lunes, 28 de febrero de 2022

El factor letal. Philip K. Dick.

Penetraron en la gran cámara. Al fondo, los técnicos se agolpaban alrededor de un inmenso tablero iluminado y estudiaban complejas configuraciones de luces que cambiaban rápidamente, formando combinaciones en apariencia interminables. Los computadores, manejados por seres humanos y robots, zumbaban sobre largas mesas. Diagramas murales cubrían cada centímetro de espacio vertical. Hasten miró a su alrededor, asombrado.
—Acércate y te enseñaré algo bueno —rio Wood—. ¿Reconoces esto? —Indicó con el dedo una voluminosa máquina atendida por silenciosos hombres y mujeres vestidos con batas blancas.
—Desde luego. Es algo parecido a nuestro Sumergible, pero veinte veces más grande. ¿Qué recuperáis? ¿Y a qué época lo enviáis? —Señaló el Sumergible, se agachó y aplicó el ojo a la mirilla, pero estaba cerrada; el Sumergible había entrado en funcionamiento—. Si hubiéramos tenido la menor idea de su existencia, Investigaciones Históricas habría…
—Ahora ya lo sabes. —Wood se inclinó junto a él—. Escucha, Hasten, eres el primer hombre ajeno al ministerio que entra en esta sala. ¿Viste los guardias? Nadie puede entrar sin autorización; los guardias tienen orden de matar a cualquiera que trate de acceder ilegalmente.
—¿Para ocultar esto? ¿Una máquina? ¿Mataríais a…?
Se irguieron. Wood apretó las mandíbulas.
—Vuestro Sumergible bucea en la antigüedad: Roma, Grecia, polvo, legajos… —Wood palmeó el enorme Sumergible—. Este es diferente. Lo protegemos con nuestras vidas, y es más importante que la vida de cualquiera. ¿Sabes por qué?
Hasten desvió la vista hacia el aparato.
—Este Sumergible no es para viajar hacia la antigüedad, sino… hacia el futuro. —Wood miró de frente a Hasten—. ¿Entiendes? El futuro.
—¿Estáis rastreando el futuro? ¡No podéis! Lo prohíbe la ley, lo sabéis de sobra. Si el Consejo Ejecutivo se enterara, reduciría este edificio a escombros. Conocéis los peligros. Berkowsky lo demostró en su tesis.
»No puedo entender que utilicéis un Sumergible orientado hacia el futuro. Cuando se extrae material del futuro se introducen automáticamente nuevos factores en el presente; el futuro queda alterado. Se inician una serie de trastornos interminables. Cuanto más te sumerges, más factores nuevos se crean, y acumulas condiciones inestables para los siglos venideros. Por eso se votó la ley.
—Lo sé —asintió Wood.
—¡Y continuáis insistiendo! —Hasten movió la mano en dirección a la máquina y a los técnicos—. ¡Basta, por el amor de Dios! ¡Basta de introducir elementos letales que no se pueden eliminar! ¿Por qué os empeñáis…?
—Vale, Hasten, no nos leas la cartilla —le cortó Wood—. Es demasiado tarde: ya ha sucedido. Un factor letal se introdujo en nuestros primeros experimentos. Pensamos que sabíamos lo que hacíamos…, por eso te hemos traído aquí. Siéntate. Te lo contaré todo.
Se sentaron uno frente al otro, separados por el escritorio. Wood entrelazó las manos.
—Iré al grano. Se te considera un experto, experto en Investigaciones Históricas. Eres el ser viviente que sabe más sobre los Sumergibles Temporales: por eso te hemos enseñado nuestra obra, nuestra obra ilegal.
—¿Y ya tenéis problemas?
—Muchos problemas, y cada nuevo intento de resolverlos los empeora. Hagamos lo que hagamos, la historia nos contemplará como la organización más nefasta.
—Empieza desde el principio, por favor —pidió Hasten.
—El Sumergible fue autorizado por el Consejo de Ciencias Políticas; querían saber los resultados de algunas de sus decisiones. Al principio nos opusimos, siguiendo la teoría de Berkowsky, pero la idea era fascinante, como ya te debes imaginar. Aceptamos y construimos el Sumergible… en secreto, por supuesto.
»Hicimos el primer rastreo hace un año. Utilizamos un subterfugio para protegernos del factor Berkowsky: no cogimos nada. Este Sumergible no se halla equipado para extraer objetos; se limita a hacer fotografías desde gran altura. Recuperamos la película, ampliamos las instantáneas y tratamos de conjeturar las condiciones.
»Al principio, los resultados fueron alentadores. Ausencia de guerras, ciudades en expansión y de aspecto agradable. Las ampliaciones de escenas callejeras mostraban mucha gente, en apariencia feliz. Caminaban con parsimonia.
»Después avanzamos cincuenta años. Mucho mejor: las ciudades habían disminuido de tamaño, la gente no dependía tanto de las máquinas. Hierba, parques. Las mismas condiciones generales: paz, felicidad, mucho tiempo libre. Menos frenesí, menos prisa.
»Continuamos adelante en el tiempo. Por supuesto que un método de investigación tan indirecto no podía proporcionarnos la menor certeza de nada, pero todo parecía ir bien. Transmitimos nuestros informes al Consejo, y decidieron seguir con sus planes. Y entonces sucedió.
—¿Qué, exactamente? —preguntó Hasten, inclinándose sobre la mesa.
—Decidimos volver a visitar un período que ya habíamos fotografiado antes, unos cien años atrás. Enviamos el Sumergible y regresó con un rollo entero. Lo revelamos y contemplamos las imágenes.
Wood hizo una pausa.
—Y ya no era lo mismo. Era diferente. Todo había cambiado. Guerra… Guerra y destrucción por todas partes. —Wood se encogió de hombros—. Nos quedamos atónitos; enviamos de regreso el Sumergible cuanto antes para confirmarlo.
—¿Y qué encontrasteis esta vez?
Wood cerró los puños.
—¡Un cambio todavía peor! Ruinas, ruinas sin fin, gente que se dedicaba al pillaje. Ruina y muerte por todas partes. Escoria. El final de la guerra, la fase terminal.
—Increíble… —musitó Hasten.
—¡Pero eso no fue lo peor! Comunicamos las noticias al Consejo. Mandó cesar toda actividad y se embarcó en una conferencia de dos semanas; canceló todas las órdenes y anuló los planes basados en nuestros informes. Eso sucedió un mes antes de que el Consejo volviera a ponerse en contacto con nosotros. Los miembros querían que probáramos una vez más, que enviáramos el Sumergible al mismo período. Nos negamos, pero insistieron. No podía ser peor, fue su argumento.
»Así que obedecimos. El Sumergible regresó y revelamos la película. Hasten, hay cosas peores que la guerra. No creerías lo que vimos. No había rastro de vida humana.
—¿Todo había sido destruido?
—¡No! Ninguna destrucción. Grandes y orgullosas ciudades, carreteras, edificios, lagos, campos…, pero ni rastro de vida. Las ciudades vacías, funcionando mecánicamente, cada máquina, cada cable en su sitio. Pero ni un ser viviente.
—¿Qué pasó?
—Enviamos el Sumergible hacia el futuro, de medio siglo en medio siglo. Nada, nada en ninguna de las ocasiones. Ciudades, carreteras, edificios, pero ausencia de vida. Todo el mundo muerto. Plaga, radiación o lo que sea, algo les mató. ¿De dónde provino? No lo sabemos. Nuestras primeras investigaciones no lo detectaron.
»Pero, de alguna manera, nosotros introdujimos el factor letal. Nosotros lo provocamos con nuestro aparato; no estaba cuando empezamos; nosotros fuimos los causantes. Hasten. —Wood le miró desde la máscara imperturbable de su rostro—. Nosotros lo originamos, y ahora hemos de averiguar qué es y desembarazarnos de él.
—¿Cómo lo vais a hacer?
—Hemos construido un Coche Temporal capaz de transportar un observador humano al futuro. Enviaremos a un hombre para ver qué ocurre. Las fotografías son insuficientes; ¡hemos de saber más! ¿Cuándo apareció por primera vez? ¿Cuáles fueron los primeros síntomas? Una vez poseamos estos datos, quizá podamos eliminar el factor, seguir su pista y erradicarlo. Alguien tendrá que ir al futuro y descubrir nuestro error. Es la única manera.
Wood se levantó y Hasten le imitó.
—Tú eres esa persona —dijo Wood—. Tú, la persona más competente en este campo, irás al futuro. El Coche Temporal aguarda ahí fuera, convenientemente custodiado.
Wood hizo una señal. Dos soldados avanzaron hacia el escritorio.
—¿Señor?
—Vengan con nosotros; asegúrense de que nadie nos siga. —Se volvió hacia Hasten—. ¿Preparado?
—Espera un momento —vaciló Hasten—. Me gustaría obtener más información sobre vuestras actividades, examinar el Coche Temporal. No puedo…
Los dos soldados se acercaron más y miraron a Wood. Este posó su mano sobre el hombro de Hasten.
—Lo siento, pero no tenemos tiempo que perder; ven conmigo.
La oscuridad se movía, caracoleaba y se contraía a su alrededor. Tomó asiento ante el tablero de control y se secó el sudor que cubría su rostro. Para bien o para mal, ya no podía echarse atrás. Wood lo había previsto todo: unas pocas instrucciones, los controles preparados y la puerta de acero que se cerraba a sus espaldas.
Hasten paseó la mirada alrededor. Hacía frío dentro de la esfera; el aire era fresco, cortante. Trató de concentrarse en los indicadores luminosos, pero el frío le incomodaba. Se acercó al armario y empujó la puerta. Una chaqueta forrada y un fusil desintegrador. Cogió el fusil y lo examinó durante unos instantes. También había herramientas, todo tipo de herramientas y accesorios. Acababa de devolver el fusil a su sitio cuando cesó el traqueteo. Estuvo flotando un horroroso segundo, flotando al azar, y luego la sensación se desvaneció.
La luz del sol penetró a través del ventanal e inundó el suelo. Cerró las luces artificiales y miró por la ventana. Wood había dispuesto los controles para que le trasladaran cien años en el futuro. Se asomó con un estremecimiento.
Un prado salpicado de flores y de hierba que se extendía hasta perderse de vista. Algunos animales pacían bajo la sombra de un árbol. Abrió la puerta y salió afuera. El calor del sol le confortó al instante. Comprobó que los animales eran vacas.
Permaneció mucho tiempo parado en el umbral, con los brazos en jarras. En el caso de que se tratara de una plaga, ¿habría sido causada por bacterias transportadas por el aire? Dio un paso adelante y afianzó el casco que rodeaba su cabeza. Sería mejor no quitárselo.
Volvió para recoger el fusil. Salió de la esfera y se aseguró de que la puerta permanecería cerrada durante su ausencia. Tomadas las precauciones necesarias, Hasten saltó sobre la hierba del prado. Se alejó de la esfera en dirección a una amplia colina que ocupaba una extensión aproximada de setecientos metros. Mientras avanzaba examinó la muñequera sensora que le orientaría hacia el Coche Temporal si se extraviaba.
Llegó junto a las vacas, que se removieron inquietas y se apartaron. Percibió algo que le produjo un escalofrío: tenían las ubres pequeñas y arrugadas. Nadie las pastoreaba.
Cuando alcanzó la cumbre de la colina alzó los prismáticos y contempló una inacabable extensión de tierra, kilómetros y kilómetros de campos verdes que rodaban como olas hasta perderse de vista. ¿Nada más? Fue girando poco a poco para escudriñar el horizonte.
Se puso rígido y ajustó la mira. Muy lejos, a su izquierda, en el límite de su campo visual, se alzaban las vagas líneas perpendiculares de una ciudad. Guardó los prismáticos y aseguró los nudos de sus pesadas botas. Luego bajó por la otra ladera de la colina a grandes zancadas: el camino era muy largo.
Al cabo de media hora, Hasten divisó unas mariposas. Danzaban y revoloteaban a la luz del sol, a pocos metros de distancia. Se paró a descansar y las observó. Eran de todos los colores, rojas y azules, moteadas de verde y amarillo. Las mariposas más grandes que había visto en su vida. Quizá pertenecían a un zoológico; quizás habían huido cuando el hombre desapareció de escena, aclimatándose a una vida más libre, más salvaje. Las mariposas remontaron el vuelo y se lanzaron hacia las distantes torres de la ciudad, sin reparar en Hasten. Desaparecieron al cabo de breves instantes.
