.
—Hay demasiados rojos en el gobierno —dijo Jack—. Todo esto
ha pasado porque empezaron a contratar gente sin fijarse en la raza,
cuando Harry Hopkins estaba en la WPA.
—¿Sabes dónde nació Harry Hopkins? —preguntó Ann—. Nació
en Rusia.
—Ese era Sidney Hillman —aclaró Jack.
—Da igual —dijo Charlie—. Habría que echarlos a todos.
Ann miró con curiosidad a Ernest Elwood. Estaba sentado
tranquilamente, leyendo el periódico, y no decía nada. La cafetería
bullía de ruidos y de movimiento. Todo el mundo comía y charlaba.
—¿Estás bien, E. J.? —preguntó Ann.
—Sí.
—Está leyendo lo de los White Sox —dijo Charlie—, de ahí
su concentración. Escuchad, la otra noche llevé a mis chicos al
partido y…
—Vamos —dijo Jack, levantándose—, hemos de irnos.
Todos se pusieron de pie. Elwood dobló su periódico en silencio
y lo guardó en el bolsillo.
—Oye, estás muy callado —le dijo Charlie mientras salían al
pasillo. Elwood alzó la vista.
—Lo siento.
—Quería preguntarte algo. ¿Te apetece venir el sábado por la
noche a echar una partidita? Hace un montón de tiempo que no juegas
con nosotros.
—No le invites —dijo Jack, que estaba pagando en la caja—.
Solo le gustan juegos raros: los dados, el béisbol, escupir en la
mier…
—Me gusta el póquer —dijo Charlie—. Vamos, Elwood, cuantos
más seremos más reiremos. Un par de cervezas, conversación,
alejarse un poco de la mujer…
—Uno de estos días organizaremos una fiestecita solo para
hombres. —Jack se guardó el cambio y guiñó un ojo a Elwood—.
¿Sabes a lo que me refiero? Conseguimos algunas chicas, vamos a un
espectáculo… —Dibujó unas formas sinuosas en el aire.
—Quizá. Lo pensaré.
Elwood se alejó, pagó la comida y salió a la calle, iluminada
por el sol. Los otros seguían dentro, esperando a Ann. Había ido al
lavabo.
Elwood se volvió de pronto y se alejó de la cafetería con pasos
rápidos. Dobló la esquina y desembocó en Cedar Street, frente a
una tienda de televisores. Vendedores y empleados que salían de
comer pasaban riendo y hablando: fragmentos de conversación se
derramaban sobre él como las olas del mar. Se quedó de pie en la
entrada de la tienda, con las manos en los bolsillos, como si se
refugiara de la lluvia.
¿Qué le ocurría? Quizá debería ir al médico. Todo le
molestaba, la gente, los sonidos. Ruido y movimiento por todas
partes. No dormía lo suficiente, tal vez por culpa de la dieta. Y
trabajaba mucho en el patio. Cuando se iba a la cama estaba agotado.
Elwood se frotó la frente. Gente, ruido, conversaciones,
innumerables formas que se movían por las calles y las tiendas.
Un enorme aparato de televisión parpadeó y emitió un programa
sin sonido en el escaparate de la tienda; las imágenes brincaban
alegremente. Elwood lo contempló sin interés. Una mujer con mallas
hacía acrobacias; primero abrió varias veces las piernas en línea
recta, luego hizo la rueda y después ejecutó saltos peligrosos.
Caminó sobre las manos, con las piernas balanceándose sobre su
cabeza, y sonrió al público. Luego desapareció y, en su lugar,
entró un hombre vestido con elegancia que paseaba un perro.
Elwood consultó su reloj. Faltaban cinco minutos para la una.
Tenía cinco minutos para llegar a la oficina. Bajó a la acera y se
asomó a la esquina. Ann, Charlie y Jack no estaban a la vista. Se
habían ido. Elwood echó a andar con parsimonia frente a los
escaparates, con las manos en los bolsillos. Se detuvo frente a una
tienda de oportunidades y contempló a las mujeres que se empujaban y
agolpaban sobre los mostradores de quincalla, tocando, cogiendo y
examinando las cosas. Se fijó en el escaparate de una farmacia que
anunciaba un remedio contra la micosis, una especie de polvos que
recubrían dos dedos gordos del pie hinchados y llagados. Cruzó la
calle.
Se detuvo en la otra acera para contemplar ropas de mujer, faldas,
blusas y jerséis de lana. Una fotografía mostraba a una chica
vestida con elegancia quitándose la blusa para enseñar al mundo su
atractivo sostén. Elwood pasó de largo. El siguiente escaparate
contenía maletas, baúles y artículos de viaje.
Maletas. Se paró y frunció el ceño. Un vago pensamiento cruzó
por su mente, demasiado vago para percibirlo en su totalidad. Sintió
una repentina y profunda necesidad interna. Consultó su reloj. La
una y diez. Llegaba tarde. Apresuró el paso hacia la esquina y
esperó con impaciencia a que cambiara el semáforo. Un montón de
hombres y mujeres se apretujaron contra él y bajaron a la calzada
para coger el autobús. Elwood clavó la vista en él. Frenó y se
abrieron las puertas. La gente se precipitó en su interior. Elwood,
sin pensarlo más, se unió a la cola y subió. Las puertas se
cerraron y buscó monedas para pagar el billete.
Un momento después, se sentó junto a una inmensa mujer entrada
en años que sostenía un niño en el regazo. Elwood entrelazó las
manos, miró al frente y esperó, mientras el autobús se dirigía al
distrito residencial.
Cuando llegó a su hogar no había nadie. La casa estaba oscura y
fría. Fue a la alcoba y sacó sus ropas viejas del armario. Iba a
salir al patio cuando Liz apareció en el sendero particular cargada
de paquetes.
—E. J. —dijo—, ¿qué sucede? ¿Por qué estás en casa?
—No lo sé. Me he tomado el día libre. Todo va bien.
Liz colocó los paquetes sobre la valla.
—Por el amor de Dios, me asustas. —Le miró fijamente—. Te
has tomado el día libre.
—Sí.
—¿Cuántos llevas este año? ¿Cuántos en total?
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes? ¿Cuántos te quedan?
—¿Para qué?
Liz le miró. Luego cogió los paquetes y entró en la casa.
Elwood frunció el entrecejo. ¿Qué pasaba? Fue al garaje y empezó
a sacar madera y herramientas al jardín, y las amontonó junto al
barco.
Contempló aquel armazón cuadrado, grande y cuadrado como una
enorme y sólida caja de embalar. Lo había construido con
innumerables tablones. Tenía una cabina cubierta con una gran
ventana y el techo embreado. ¡Un auténtico barco!
Se puso a trabajar. Liz no tardó en salir de la casa. Atravesó
el patio en silencio, de modo que no advirtió su presencia hasta que
fue a buscar clavos largos.
—¿Y bien? —preguntó Liz.
—¿Cómo? —Elwood se detuvo.
Liz se cruzó de brazos.
—¿Qué pasa? —se impacientó Elwood—. ¿Por qué me miras
así?
—¿De veras te tomaste un día libre? No te creo. Volviste a
casa solo para trabajar en… en eso.
Elwood dio media vuelta.
—Espera. —Ella le siguió—. No me rehúyas. Quédate ahí.
—Tranquila, no me grites.
—No te grito. Quiero hablar contigo, quiero preguntarte algo.
¿Puedo? ¿No te molesta hablar conmigo?
Elwood cabeceó.
—¿Por qué? —dijo Liz en voz baja, pero con energía—. ¿Por
qué? ¿Me lo vas a decir? ¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—Eso. Esa…, esa cosa. ¿Para qué sirve? ¿Por qué estás en
el patio en pleno día? Esto dura desde hace un año. Anoche, en la
mesa, te levantaste sin decir palabra y te fuiste. ¿Por qué? ¿Por
qué te comportas así?