Hasten reanudó su camino. Era difícil imaginarse el fin de la humanidad en tales circunstancias: mariposas, hierba, vacas paciendo a la sombra de un árbol. ¡Qué tranquilo y agradable se veía el mundo sin la raza humana!
Una última mariposa pasó rozándole la cara. Subió el brazo automáticamente para protegerse. La mariposa se estrelló contra el dorso de su mano. Hasten estalló en carcajadas…
El miedo le atenazó; cayó de rodillas, jadeando y sintiendo náuseas. Se acuclilló y hundió el rostro en la tierra. Le dolían los brazos, el terror le tenía paralizado; cerró los ojos para no marearse.
Cuando levantó la cabeza, la mariposa ya había partido en pos de las demás.
Yació un rato sobre la hierba. Luego se irguió poco a poco hasta ponerse en pie. Se desabrochó la manga de la camisa y examinó su muñeca. La carne estaba ennegrecida, tirante e hinchada. Levantó la vista hacia la ciudad. Esa era la dirección que habían tomado las mariposas…
Volvió al Coche Temporal.
Llegó a la esfera poco después del ocaso. La puerta se abrió al contacto de su mano y Hasten entró. Se aplicó un emplasto en la mano y el brazo, y luego fue a sentarse en el banco, sumido en sus pensamientos. Miró su brazo herido. Una picadura accidental, por supuesto. La mariposa ni siquiera se había dado cuenta. Si toda la bandada…
Esperó a que anocheciera por completo y las tinieblas rodearan la esfera. Las abejas y las mariposas se ocultaban de noche, al menos en teoría. Bien, valía la pena arriesgarse. El brazo le dolía aún y notaba un constante latido. El emplasto no había servido de mucho; se sentía aturdido. Su aliento olía a fiebre.
Antes de salir sacó todo el contenido del armario. Examinó el fusil desintegrador, pero acabó desechándolo. Enseguida encontró lo que buscaba: una linterna y un soplete. Guardó el resto y se levantó. Ya estaba preparado…, aunque no estaba muy seguro de que esa fuera la palabra correcta. Tan preparado como le era posible.
Salió a la oscuridad y encendió la linterna. Avanzó con rapidez. La noche era oscura y desolada, sin más luz que la de unas pocas estrellas y la que llevaba consigo. Remontó la colina y bajó por la ladera opuesta. Atravesó un bosquecillo y desembocó en una llanura, siempre guiado por el resplandor de su linterna.
Al llegar a la ciudad estaba agotado. Había recorrido una larga distancia y respiraba con dificultad. Enormes y fantasmales siluetas se alzaban sobre su cabeza hasta hundirse en las tinieblas. No era una ciudad muy grande, al menos a primera vista, pero el diseño le resultaba extraño a Hasten, acostumbrado a perspectivas menos verticales y escuetas.
Atravesó las puertas. La hierba brotaba del pavimento de las calles. Hizo un alto para echar un vistazo. Hierba y maleza por todas partes y, en las esquinas, junto a los edificios, montoncitos de huesos y polvo. Siguió adelante con la linterna dirigida hacia los costados de los esbeltos edificios. El eco de sus pasos resonaba con un sonido hueco. No había más luz que la suya.
Los edificios se espaciaban. Se encontró de repente en una gran plaza cuadrada rebosante de arbustos y enredaderas. Al otro lado distinguió un edificio de mayor envergadura que los demás. Cruzó la vacía y solitaria plaza, paseando la linterna de un extremo a otro. Aminoró el paso al reparar en un edificio situado a su derecha. Su corazón se aceleró. La luz de la linterna reveló una palabra expertamente grabada sobre el marco de la puerta: BIBLIOTECA.
Ni más ni menos lo que deseaba. Subió los peldaños que conducían al oscuro umbral. Los tablones de madera se doblaron bajo sus pies. Al llegar a la entrada se encontró frente a una pesada puerta de madera con tiradores metálicos. Al asirlos, la puerta cayó hacia él, se rompió en pedazos y se desparramó sobre la escalera. Un hedor a polvo y corrupción irritó su olfato.
Penetró en el interior y su casco hendió inmensas telarañas a medida que avanzaba por los silenciosos pasillos. Eligió una sala al azar y no descubrió más que montoncitos de polvo y fragmentos grisáceos de huesos. Estantes y mesas bajas estaban apoyados contra las paredes. Se acercó a los estantes y cogió unos cuantos libros. Se convirtieron en polvo entre sus dedos. ¿Solo había pasado un siglo desde su propia época?
Hasten se sentó ante una de las mesas y abrió uno de los libros que se conservaban mejor. No reconoció el idioma, una lengua romance que le pareció artificial. Volvió una página tras otra. Decepcionado, reunió un puñado de libros y volvió a la puerta. De repente, su corazón se aceleró. Con las manos temblorosas se aproximó a la pared. Periódicos.
Pasó las frágiles y quebradizas hojas con todo cuidado y las sostuvo a la luz de la linterna. El mismo idioma, por supuesto. Titulares destacados en tinta negra. Se las compuso para enrollar los periódicos y sumarlos a su colección de libros, salió al pasillo y volvió sobre sus pasos.
Al bajar por la escalera le azotó el aire fresco. Contempló las casi imperceptibles siluetas que se alzaban a los lados de la plaza. Después la cruzó con toda clase de precauciones. Llegó hasta las puertas de la ciudad, salió a campo abierto y se encaminó hacia el Coche Temporal.
Anduvo durante mucho tiempo, sin descanso, con la cabeza gacha. El cansancio le obligó finalmente a detenerse para recuperar el aliento. Dejó su carga en tierra y examinó los alrededores. En el límite del horizonte apareció una franja gris. La aurora. La salida del sol.
Un viento frío se arremolinó en torno a él. Los árboles y las colinas empezaban a distinguirse a la incipiente luz grisácea, una silueta inflexible y rigurosa. Volvió la vista hacia la ciudad. Los abandonados edificios se erguían, sombríos y pálidos. Le fascinó la primera luz del día que hería las agujas y las torres. Los colores se difuminaron y la niebla se interpuso entre él y la ciudad. Se agachó y recogió su carga. Echó a andar con tanta rapidez como pudo, aterido de frío.
Una mancha blancuzca había surgido de la ciudad y flotaba en el cielo.
Pasado un buen rato, Hasten miró hacia atrás. La mancha continuaba en su sitio…, pero había crecido. Y ya no era blanca; a la luz del día brillaba con muchos colores.
Aceleró el paso; descendió una colina y trepó a otra. Conectó su muñequera. Le comunicó en voz alta que no se hallaba lejos de la esfera. Movió el brazo y el sonido enmudeció. A la derecha. Se secó el sudor de las manos y prosiguió.
Unos minutos más tarde divisó desde lo alto de un risco la esfera de metal resplandeciente posada sobre la hierba, recubierta por el rocío de la mañana: el Coche Temporal. Bajó la colina, resbalando y corriendo.
Acababa de abrir la puerta de un codazo cuando la primera nube de mariposas apareció sobre la cumbre de la colina, moviéndose en silencio hacia él.
Cerró la puerta, depositó su cargamento en el suelo y flexionó los músculos. Le dolía la cabeza y se sentía presa del pánico. No tenía tiempo que perder: se abalanzó sobre la ventana y miró afuera. Las mariposas rodeaban la esfera, danzaban y revoloteaban, despedían chispas de color. Se posaron por todas partes, incluso sobre la ventana. Su visión fue interrumpida bruscamente por una masa de cuerpos centelleantes, suaves y pulposos, que batían las alas al unísono. Escuchó. Captó un sonido repetido y ensordecedor que surgía de todos lados. El interior de la esfera quedó sumido en la oscuridad cuando las mariposas cubrieron por completo la ventana. Encendió las luces artificiales.
Pasó el tiempo. Examinó los periódicos, sin decidirse a actuar. ¿Retroceder o continuar adelante? Quizá valdría la pena dar un salto de cincuenta años. Las mariposas eran peligrosas, pero tal vez no constituían el factor letal que buscaba. Se miró la mano. La zona muerta, negra y tirante, se expandía. Experimentó una punzada de preocupación; empeoraba, no mejoraba.
El ruido que producían las mariposas al rozar el metal le molestaba e inquietaba. Dejó los libros a un lado y paseó arriba y abajo. ¿Cómo podían unos vulgares insectos, aunque fueran tan grandes como esos, destruir a la raza humana? Los seres humanos podrían acabar con ellos sin demasiadas dificultades: polvos, venenos, pulverizadores.
Una diminuta partícula de metal le cayó sobre el hombro. Se la quitó de un manotazo. Cayó una segunda partícula, seguida de menudos fragmentos. Dio un brinco, alzó la cabeza.
Se estaba formando un círculo sobre su cabeza. Otro círculo apareció a la derecha, y a continuación un tercero. Más círculos se formaban en las paredes y en el techo de la esfera. Se plantó de un salto ante el tablero de control y conectó los mandos. Trabajó febril, velozmente. Una lluvia de fragmentos metálicos inundó el suelo. Un corrosivo, alguna sustancia que exudaban los insectos. ¿Ácido? Alguna secreción natural. Se volvió cuando se desplomó un gran trozo de metal.
Las mariposas se introdujeron en la esfera como una exhalación. La pieza que había caído era un círculo cortado limpiamente. Ni siquiera tuvo tiempo de verlo; agarró el soplete y lo encendió. La llama succionó y gorgoteó. Apuntó en dirección a las mariposas y el aire se llenó de partículas ardientes que se derramaron a su alrededor; un hedor insoportable se adueñó de la esfera.
Cerró los últimos conmutadores. Las luces de posición parpadearon y el suelo tembló bajo sus pies. Tiró de la palanca principal. Un enjambre de mariposas pugnaba por introducirse en el aparato. Un segundo círculo de metal se estrelló en el suelo y dio paso a una nueva invasión. Hasten se encogió, retrocedió, levantó el soplete y roció de fuego a los incansables asaltantes.
Luego se hizo un silencio tan repentino y absoluto que hasta él parpadeó de sorpresa. Aquel roce insistente y continuado había cesado. Estaba solo, a no ser por una nube de cenizas y partículas que cubría el suelo y las paredes, los restos de las mariposas que habían irrumpido en la esfera. Hasten, tembloroso, se sentó en el banco; se hallaba a salvo y regresaba a su tiempo. Había descubierto el factor letal, sin duda alguna. Así lo demostraba el montón de cenizas y los círculos practicados en el casco de la esfera. ¿Una secreción corrosiva? Sonrió con amargura.
La última visión de la horda le había revelado lo que quería saber. Las primeras mariposas que se introdujeron en la esfera a través de los círculos portaban herramientas, diminutas herramientas cortantes. Se habían abierto paso con ellas; transportaban su propio equipo de trabajo.
Se sentó a esperar que el Coche Temporal completara su viaje.
Los guardias del ministerio le ayudaron a bajar del Coche. Pisó el suelo, vacilante, y se apoyó en ellos.
—Gracias —murmuró.
—¿Estás bien, Hasten? —se interesó Wood.
—Sí —asintió—, de no ser por la mano.
—Vayamos adentro.
Entraron en la cámara por una gran puerta.
—Siéntate. —Wood agitó la mano con impaciencia y un soldado se apresuró a traer una silla—. Tráigale un poco de café.
Hasten bebió el café, y luego apartó la taza. Se reclinó en la silla.
—¿Nos lo vas a explicar? —preguntó Wood.
—Sí.
—Estupendo. —Wood tomó asiento delante de él. Conectó una grabadora, y una cámara empezó a filmar el rostro de Hasten mientras hablaba—. Adelante. ¿Qué averiguaste?

Cuando hubo terminado se hizo el silencio en la sala. Ni los guardias ni los técnicos hablaron.
Wood se levantó, temblando.
—Dios mío… Así que una forma de vida tóxica acabó con ellos. Ya me lo imaginaba, pero… ¿mariposas? Mariposas inteligentes que planean ataques, que crecen con rapidez y se adaptan sin dificultades.
—Es posible que los libros y los periódicos nos sirvan de algo.
—Pero ¿de dónde vinieron? ¿Una mutación que afectó a una forma de vida ya existente? Tal vez llegaron de otro planeta, tal vez fueron resultado del viaje por el espacio. Hemos de averiguarlo.
—Solo atacaron a los seres humanos —indicó Hasten—. Se desinteresaron de las vacas. Solo a la gente.
—Quizá podamos detenerlas. —Wood conectó el videófono—. Convocaré una reunión extraordinaria del Consejo. Les proporcionaré tus explicaciones y recomendaciones. Pondremos en marcha un programa, organizaremos equipos por todo el planeta. Aún tenemos una oportunidad. Gracias, Hasten, es posible que aún podamos detenerlas.
El operador apareció y Wood le entregó el número de clave del Consejo. Hasten, absorto, se levantó y paseó sin rumbo por la sala. El brazo le dolía mucho. Salió de la cámara y volvió hacia el Coche Temporal, que algunos soldados examinaban con curiosidad. Hasten les observó como atontado, con la mente en blanco.
—¿Qué es esto, señor? —preguntó uno.
—¿Eso? —Hasten dio unos pasos adelante—. Un Coche Temporal.
—No, me refiero a eso. —El soldado señaló algo en el casco—. Esto, señor. No estaba ahí cuando el Coche partió.
El corazón de Hasten dejó de latir. Pasó entre ellos y alzó la vista. Al principio no distinguió nada especial, solo la superficie de metal corroída. Luego, un escalofrío le recorrió de pies a cabeza.
Había algo en la superficie, algo pequeño, de color pardo, peludo. Se adelantó y lo tocó. Una bolsa, una bolsa parda, pequeña y dura. Estaba seca, seca y vacía. Dentro no había nada; estaba abierta por un extremo. Advirtió enseguida que todo el casco del Coche estaba lleno de estos saquitos, algunos todavía llenos, pero la mayoría vacíos.
Capullos.


domingo, 27 de febrero de 2022

Revancha. Giraldus Cambrensis.

El señor de Château-roux en Francia mantenía en su castillo a un hombre al que había castrado y cegado. Este hombre, a fuerza de prolongados hábitos, conocía de memoria los largos pasillos del castillo y los escalones que conducían a las torres. Aprovechando el hecho de que todos lo consideraban un inválido, puso en efecto su plan para vengarse. Subió a las habitaciones y tomó a su único hijo y heredero del gobernador del castillo, y lo llevó a lo alto de la torre, no sin antes pasar los pestillos de las puertas desde adentro, impidiendo el acceso a la escalera. Desde la almena de la torre llamó la atención de los que estaban abajo, y amenazó con lanzar al niño si no venía el gobernador de inmediato.
El gobernador del castillo llegó corriendo y, aterrorizado, procuró por todos los medios el rescate de su hijo, pero recibió por respuesta que eso sólo podría llevarse a efecto por la misma mutilación de las partes bajas, tal como el señor del castillo había infligido en él. El gobernador, luego de suplicar en vano por clemencia, finalmente accedió, e hizo que le fuera propinado un fuerte golpe en el cuerpo; la gente que presenciaba la escena irrumpió en gritos y lamentos, como si se hubiera mutilado.
El ciego le preguntó dónde había sentido el mayor dolor. Cuando el gobernador le respondió que “en los riñones”, dijo que era falso y amenazó con lanzar al niño. Al hombre se le propinó un segundo golpe, y aseguró que lo que más le había dolido había sido el corazón. El ciego expresó incredulidad y volvió a acercar al niño al borde de la almena. La tercera vez, sin embargo, el gobernador, para salvar a su hijo, realmente se castró; y cuando exclamó que el mayor dolor lo había sentido en los dientes, el ciego dijo: “Es cierto, como ha de ser creído un hombre que haya pasado por tal experiencia. Tú has vengado, en parte, mis heridas. He de enfrentar la muerte con mayor satisfacción, y tú no podrás ni concebir otro hijo, ni ser reconfortado por este acto”.
A continuación, se precipitó desde lo alto de la torre con el niño, y al caer al suelo se rompieron las extremidades y murieron en el acto. El señor del castillo ordenó la construcción en el lugar, por el alma del niño, de un monasterio, que todavía está en pie, y se llama De Doloribus.

sábado, 26 de febrero de 2022

Visión de reojo. Luisa Valenzuela.

La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba a punto de pegarle cuatro gritos cuando el colectivo pasó delante de una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho después de todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su izquierda hace o. Traté de correrme al interior del coche –porque una cosa es justificar y otra muy distinta dejarse manosear- pero cada vez subían más pasajeros y no había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie. Yo me movía nerviosa. Él también. Pasamos frente a otra iglesia pero ni se dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor. Yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada, no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible correrme y eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi vez le planté la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su lado a empujones. Los que bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas. Parecía cariñoso. Y muy desprendido.

viernes, 25 de febrero de 2022

Entre líneas. José Antonio Cotrina.