—Casi está terminado —murmuró Elwood—. Unos cuantos
retoques y…
—¿Y luego qué? —Liz se plantó frente él, cortándole el
paso—. ¿Y luego qué? ¿Qué vas a hacer con ese trasto?
¿Venderlo? ¿Botarlo? Todos los vecinos se reirán de ti. Toda la
manzana sabe… —su voz se quebró de súbito—… sabe lo que
estás haciendo: los niños se burlan de Bob y de Toddy. Dicen que su
padre está…, está…
—¿Está loco?
—Por favor, E. J., dime por qué lo haces, por favor. Quizá
comprenda. Nunca me lo has dicho. Tal vez serviría de algo. ¿No
puedes hacerlo?
—No puedo —dijo Elwood.
—¿No puedes? ¿Por qué?
—Porque no lo sé. No sé para qué sirve. Quizá no sirva para
nada.
—¿Trabajas sin ningún motivo?
—No lo sé. Me gusta lo que hago. Es como esculpir madera.
—Agitó las manos con impaciencia—. Siempre he tenido una especie
de taller. Cuando era un niño construía modelos de aviones a
escala. Tengo herramientas, siempre he tenido herramientas.
—Pero ¿por qué vienes a casa en horas de trabajo?
—Me pongo nervioso.
—¿Por qué?
—Yo… oigo hablar a la gente y me molesta. Quiero alejarme de
ellos. Me molestan sus modales, su forma de actuar. Tal vez sufra
claustrofobia.
—¿Quieres que te consiga una cita con el doctor Evans?
—No, no, me encuentro bien. Por favor, Liz, si no te apartas no
podré ponerme a trabajar. Tengo ganas de terminar.
—Y ni siquiera sabes por qué lo haces. —Liz meneó la
cabeza—. Has trabajado todo este tiempo sin saber por qué, como un
animal que sale por la noche a cazar, como un gato que merodea entre
los setos. Dejas tu trabajo y a nosotros para…
—Apártate.
—Escúchame: tira el martillo y entra en casa. Te pones el traje
y te vas a la oficina, ¿me oyes? Si no lo haces, no permitiré que
entres en casa nunca más. Rompe la puerta con el martillo, si
quieres, pero la cerraré con llave de ahora en adelante si no te
olvidas del barco y vuelves a trabajar.
Hubo un silencio.
—Apártate de mi camino —dijo Elwood—. He de terminar.
—¿Vas a seguir? —E. J. la apartó—. ¿Pretendes continuar
como si no hubiera sucedido nada? Algo anda mal, algo anda mal en tu
cabeza. Estás…
—Basta —dijo Elwood, mirando detrás de su mujer.
Liz se volvió.
Toddy les observaba en silencio desde el sendero, con la bolsa del
almuerzo bajo el brazo. Mostraba una expresión grave y solemne. No
les dijo nada.
—¡Tod! —exclamó Liz—. ¿Tan tarde es?
Toddy atravesó el patio en dirección a su padre.
—Hola, chico —le saludó Elwood—. ¿Cómo fue la escuela?
—Bien.
—Me voy a casa —dijo Liz—. Hablaba en serio, E. J.; no
olvides lo que he dicho.
Subió el sendero y cerró la puerta de golpe.
Elwood suspiró. Se sentó en la escalerilla apoyada a un costado
del barco y dejó el martillo en el suelo. Encendió un cigarrillo y
fumó en silencio. Toddy aguardó sin hablar.
—¿Qué tal, jovencito? —dijo por fin Elwood—. ¿Qué me
cuentas?
—¿Qué quieres que hagamos, papá?
—¿Hacer? —sonrió Elwood—. Bueno, no falta mucho, algunos
detalles sueltos. Pronto acabaremos. Examina el puente; creo que nos
quedan algunas tablas por clavar. —Se frotó el mentón—. Casi
terminado. Hemos trabajado durante mucho tiempo. Puedes empezar a
pintar, si quieres. Quiero que pintes la cabina; de rojo, creo. ¿Cómo
quedaría en rojo?