1


Era una cenicienta mañana de un lunes de octubre que pendía como un pesado manto sobre el campus universitario. Alexandre caminaba desganado, con la vista puesta en las puntas de sus zapatillas de deporte, reprimiendo, a duras penas, un obstinado bostezo que se le salía del alma a cada paso. Su mochila golpeaba arrítmicamente contra su costado y las hebillas de la misma tintineaban contra las cremalleras de su anorak. Alexandre era alto y rubio, de pelo corto y mirada despierta. Se sentía feliz, destemplado por el habitual mal del lunes, sí, pero feliz. El resto de los universitarios aparecían borrosos a sus ojos, inconsistentes, hechos de la misma materia con la que se tejían las nubes que anegaban el cielo y preparaban la tormenta.
La planta baja del edificio de tutorías estaba desierta. Alexandre subió las escaleras a buen paso y se encontró en la laberíntica planta de despachos. Comprobó el resguardo de la matrícula donde había apuntado el número de despacho junto a la asignatura y el nombre del profesor que la impartía y comenzó la búsqueda. Mentalmente repasaba los argumentos que esgrimiría ante el primer profesor.
-Sí señor -empezaría, tras saludar educadamente y explicar su caso-, es un buen trabajo y no lo puedo desaprovechar..., pero no quiero dejar de lado la carrera... y compaginar las dos cosas me resultaría muy complicado... Por eso estoy hablando con todos los profesores..., intentando sustituir el trabajo de clase por trabajo en ...
Asintió con solemnidad y ejecutó un pequeño paso de baile en el pasillo de despachos. El estado de completa felicidad en el que se encontraba sumido le hacía ver con un optimismo inusitado toda empresa en la que se embarcara. Y aunque mentalmente se recriminaba por una disposición de ánimo tan eufórica, no podía hacer nada para evitarlo.
Dobló una esquina y se dio de bruces, casi sin esperarlo, con la primera tutoría de la lista. Llamó suavemente con los nudillos de su mano derecha y, cuando una voz amortiguada por la puerta lo invitó a pasar, entró.
Tardó unos segundos en recuperarse del impacto visual que le causó el primer vistazo a la estancia. El despacho no parecía un despacho; más bien daba la impresión de ser una tienda de antigüedades sacudida por un terremoto reciente o un diminuto museo que alguien hubiera desordenado a conciencia. Anaqueles vacíos se repartían por tres de las cuatro paredes; los libros a los que debían haber acogido se apilaban en el suelo, en una esquina del amplio despacho, formando una construcción de más de metro y medio de altura que tenía un cierto aire de fortaleza medieval si se miraba desde la puerta y que parecía una galera embarrancada en la alfombra una vez se miraba desde dentro. Todas las paredes, a excepción de la que se encontraba a la espalda del único ocupante de la habitación, se hallaban cubiertas por tapices de colores alocados y frenéticos; en sus diseños había algo de errático y confuso que movía al desasosiego si eran observados individualmente, pero tomados en conjunto cobraban cierto sentido y orden. Alexandre tuvo la abrumadora sensación de hallarse inmerso en un caleidoscopio. La única pared que no se encontraba tapizada estaba cubierta por un rico mural de fotografías, Se trataba de paisajes que, en su extraña disposición sobre aquella pared, se unían unos a otros formando un único paisaje irreal: un panorama majestuoso conformado por mil fragmentos de paisajes diferentes, un paisaje repleto y rebosante de naturaleza distinta y, aun así, conjuntado en un montaje que parecía tan natural como premeditado. Por el resto de la estancia se repartían una docena de mesas distintas, cubiertas todas por idénticos tapetes azul cielo. En ellas se agolpaban los más variopintos y extraños artilugios, desde esferas de cristal con castillos nevados hasta altas torres de naipes que parecían estar a un segundo de derrumbarse; desde incensarios que se deshacían en lentas interrogaciones de humo aromático hasta una estatua de Kali tallada en ébano negro. La mesa principal, la que se encontraba ante la pared del inmenso collage fotográfico, estaba repleta de adornos de barraca de feria que flanqueaban a un ordenador de carcasa oscura, en cuya torre alguien había escrito la palabra «vademécum» con tiza roja; en una esquina de la misma mesa se podía ver una gran pecera en la que, junto a los más curiosos mecanismos de movimiento perpetuo, habitaba una solitaria estrella de mar.


Y si el despacho no parecía un despacho, el hombre tras la mesa no parecía un profesor universitario: el cabello negro, desordenado en una inquieta melena, un ojo verde risueño bajo una poblada ceja que se retorcía con cierta ironía y un parche de cuero donde debería encontrarse el otro ojo. Lo que pudo ver de su atuendo (una casaca de seda gris recorrida por finos ribetes negros) no hizo más que acrecentar su sensación de asombro. No, aquel hombre no se parecía en nada a un profesor universitario; Alexandre se lo podía imaginar en una vieja taberna portuaria dos siglos atrás, fumando en una pipa de cazoleta de madera clara, parado junto a una botella de ron y deleitando a su público con sus sangrientas historias de piratería... Casi podía escacharlo: una voz enronquecida por los temporales y el agua salada tejiendo carabelas y cantos de sirenas en el aire; tal vez, cuando la noche se hiciera más densa y oscura y el ron hubiera calentado los ánimos, el viejo pirata bajaría la voz y les relataría, entre susurros y sonoras maldiciones, la increíble aventura que le dejó como recuerdo aquella cuenca vacía que tapaba ahora bajo un parche negro como noche sin luna.
-¿Sí? -preguntó el hombre, después de lanzarle una inquisitiva mirada que le recorrió de arriba abajo. La voz era suave, educada y bien modulada, con un acento indefinible pero con cierto aroma nórdico.
-¿Señor Rebolledo? -preguntó con poca fe.
-No. Siento defraudarle, hijo. Nada tengo que ver con tan ilustre catedrático.
—Oops. Lo siento entonces... Creo que me he equivocado de despacho. —Comenzó a retroceder hacia la puerta, sintiéndose vagamente incómodo.
-¿Equivocado? Las equivocaciones no existen como tales en este universo, joven -dijo de pronto el hombre tras la mesa. Le indicó que tomara asiento en el sillón de cuero que se encontraba al otro lado del escritorio, gesto que Alexandre no tuvo ningún problema en pasar por alto-. El hecho de abrir esa puerta no es una equivocación ni un error, sino algo que estaba destinado a suceder... -siguió diciendo aquel hombre ante su creciente asombro-. Tengo el placer de anunciarle que se acaba de matricular en la humilde asignatura que trato de impartir. Enhorabuena.
-¿Qué? -Alexandre no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Si el hombre del parche en el ojo le hubiera pedido que se desnudara, no se hubiera sentido más confundido.
-Se acaba de matricular en Técnicas de Lectura Avanzada -repitió-. El nombre es deprimente, lo reconozco, si de mí dependiera no dudaría en cambiarlo, pero...
-¿Por abrir la puerta? ¿Por equivocarme de puerta? -le cortó él.
-Sí y no. -Elevó los brazos como si estuviera dispuesto a darle un abrazo-. Como ya he dicho, en este bendito universo las casualidades no tienen cabida. Cada acto tiene su consecuencia por extraña y alejada que pueda parecer. Como es bien sabido, el efecto mariposa es uno de los principios rectores del universo. Todo se relaciona: pon una mano sobre las llamas y, sin importar lo que hayas prometido, te acabarás quemando; sueña mil noches seguidas que eres capaz de volar y podrás hacerlo durante un solo día... ¿Comprendes? Abres mi puerta y te matriculas en mi asignatura... Causa y efecto. Sin más. La equivocación no existe como tal... -Como para intentar demostrar su comentario, hizo caer de un suave papirotazo una pluma de ave del gran pedestal que la sustentaba.
-Eso es absurdo. -Alexandre enarboló el resguardo de matrícula como si el trozo de papel valiera para derrotar a la lógica caótica que esgrimía aquel hombre. ¿Soñar mil noches que puedes volar?-. Y ya estoy matriculado de todas las asignaturas de este año.
-¿También de las optativas? -preguntó el extraño profesor enarcando una ceja.
-No... -No se preguntó cómo conocía ese detalle. Había pequeños problemas en el servicio de matriculación y todavía no había podido hacer efectiva la matrícula de sus dos asignaturas opcionales para ese año-. Pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que esto sea del todo absurdo... Si es algún tipo de broma le ruego que me la explique. Tal vez así nos podamos reír los dos.
-Me precio de poseer un sentido del humor ejemplar, pero en estos momentos no estoy haciendo gala de él. Lo que le estoy diciendo, repitiendo más bien, es que se acaba de matricular en técnicas de lectura avanzada, a su pesar por lo que parece. Ahora, si me dice su nombre, completaremos los trámites...
Recogió la vieja pluma que un minuto antes había descansado sobre su gigantesco tintero y la agitó en el aire como si fuera una varita mágica o estuviera espantando algo que sólo él podía ver.
Alexandre sacudió la cabeza. Necesitaba con urgencia aclararse las ideas y el caótico abarrotamiento del despacho y las extrañas explicaciones del hombre se lo impedían.
-Mire... señor como se llame..., seamos lógicos..., estudio quinto de publicidad. De acuerdo..., no me he matriculado todavía de las dos asignaturas optativas de este año... -Retrocedió despacio hacia la puerta a la par que continuaba su discurso. No pensaba dejar de hablar hasta haber abandonado el despacho del enloquecido profesor-. Pero puedo asegurarle que sea lo que sea eso que usted llama técnicas de lectura avanzada, no está en mi plan de estudios... ni creo que me interese, a decir verdad. Mis ideas están muy claras con respecto a lo que quiero y no quiero aprender y, por regla general, no me suelo matricular en cosas que desconozco. -El hombre le observaba entre divertido y curioso, con las dos manos entrelazadas y los codos apoyados sobre la mesa-. Por lo tanto, sin más tardanza y sin ánimo de molestar, me despido...
Cerró la puerta tras él y, tras un largo suspiro, echó a andar por los laberínticos pasillos, relegando el incidente a una anécdota sin importancia. Se encogió de hombros. Tendría una curiosa historia que contar.
Consultó el resguardo de su matrícula y volvió a la caza de sus verdaderos profesores.