—Verde.
—¿Verde? Muy bien. Hay algo de pintura verde en el garaje.
¿Quieres prepararla?
—Claro.
Toddy corrió hacia el garaje.
Elwood le siguió con la mirada.
—Toddy…
—¿Sí?
—Toddy, espera. —Elwood avanzó lentamente hacia él—.
Quiero preguntarte algo.
—¿Qué es, papá?
—A ti no te importa ayudarme, ¿verdad? ¿No te importa trabajar
en el barco?
Toddy miró con gravedad a su padre. No dijo nada. Ambos se
miraron durante largo rato.
—¡Muy bien! —exclamó Elwood—. Ya puedes ponerte a pintar.
Bob llegó por el sendero en compañía de dos chicos de la
escuela secundaria.
—Hola, papá —saludó—. ¿Cómo va todo?
—Bien.
—Mirad —dijo Bob señalando al barco—. ¿Veis eso? ¿Sabéis
lo que es?
—¿Qué es? —preguntó uno.
—Es un submarino atómico. —Bob abrió la puerta de la cocina.
Sonrió, y los dos chicos le imitaron—. Va lleno de uranio 235.
Papá va a ir a Rusia con él. Cuando haya acabado, no quedará nada
de Moscú.
Los chicos entraron en la casa y cerraron la puerta a sus
espaldas.
Elwood contempló el barco. La señora Hunt, que hacía la colada
en el patio vecino, hizo una pausa para mirar a Elwood y su obra.
—¿Funciona realmente con energía atómica, señor Elwood?
—preguntó.
—No.
—Entonces, ¿con qué funciona? No veo velas. ¿Qué clase de
motor lleva? ¿Vapor?
Elwood se mordió el labio. Era extraño que nunca hubiera pensado
en ese detalle. No tenía motor de ninguna clase. No tenía velas, ni
caldera.
No le había puesto motor, ni turbinas, ni carburante. Nada. Era
un casco de madera, una caja inmensa: nada más. Nunca había pensado
en cómo lo haría funcionar, nunca en todo el tiempo que él y Toddy
habían estado trabajando en él.
Una oleada de desesperación cayó sobre él. No había motor,
nada. No era un barco, sino una enorme casa de madera, clavos y
alquitrán. Nunca se iría, nunca podría abandonar el patio. Liz
tenía razón: era como un animal que se cuela en el patio de noche
para cazar y matar en la oscuridad, para luchar ciegamente, sin
objetivo ni comprensión, igual de instintivo, igual de patético.
¿Para qué lo había construido? No lo sabía. ¿Adónde iba a
ir? Tampoco lo sabía. ¿Cómo funcionaría? ¿Cómo lo sacaría del
patio? ¿Para qué servía trabajar sin objetivo, en la oscuridad,
como una alimaña nocturna?
Toddy le había ayudado desde el principio. ¿Por qué lo había
hecho? ¿Lo sabía? ¿Sabía el niño para qué servía el barco,
para qué lo construían? Toddy nunca lo había preguntado porque
confiaba en su padre.
Pero él lo ignoraba. Él, su padre, tampoco lo sabía, y no
tardaría en estar terminado, preparado, a punto. ¿Y luego qué?
Toddy tiraría pronto la brocha, vaciaría el último bote de
pintura, apartaría los clavos y los trozos de madera sobrantes,
colgaría el martillo y la sierra en el garaje otra vez. Y entonces
preguntaría, plantearía la pregunta que nunca había hecho y que
debía, finalmente, llegar.
Y no podría responderle.
Elwood se irguió y contempló la gran mole que había construido,
esforzándose en comprender. ¿Por qué había trabajado? ¿Cuál era
el objetivo? ¿Cuándo lo sabría? De hecho, ¿lo averiguaría algún
día? Permaneció allí durante un tiempo incalculable, con la mirada
perdida en el infinito.
Solo lo comprendió cuando las enormes gotas negras de lluvia
empezaron a caer a su alrededor.
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