2

Y el tiempo, como suele pasar, acabó pasando.
Alexandre, el joven rubio y feliz, continuó con su vida normal llena de grandes éxitos e insignificantes fracasos. En su pequeño y reluciente mundo todo era perfecto: veinticuatro años, un trabajo fijo como comercial en una joven pero ambiciosa agencia de publicidad y una bellísima futura doctora en medicina compartiendo piso y gastos. Orden y claridad. No pedía más.
Por eso cuando aquel día, con la primavera llevándose ya a un invierno agonizante, llegó a casa y Laura le tendió una carta de la universidad, una cierta desazón premonitoria bulló en su estómago. Rasgó el sobre con dedos temblorosos. Tuvo que leer la carta tres veces para encontrarle sentido: el incidente de la tutoría equivocada hacía ya tiempo que había quedado relegado al olvido y en un principio no fue capaz de enlazar las dos cosas.




3


Le costó trabajo encontrar la tutoría pero, una vez hallada, entró como una exhalación, sin llamar siquiera.
-¿Qué significa esto? -preguntó, agitando la carta con fuerza y agitado a su vez por una suave sensación de déjá vú.
-¡Qué sorpresa! -El hombre del parche en el ojo seguía igual que en el primer encuentro. Ni siquiera parecía haber cambiado de postura desde la última vez que lo había visto-. ¿Se ha vuelto a equivocar de puerta? -preguntó, risueño.
-¡No! ¡Esta vez he venido a sabiendas! ¿Qué significa esto? -repitió, agitando de nuevo el papel arrugado.
-Si lo ha leído, lo tiene que tener muy claro. Es una notificación de ausencias.
-¡Pero yo no estoy matriculado en su asignatura! No me matriculé en... -Hizo una pausa para buscar el nombre en el texto de la carta. Con la agitación lo había olvidado-. En «Técnicas de Lectura Avanzada» ni nada parecido. ¡Tiene que haber un error!
-No hay ningún error. Usted se matriculó.
-¡No lo hice!
-Sí. Sí que lo hizo. -El hombre sonrió, y con esa sonrisa la mitad del enfado de Alexandre se disolvió como por ensalmo-. Al equivocarse de puerta, ¿recuerda? Creo que ya se lo expliqué. La causalidad, el efecto mariposa... Todas esas cosas...
Se sentía fatigado, terriblemente fatigado. Había llegado con la intención de mostrarse airado, enfurecido, pero había algo en el individuo que tenía ante sí que impedía el enojo, un aura de desvalida dejadez que invitaba más al diálogo sereno que a la discusión furiosa. Tomó asiento en el sillón de cuero, aunque esta vez no había sido invitado a hacerlo. Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en la mesa de caoba oscura, entrelazó las manos y, tras un medido suspiro, anunció:
-Vamos a hablar sobre esto. ¿De acuerdo? Estoy seguro de que podemos arreglarlo si hablamos como personas coherentes. Porque nosotros somos personas coherentes. -Tenía que actuar como un comercial, como un agente de ventas, si seguía ese camino todo debería funcionar.
-Hable, le escucho -le invitó el profesor del parche con un gesto. Una sombra de barba poblaba su rostro y en su lóbulo derecho brillaba un pendiente de aro. No, definitivamente no era un profesor
-No me he matriculado en su asignatura. Si partimos de ahí, todo va a resultar más sencillo.
-Pero es que se ha matriculado. Eso yo no lo puedo cambiar.
-No me lo va a poner fácil... -Se echó hacia atrás en el sillón, entrecerrando los ojos con frialdad. Debía probar otra táctica: penetrar por un flanco, usar una maniobra de distracción y saltar sobre él cuando menos se lo esperara-. ¿Al abrir la puerta? ¿Al equivocarme de puerta dice usted que me matriculé?
-Eso es. -Ahora el hombre sonreía abiertamente.
-¿No le parece absurdo? ¿Tan mal va su asignatura que necesita de esos trucos para conseguir alumnos? -Sonrió a su vez. Quería dejar bien claro que su enfado inicial se había desvanecido.
-A decir verdad, este año no ha sido muy boyante. Es más..., es usted el único alumno con el que cuento.
-¿Me toma el pelo?
-No.
-¿Soy su único alumno? -Los tintes surrealistas que desde un principio habían impregnado la situación se habían disparado hasta las más altas cotas del absurdo.
-Eso es. He tenido años peores, se lo puedo asegurar. Y mejores también. Parece desorientado...
-Lo estoy, lo confieso. -No veía motivo para no hacerlo. Cruzó las piernas y se desabrochó el anorak. La cosa parecía ir para largo. El profesor, muy a su pesar, había terminado intrigándolo-. Me matriculé en su asignatura al abrir, por error, la puerta de su despacho y dice que soy su único alumno. ¿Correcto?
—Correcto.
-¿Sabe una cosa? -No esperó a que el profesor contestara y respondió a su propia pregunta con la misma sonrisa que enarbolaban los labios del otro hombre-. Me muero de ganas de saber de qué va su asignatura.


4

Y con la explicación rondándole en la cabeza dejó su coche en el garaje y subió en el ascensor hacia su casa. La charla había sido tan distendida como corta. Apenas en diez minutos, Alfred Müller (como se había presentado por fin el profesor del parche en el ojo y pendiente pirata en la oreja) le había explicado en qué consistía la asignatura y, por lo que Alexandre había entendido, se trataba de una variación más práctica que teórica de la asignatura de literatura de siempre.
Abrió la puerta de su apartamento tarareando una canción. Laura estaba enredando en la cocina y desde allí le llegó su voz.
-¿Ya has vuelto, cariño?
-No -contestó él. Tomó un paraguas negro del paragüero y, como si de un sable se tratara, comenzó a dar implacables mandobles al aire-. Soy el desalmado asesino del paraguas. Prepárate a ceder a mis caprichos o a morir.
-Deja el paraguas en su sitio... -le ordenó ella, aunque desde donde se encontraba no podía verlo. Él obedeció sumiso y se encaminó hacia la cocina con las manos en los bolsillos. Antes de llegar, escuchó de nuevo la voz de Laura preguntando-: ¿Has arreglado el malentendido de la universidad?
Entró en la cocina. Laura estaba peleándose con un puchero inmenso, con el pelo sujeto en una larga coleta que caía sobre su hombro. Laura era tan alta como él, de pelo pajizo y sonrisa tan rápida como sincera.
La tomó desde atrás por la cintura y la besó en la nuca. La coleta de ella le hizo cosquillas en la nariz.
-Asunto resuelto -anunció-. Me he matriculado en Técnicas de Lectura Avanzada. ¿Qué estás cocinando?
Ella se deshizo de él con un golpe de trasero y se dio la vuelta, sorprendida.
-¿Que te has matriculado en qué?
-Bueno. Ya estaba matriculado. Simplemente lo he confirmado. Técnicas de Lectura Avanzada, se llama... -Husmeó sobre la tapa del puchero-. ¿Qué hay para cenar?
-¿Se puede saber por qué lo has hecho? -preguntó ella, mirándolo fijamente-. ¿Por qué te has matriculado en esa asignatura? Me dijiste que era un malentendido...
-Y lo era. Pero ya ha dejado de serlo. Creo que por una vez me he portado de un modo impulsivo e irracional. Dios... Qué miedo me doy... —Simuló un escalofrío-. No, en serio: la cosa ha terminado pareciéndome atractiva. Todo se reduce a... una especie de estudio profundo de los textos, leer entre líneas lo llamó mi ilustre profesor.
-¿Semiótica?
—Para nada. Yo pregunté lo mismo. El profesor Müller se rió y me aseguró que no tenía nada que ver con la semiótica.
-¿Pero vas a tener tiempo para trabajar sobre una asignatura más? Te recuerdo que el día, por ahora, sigue teniendo sólo veinticuatro horas...
-Observa -contestó él, sacando de un bolsillo interior del anorak el libro que el profesor Müller le había prestado-. Éste es el primer libro que debo leer. Y tengo un mes para hacerio. ¿Crees que seré capaz?
Laura cogió el libro entre sus manos y lo observó con expresión atónita.
-¿Te han mandado leer esto? ¿Te han mandado leer esto en la universidad?
Se trataba de una edición de bolsillo, arrugada por el uso, de El principito de Antoine de Saint-Exupéry.
-Tiene dibujos. Del autor -señaló Alexandre con una sonrisa.





5

Y pasó un mes. Alexandre se leyó en una noche la historia de Saint- Exupéry. La había leído de niño, pero la encontró aún más maravillosa de adulto. Por algún motivo extraño (tal vez por su estado de ánimo, que desde hacía meses era tan elevado que creía pasar volando sobre la vida), le encandiló de principio a fin. Alexandre no se consideraba un gran lector, aunque casi siempre tenía algún libro entre manos; leía despacio, unas pocas páginas cada día, y siempre antes de dormir, más como un rito que por verdadero placer.
Tras leer El principito se dedicó a estudiar la vida de su autor, Antoine de Saint-Exupéry, y la época en la que le había tocado vivir hasta el momento en que encontró la muerte (o la muerte lo encontró a él) en un vuelo de reconocimiento. Tras el estudio del autor y el contexto en que se desenvolvió su vida, leyó de nuevo el libro de una manera más detenida, tomando apuntes en una libreta comprada al efecto y parándose cada poco, intentando encontrar sentidos nuevos a las palabras, intentando desnudar de todo infantilismo la historia del pequeño príncipe para calarla tan profundamente como pudiera.
Y cuando el mes se hubo cumplido, volvió al edificio de tutorías donde esta vez, ni por confusión ni airado, encontró la puerta del despacho. Después de llamar a la puerta y escuchar la respuesta, entró.
El profesor Müller dio una suave palmada sobre la mesa, complacido ante su presencia, y le invitó a sentarse. Exudaba vitalidad y buen humor. Lo contempló con su único ojo verde hierba y, tras un rápido intercambio de saludos, le preguntó:
-Y bien, mi estimado alumno ¿ha hecho usted progresos?
-No lo sé. Me he leído el libro varias veces y he hecho algunos esquemas que me gustaría comentar con usted.
-¿Esquemas? -Parecía sorprendido-. ¿De qué está hablando?
-De esquemas... -señaló Alexandre con énfasis. La situación daba la impresión de comenzar a torcerse.
-Esquemas... -musitó el profesor Müller, ligeramente anonadado.
-Sí. Aquí los traigo. -Alexandre sacó resuelto su libreta y, levantándose a medias, le mostró su trabajo.
Ante el asombro de Alexandre, el profesor tomó la libreta entre el dedo gordo y el dedo índice, como si aquello fuera algo que le moviera a la náusea, y la depositó con sumo cuidado en la papelera verde que había en un lateral de la mesa.
-¿Me escuchaba cuando le hablé la vez pasada? -le preguntó entonces, con el ceño fruncido, más enfurruñado que verdaderamente enfadado.
-¿Perdón?
-Le estoy preguntando si me escuchaba cuando le expliqué las nociones básicas de mi asignatura. ¿Me escuchaba o solamente me oía?
-Me declaro perplejo. -Alexandre levantó las manos en señal de capitulación-. ¿Qué es lo que he hecho mal? Me he leído el libro y lo he analizado del modo más profundo que he sido capaz -alegó en su defensa. En su mente comenzaba a nacer la idea de que esa asignatura podía, finalmente, atragantársele. No era una idea excesivamente positiva. Una nube negra apareció en el horizonte de su vida perfecta. No demasiado grande, pero nube al fin y al cabo.
-Tal vez usted me entendió al revés o tal vez fui yo quien se explicó mal. Ahora eso no importa. Supongo que podrá usted arreglarlo, si es que tiene arreglo. -Se rascó la hirsuta melena con la mano izquierda, pensativo-. Cuando yo le dije a usted -y se señaló a sí mismo para luego señalar a Alexandre, paralizado en el asiento- que leyera el libro entre líneas, me estaba refiriendo precisamente a eso.
-¿A qué?
-¡A que lo leyera entre líneas! Mire, joven Alexandre, estoy completamente seguro de que será capaz de hacerlo sin que yo tenga que orientarle más.
-¡Pero si no me ha dicho nada!
El profesor señaló la puerta. Parecía abatido. Las sombras poblaban difusamente su rostro y tiraban hacia abajo de sus hombros.
-Vuelva a verme cuando crea que deba hacerlo. Y no se preocupe si fracasa. El suspenso no aparecerá en su expediente y todo habrá sido lo que usted juraba que era al principio: un error. Pero el error habrá sido mío, no suyo. Vaya, vaya -le alentó con las manos-. Espero sinceramente que volvamos a vernos, pero de no ser así, que tenga una vida plena, larga y feliz...





6

Aunque la pequeña nube que había flameado sobre su futuro se había desvanecido, no estaba dispuesto a rendirse y olvidar lo sucedido. Nunca se había rendido antes, y no tenía intención de que eso cambiara. De vuelta en casa, cogió el libro de nuevo y se sentó en el sillón del salón. Laura no estaba en casa y supuso que se había marchado a estudiar a la biblioteca.
Alexandre se dispuso a leer, por enésima vez, lo que Antoine de Saint-Exupéry tuviera a bien contarle.
«Cuando yo tenía seis años, vi una vez una lámina magnífica en un libro...»
¿Cómo debía leer el libro? La primera idea que se le había ocurrido escuchando al profesor era tan absurda que la había desechado nada más ser pensada. Se concentró en el texto, buscando significados ocultos en las palabras («Las boas tragan sus presas enteras...»), intentando encontrar en vano códigos secretos ocultos en la historia («Mi dibujo no representa un sombrero»), preguntándose si no debería recurrir a una edición en francés para entender a qué se refería el profesor Müller, aunque sin comprender por qué se le ocurría semejante idea. En ese momento, cuando sus dedos se disponían a pasar de página, fue capaz de verlo. Entre líneas, le había dicho el profesor, leer entre líneas. No leer las líneas impresas que corretean de izquierda a derecha con su historia a cuestas, negro sobre blanco; sino leer entre líneas, leer blanco sobre negro, leer los espacios y dejar que la mente, tan torpe a veces, los enlace con palabras, significados y sentimientos. Y en ese mismo instante, otras palabras comenzaron a fluir entre las líneas del libro. Palabras que no llegaban a estar sobre el papel, sino que pasaban directamente, de dondequiera que estuvieran, a su cabeza aturdida, como si el libro le estuviera contando una historia diferente a la que tenía impresa. Esto fue lo que leyó entre las primeras líneas de El principito:
«Los dos hombres se apresuraban sobre la colina en llamas. Uno gemía y el otro no podía dejar de llorar...».
Tragó saliva. Había una historia entre las líneas del libro, una historia que nada tenía que ver con El principito. Cerró el libro, atónito, y lo dejó sobre la mesa. Casi sin quererlo se encontró leyendo de nuevo entre líneas, esta vez en el título de la portada, y ya no leyó El principito, sino el título del nuevo libro inscrito en el primero: Las lágrimas de Padua. Se apretó contra el respaldo del sillón, asustado. Las palabras estaban ahí, no se las había imaginado como no se había imaginado las palabras de Saint-Exupéry. Había palabras bajo las palabras y una historia bajo la historia. Técnicas de Lectura Avanzada. ¿Qué significaba eso? Bajó del sillón y se aproximó, lentamente, como dormido, hacia la estantería que compartía mueble con el televisor y el vídeo. Alargó una mano temblorosa y cogió un libro al azar: El aire de un crimen, de Juan Benet. Lo abrió también al azar y, donde leía «El doctor le observó, con un terrón sujeto con las pinzas», leyó entre líneas: «Más tarde tal vez se preguntara si había sido ella o él quien besó primero». Siguió probando suerte, cogiendo libros de la estantería y leyendo lo que entre líneas se ocultaba en ellos. Cada libro guardaba otro en su interior. Un libro oculto que esperaba, paciente, a ser descubierto primero y leído después.
Alexandre sintió como sus rodillas se negaban a sustentarle por más tiempo y se sentó (más bien se plegó) sobre la alfombra, con Romeo y Julieta en una mano y con Imagen boreal en la misma.





7

Alexandre decidió no compartir tan extraño hallazgo con Laura. Había una amenaza velada en su descubrimiento, una sensación desagradable que no llegaba a comprender pero que se le agitaba en la boca del estómago, como una cosquilla o una caricia no buscada ni deseada. El desasosiego le vencía, aunque no entendía muy bien por qué, y ese no entender lo perturbaba aún más.
Esa noche, bajo las sábanas, Laura lo buscó con sus manos y jugueteó con la goma del pantalón de su pijama. Él no respondió a su llamada y ella, sorprendida ante su frialdad, encendió la luz de la mesilla y se lo quedó mirando largo rato antes de preguntar, en un susurro:
-¿Qué te pasa?
-No lo sé. -Sacudió la cabeza, entristecido de pronto, con un áspero nudo en la garganta y un peso tibio y húmedo bajo los párpados. No eran lágrimas, sino algo a lo que no era capaz de poner nombre porque era un sentimiento al que nunca antes había tenido acceso-. Melancolía... -mintió-. Un ataque agudo y repentino. Pero no te preocupes, pasará...
-¿Te hago arrumacos?
-Bueno... -accedió él, aunque de mala gana-. Pero con cuidado...
No, no era melancolía lo que hurgaba en su espíritu. Y aunque era incapaz de poner nombre a aquello que le embargaba, reconocía a un segundo nivel un sentimiento que no tenía problema alguno en reconocer: miedo. Un miedo liviano que se le metía hasta por el último poro de su piel; era una angustia informe que le desordenaba el alma y confundía su mente. Nadie le había dicho jamás que entre las líneas de los libros se ocultan otros libros, y esa ignorancia, que ya no era tal, era terrible. Sintió vértigo. Un secreto se le había desvelado. Y donde se oculta un secreto suelen encontrarse más. En su mundo seguro y racional, en su existencia planificada al milímetro, nunca habían tenido cabida los secretos, como no habían tenido cabida los terremotos ni los ciclones. Pero ahí estaban ahora, los podía intuir, aterciopelados y amenazantes, secretos y misterios escondidos por los rincones, dispuestos a saltar y descubrirse ante él. Tragó saliva. Su cuerpo, ajeno a su mente, estaba respondiendo a las caricias, besos y suaves lametones de Laura. Decidió concentrarse en ello.




8

Al día siguiente se despertó con el ánimo renovado. Los espíritus que lo inquietaban se habían desvanecido con las luces del nuevo día. Laura hacía ya un buen rato que se había escapado de sus sábanas para ir a la facultad, y a él le quedaba poco tiempo para decidir si iba a empezar una nueva jornada laboral o si, en cambio, iba a coger el coche y acercarse a la universidad para que cierto personaje le explicara un par de cosas. Pero antes de tomar una decisión, quería comprobar una teoría que le había rondado por la cabeza mientras se deslizaba hacia el sueño después de hacer el amor con Laura. Cogió la máquina de escribir que languidecía en el armario, allí donde la había relegado un potente ordenador multimedia, y se dirigió, en pijama aún, hacia el salón, haciendo una pausa junto al ordenador para hacerse con un par de folios. Colocó la máquina sobre la mesa de cristal del salón, suavemente para no rayarla, y atrapó al azar un libro de la estantería: La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Entre líneas, leyó el título de la obra que se ocultaba en ella: Mañana también amanecerá. Abrió el libro por el primer capítulo y leyó entre líneas el primer párrafo de la obra que se ocultaba entre las aventuras y desventuras de Ignatius Reilly. A continuación, pasó a transcribir lo que acababa de leer. «El sol que brilla sobre nuestras cabezas no siempre ha sido el mismo sol, ni el cielo y el espacio que nos separan de él han sido siempre el mismo cielo y el mismo espacio». Lo escribió despacio, para no equivocarse y no tener así que repetirlo. Una vez terminado, sacó el folio del carro de la máquina de escribir y, bizqueando suavemente, leyó entre líneas en lo que acababa de escribir:
«La quietud que le embargaba tal vez fuera un preludio de lo que pronto iba a suceder».
Se quedó contemplando la hoja, pensativo, sin respirar apenas. Otra frase, una nueva frase se ocultaba en la que había descubierto. Libros que se ocultan en libros que se ocultan en libros que se ocultan en libros que...




9


El profesor Müller lo observaba, evidentemente complacido, tras su mesa de caoba oscura. Sonreía y asentía a todo aquello que Alexandre contaba hasta que el joven, medio asfixiado, calló y le observó con expresión suplicante.
-Técnicas de Lectura Avanzada... -dijo el profesor-. No se preocupe, no se está volviendo loco. Simplemente está despertando, por así decirlo, a otra clase de cordura.
-Estaba muy contento con la que ya tenía. Gracias por preguntar si quería cambiar mi perspectiva del mundo.
-¿Está molesto por lo que ha aprendido? -preguntó sonriente, enarcando una ceja de ese modo peculiar que a Alexandre comenzaba a hacérsele familiar.
-No, no es que esté molesto. No es eso. -Se removió en el sofá de cuero, cazando palabras en su mente para poder explicar de manera coherente cuál era su estado de ánimo. Era difícil, pero lo intentó-. Acaban de abofetear a todos los principios lógicos que llevo empleando desde que tengo uso de razón. Me siento..., no sé..., como si durante toda mi vida se me hubieran estado ocultando cosas, como si todo fuera una gran tramoya montada a mi alrededor y ahora se hubiera desprendido una parte del decorado. Y no entiendo por qué demonios me siento así.
-En primer lugar, nunca se le ha ocultado nada -señaló con su acento nórdico el profesor Müller-. Simplemente, hasta ahora no había sido usted capaz de verlo. Puede que durante un tiempo se sienta extraño, casi enfermo. Piense en ello como si se tratara del mal de altura de los escaladores. Tiene que habituarse a lo que se abre ante usted y debe hacerlo de manera paulatina... -Entrecerró su ojo verde hierba hasta convertirlo en una rendija esmeralda. Sus labios se tornearon sobre una sonrisa que, en cierto modo, parecía peligrosa-. Porque lo nota, ¿verdad? -Se inclinó hacia él, medio cuerpo sobre la mesa, con las palmas de las manos apoyadas sobre la caoba oscura-. Lo siente, ¿no es así?
-Sí. Y eso es lo que más me aterra. Sé que esto es sólo el principio.






10

El profesor acabó despidiéndolo, citándolo en un lapso de quince días para un ejercicio evaluatorio que les indicaría cuál era la capacidad real de Alexandre. Había intentado sonsacarlo más sobre esa misteriosa Técnica de Lectura Avanzada que, sin apenas quererlo, había aprendido, pero Alfred Müller se había mostrado reticente a dar demasiadas explicaciones.
-Todavía no es el momento -había dicho, sacudiendo el dedo índice ante él-. Vayamos despacio para que no pierda usted el camino: ya va por la buena senda. Investigue usted por sí mismo pero sea cuidadoso. Recuerde lo que le he dicho sobre el mal de altura.
Y el tiempo, como suele pasar, acabó pasando. Los quince días transcurrieron a trompicones, con pequeñas sorpresas a cada paso que lo dejaban aún más inquieto y confundido. Guardó silencio sobre lo que le estaba ocurriendo y trabajó con todo el tesón que fue capaz de reunir. Su mundo había recibido un potente golpe que lo había hecho variar su órbita, pero se refugió en su falsa seguridad para no enloquecer. Cerró varios negocios que llevaba tiempo persiguiendo, pero no encontró alegría en ello. Se conducía con toda normalidad, pero una parte de su mente, menuda, traviesa y, por lo que parecía, completamente autónoma, siempre andaba abstraída en la maravilla que significaba aquella Técnica de Lectura Avanzada. Leyó muchos libros entre líneas ante el asombro de Laura, que no entendía el motivo de esa repentina y voraz ansia de lectura. Pocas veces encontró lecturas superiores a las que leía de manera normal pero con una en cuestión, El alba, oculta en Noches blancas, de Dostoievski, no pudo dejar de llorar.
Hizo distintos experimentos que lo convencieron todavía más de la extraña naturaleza que estaba tomando la situación. Se hizo con una versión en inglés de Romeo y Julieta y, al leerla entre líneas, vio surgir, en inglés, la misma historia de Imagen boreal que había leído en su casa. Probó a leer entre líneas la carta que le habían mandado de la universidad con la notificación de ausencias y, aunque no surgió ningún nuevo mensaje, le llegó el conocimiento de que la universidad nada tenía que ver con esa carta, sino que había sido el propio profesor Müller quien se la había mandado. Leyó entonces varios recibos de la luz y el gas que deambulaban por casa y lo que surgió entre líneas fueron largas ristras numéricas que no tenían ningún sentido para él.
Un atardecer se puso a escribir tonterías con el propósito de leerlas después entre líneas. Cuando lo hizo, leyó mensajes sin sentido que lo dejaron trastornado y pensativo durante largo rato. Él no había escrito aquello que leía entre líneas en lo que sí había escrito. Pero alguien debía haberlo hecho. ¿Quién escribía a través de su mano? ¿Quién escribía los libros que yacían ocultos en los libros?
-¿Quién te sueña, soñador? -preguntó en voz baja en la cocina, donde estaba escribiendo naderías en los márgenes de los apuntes que debía estudiar.
-¿Has dicho algo? -quiso saber Laura, que andaba, a su vez, con la nariz metida en un grueso libro de medicina.
-No -contestó él. Suspiró y, sin motivo aparente, sin apenas pensarlo, se encontró preguntando algo que jamás creyó que llegaría a preguntar-. ¿Me quieres?
-¡A qué viene eso! ¡Sabes que sí! ¿Qué te ocurre? ¿Otro ataque de melancolía?
-No... Sólo pánico existencial... Mal de altura... -Miró al cielo raso de la cocina un momento e intentó concentrarse en los apuntes de relaciones públicas que tenía delante.
"En el alba macilenta, cuando te dirijas hacia Avalón, debes tener en cuenta tres cosas: la dirección que toman tus pasos, la distancia del eco y el color y sustancia del camino que pisas. Sólo así podrás traspasar su niebla y entrar en el reino secreto", leyó entre líneas.





11


-¿Te has echado algo en los ojos? -le preguntó Laura en el cuarto de baño la mañana en que debía acudir al despacho del profesor Müller para su evaluación. Él estaba saliendo de la ducha, tomando la toalla que ella le tendía.
-No... ¿Por qué lo preguntas?
-Me parecen más oscuros. Te habrá entrado jabón en los ojos.
Secándose con la toalla, se acercó hasta los espejos que cubrían las puertas del armarito sobre el lavabo y se miró fijamente a los ojos, estirando con su dedo índice del párpado inferior de uno y luego de otro.
-Imaginaciones tuyas, chiquilla.
-Será...
Se apartó del espejo. Rodeando sus pupilas habían aparecido dos circunferencias gemelas de color oscuro; sólo contaban con unos milímetros de grosor, pero eran tan visibles en sus ojos azules como la corona dorada que rodea al sol durante un eclipse.





12

Hacía meses que otro espíritu le había poseído al caminar por el laberinto de pasillos de la planta de tutorías. Ya no quedaba nada de esa alegría desmedida, de esa paz interior que le indicaba que su vida era maravillosa y que sólo le esperaba mejorar. Había salido por una tangente del mundo real y había acabado dándose de bruces con la puerta de cristal que llevaba a un mundo fantástico que sólo alcanzaba a vislumbrar. Ya no había seguridad en su vida, pero la maravilla se había multiplicado. No era feliz porque no necesitaba serlo. El estado natural del alma es la agitación, se dijo, en la penuria languidece como languidece también en la felicidad.
Dobló la esquina que debía llevarlo al despacho del profesor Müller y, cuando se topó con una pared embaldosada en el lugar donde debería estar la puerta, no se sorprendió demasiado. Dio un par de pasos a la izquierda y a la derecha y comprobó con mirada diligente la pared desnuda. La puerta debería haber estado allí. Sonrió. Si ésa era su prueba, era una prueba bien sencilla, una prueba que no tendría ningún problema en superar. Hacía tiempo que había aprendido que no sólo se podía leer entre líneas en las palabras.
Entrecerró los ojos y siguió el dibujo de las baldosas con un dedo, leyendo entre líneas en la pared hasta dar con la esencia y naturaleza de la puerta oculta. Luego tendió la mano hacia el pomo que no podía ver si no se esforzaba, lo tomó con fuerza, lo hizo girar a la derecha y abrió la puerta.
El profesor Müller no levantó la vista del libro que estaba leyendo. Lo saludó con un escueto "Lo esperaba" y le hizo un gesto para que tomara asiento. Alexandre se sentó en el ya bien conocido sofá de cuero. Desde allí pudo leer el título del libro que el otro leía: Las puertas secretas del mundo. Intentó leer entre líneas pero fue incapaz de hacerlo. Tal vez ya no era necesario.



13

-¿Cuándo se dio cuenta? -preguntó el profesor Müller, una vez hubo cerrado el libro.
-¿De que se puede leer entre líneas en todo lo imaginable? -suspiró, entristecido al recordar la escena ocurrida en la cocina-. El otro día, en casa. Miré a Laura, la chica que vive conmigo, y me encontré de pronto leyendo en ella. Todo me resultó muy confuso: no surgía palabra alguna pero sí colores, distintas tonalidades y... bueno, sentimientos o algo así... Y vi que está conmigo no por amor, sino por la seguridad que le proporciono. Algo me dijo que podía avanzar en la lectura, leer más allá, pero no supe cómo hacerlo.
-En los niveles iniciales de la lectura sólo se pueden captar los sentimientos más fuertes. No se apene por lo que leyó y aprenda la lección: procure no leer nunca en las personas que aprecia, sobre todo a medida que vaya avanzando en los niveles de lectura. Permita que sus secretos sigan siendo suyos. -El profesor sonrió-. Lo más probable es que, en lo profundo, ella lo ame a usted. -Renovó su sonrisa, haciéndola más afilada de lo normal-. Y si usted está con ella, pequeño pícaro, es porque en su deliciosa vida modélica debe contar con una deliciosa compañera modélica, ¿no es así?
Y aunque nunca lo había expresado en palabras, se dio cuenta de que eso era exactamente lo que pensaba; el hecho de escucharlo así, tajante, rotundo y además completa y absolutamente cierto, le hizo dar un respingo. El profesor había leído entre líneas en él. Se recompuso al instante; su vida había dejado de ser modélica desde que se había equivocado de puerta una mañana de octubre y, a ese respecto, tenía una aclaración que pedir.
-El día famoso en que entré en su despacho preguntando por el señor Rebolledo, la puerta estaba como hoy ¿verdad? Oculta entre líneas...
-Escondida hasta el fondo.
-¿Por qué pude verla?
El profesor Müller se encogió de hombros.
-Pudo verla, sin más. Y tuvo la oportunidad de pasar de largo y no lo hizo: abrió la puerta, ¿recuerda?
-Me matriculé...
-Se matriculó.
Todo transcurría con laxitud. La atmósfera del despacho parecía haberse ralentizado, el flujo del tiempo se hacía más cansino y lento: dos segundos por segundo, dos minutos por minuto. Alexandre podía pensar con más claridad a la par que sus pensamientos se iban haciendo más espesos, como si algo estuviera trucando su cerebro desde fuera, como si el octanaje del combustible habitual que hacía funcionar su pensamiento se hubiese alterado. Recordó lo que había visto en sus ojos aquella mañana en el espejo y, antes de formular su pregunta, se encontró con que el profesor Müller la estaba contestando ya, sin utilizar palabra alguna.
El profesor hundió suavemente dos dedos en la cuenca de su ojo verde hierba y, con suma delicadeza, extrajo su globo ocular, un ojo de cristal, y lo colocó sobre la mesa para luego levantar el parche de su ojo y trasladarlo a la verdadera cuenca vacía. Lo que antes se ocultaba bajo el parche quedó a la luz, tenue y ambarina, de la lámpara de mesa del despacho.
Un ojo sin pupila ni iris, un ojo negro como la pez.



14

-¿Cuánta gente lo sabe?
-Más de la que cree. Mucha más de la que ahora mismo puede llegar a imaginar. Muchos de ellos ni saben ni quieren aprender a leer entre líneas, pero en cambio conocen otras técnicas, otras maravillas.
-¿Otras magias?
-Sí, en parte. Otras magias y otras ciencias. Tecnologías secretas y lenguajes que han quedado ya olvidados.
-¿Podré encontrarlos?
-Podrá. Sí... Claro que podrá. Ahora es usted parte del secreto. Como ellos. Como yo.





15

La conversación continuó en el despacho, entre la calma y la cenagosa lentitud que lo impregnaba todo. Alexandre ya había aprendido que, a medida que profundizara en los niveles de lectura, sus ojos irían tornándose cada vez más y más negros, marcándolo como lector para todos aquellos que compartieran el secreto.
-Es el precio a pagar por poder indagar en las almas y en los misterios. Todo el mundo sabrá que eres capaz de hacerlo -le comentó-, A no ser que lo ocultes, como lo oculto yo.
Y continuó revelándole secretos. Impartiendo la última clase de un curso que ya había sido aprendido. Extendió un mapa de la vieja y conocida Europa sobre la mesa y lo conminó a leer entre líneas en él. Alexandre entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos resplandecientes ranuras gemelas y allí, entre las líneas del mapa, fueron surgiendo nuevos milagros y prodigios: el nombre de ciudades que, aunque desconocidas, despertaban antiguos recuerdos; la silueta magnífica de montes, valles y ríos ocultos; un continente entero frente a Inglaterra, de nombre Avalón. Una geografía secreta del mundo se iba abriendo ante sus ojos, mas no era ya descubrimiento sino simple despertar. Había transitado por esos valles y navegado por muchos de esos ríos. En sus sueños.
-¿Quién es usted? -preguntó Alexandre, levantando la cabeza y mirando al profesor, intentando leer entre líneas en él y percibiendo que, de algún modo, estaba protegido contra ello.
-¿Yo? Sólo soy un hombre que, mal que bien, intenta cumplir su trabajo. Era un tipo normal, bastante gris la verdad, hasta que un día, hace más tiempo del que quiero recordar, como tú, me equivoqué de puerta...





16

Deambuló por las calles pensativo, sin gana alguna de regresar a casa porque sabía que, cuando lo hiciera, sólo sería para despedirse. Ya no tenía sentido alguno continuar con su vida normal. Había traspasado el velo, había pasado al otro lado del secreto y se había convertido en parte de él. Caminaba por las calles y todo se le antojaba nuevo, recién creado. En el rótulo de una tienda naturista leyó entre líneas «Puesto de Sueños», y cuando a través del cristal vio el rostro apergaminado y delicado de una anciana y ésta le sonrió y levantó la mano en señal de saludo, él no dudó en corresponder. Eran camaradas. Conciudadanos de la misma maravilla. Moradores del misterio.
Y cuando cayó la noche, majestuosa y brillante, no pudo, en horas, dejar de mirar los nuevos brillos que despuntaban entre las viejas estrllas, no pudo dejar de admirar (largo rato, boquiabierto, inmóvil como la proverbial estatua, la gente tropezando contra él en su alocado deambular) la segunda luna de la tierra que recorría, radiante y afilada, su órbita secreta entre las líneas de la realidad.
Alexandre, con las manos en los bolsillos y el corazón henchido de gloria, echó a andar hacia su casa. Las despedidas nunca le habían gustado, pero esta vez su sabor amargo estaría acompañado por el dulce néctar de un nuevo comienzo y eso la haría menos dura. Había todo un mundo secreto ante él, un mundo deseoso de ser recorrido y descubierto. Sonrió en su primera noche con dos lunas. En el cielo, una estrella trazó una parábola imposible.
No un mundo, no un solo mundo...
Mundos que se ocultan en mundos que se ocultan en mundos que...

Antología de la ciencia ficción española, 1982 - 2002. VVAA.

miércoles, 23 de febrero de 2022

Morriña. Mar Horno.

Cada vez que paso junto al muro del cementerio noto en los huesos un aguijonazo de nostalgia y me atenaza el alma una tristeza amarga impropia de un hombre de mi edad. Entonces recuerdo, como si fuera ayer, las miles de tardes que pasé guarecido a la sombra de esas piedras, con las amapolas acariciándome las rodillas sucias, leyendo aquellos viejos libros del abuelo José. La proximidad del camposanto me garantizaba la soledad necesaria para poder viajar sin molestias en la máquina del tiempo, buscar tesoros de piratas, encontrar las minas del rey Salomón o dar la vuelta al mundo en ochenta días. Recientemente he vuelto junto al muro, pero ahora estoy al otro lado. Cuando ya no resisto tanta añoranza de aquel niño que fui, intento saltar la tapia, pero los otros muertos, comprensivos, me retienen suavemente de los pies y para consolarme me regalan un libro.


domingo, 20 de febrero de 2022

Si muero joven. Fernando Pessoa.

Si muero joven
Sin poder publicar libro alguno,
Sin ver la cara que tienen mis versos en letra impresa,
Pido que, si alguien se quiere preocupar por mi causa,
Que no se preocupe.
Si así sucedió es que así tenía que suceder.


Aunque mis versos nunca se publiquen
Ellos allá tendrán su belleza, si son bellos,
Pero ellos no pueden ser bellos y quedar sin imprimir,
Porque las raíces pueden estar debajo de la tierra
Pero las flores florecen al aire libre y a la vista.
Tiene que ser así por fuerza. Nada lo puede impedir.


Si muero muy joven, escuchen esto:
No fui nunca más que un infante que brincaba.
Fui gentil como el sol y el agua,
Profesé una religión universal que sólo los hombres no tienen.
Fui feliz porque no pedí cosa alguna,
Ni procuré creer en nada,
Ni creí que hubiese otra explicación
Más allá de que la palabra explicación no tiene sentido alguno.


No deseé nada sino estar al sol o a la lluvia –
Al sol cuando había sol
Y a la lluvia cuando estaba lloviendo
(Y nunca a ninguna otra cosa),
Sentir calor y frío y viento,
Y no pretender ir más lejos.


Una vez amé, pensando que me amarían,
Pero no fui amado.
No fui amado por una única razón inmensa –
Porque no tenía que serlo.


Me consolé girándome hacia el sol y a la lluvia,
Y sentándome otra vez a la puerta de mi casa.
Los campos, a fin de cuentas, no son tan verdes para quienes son amados
Como para quienes no lo son.
Sentir es estar distraído.

sábado, 19 de febrero de 2022

La máscara de la muerte roja. Edgar Allan Poe.

La “Muerte Roja” había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesacion angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.
-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Apodérense de él y desenmascárenlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caida. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.