1
Era una cenicienta
mañana de un lunes de octubre que pendía como un pesado manto sobre
el campus universitario. Alexandre caminaba desganado, con la vista
puesta en las puntas de sus zapatillas de deporte, reprimiendo, a
duras penas, un obstinado bostezo que se le salía del alma a cada
paso. Su mochila golpeaba arrítmicamente contra su costado y las
hebillas de la misma tintineaban contra las cremalleras de su anorak.
Alexandre era alto y rubio, de pelo corto y mirada despierta. Se
sentía feliz, destemplado por el habitual mal del lunes, sí, pero
feliz. El resto de los universitarios aparecían borrosos a sus ojos,
inconsistentes, hechos de la misma materia con la que se tejían las
nubes que anegaban el cielo y preparaban la tormenta.
La planta baja del
edificio de tutorías estaba desierta. Alexandre subió las escaleras
a buen paso y se encontró en la laberíntica planta de despachos.
Comprobó el resguardo de la matrícula donde había apuntado el
número de despacho junto a la asignatura y el nombre del profesor
que la impartía y comenzó la búsqueda. Mentalmente repasaba los
argumentos que esgrimiría ante el primer profesor.
-Sí señor
-empezaría, tras saludar educadamente y explicar su caso-, es un
buen trabajo y no lo puedo desaprovechar..., pero no quiero dejar de
lado la carrera... y compaginar las dos cosas me resultaría muy
complicado... Por eso estoy hablando con todos los profesores...,
intentando sustituir el trabajo de clase por trabajo en ...
Asintió con
solemnidad y ejecutó un pequeño paso de baile en el pasillo de
despachos. El estado de completa felicidad en el que se encontraba
sumido le hacía ver con un optimismo inusitado toda empresa en la
que se embarcara. Y aunque mentalmente se recriminaba por una
disposición de ánimo tan eufórica, no podía hacer nada para
evitarlo.
Dobló una esquina y
se dio de bruces, casi sin esperarlo, con la primera tutoría de la
lista. Llamó suavemente con los nudillos de su mano derecha y,
cuando una voz amortiguada por la puerta lo invitó a pasar, entró.
Tardó unos segundos
en recuperarse del impacto visual que le causó el primer vistazo a
la estancia. El despacho no parecía un despacho; más bien daba la
impresión de ser una tienda de antigüedades sacudida por un
terremoto reciente o un diminuto museo que alguien hubiera
desordenado a conciencia. Anaqueles vacíos se repartían por tres de
las cuatro paredes; los libros a los que debían haber acogido se
apilaban en el suelo, en una esquina del amplio despacho, formando
una construcción de más de metro y medio de altura que tenía un
cierto aire de fortaleza medieval si se miraba desde la puerta y que
parecía una galera embarrancada en la alfombra una vez se miraba
desde dentro. Todas las paredes, a excepción de la que se encontraba
a la espalda del único ocupante de la habitación, se hallaban
cubiertas por tapices de colores alocados y frenéticos; en sus
diseños había algo de errático y confuso que movía al desasosiego
si eran observados individualmente, pero tomados en conjunto cobraban
cierto sentido y orden. Alexandre tuvo la abrumadora sensación de
hallarse inmerso en un caleidoscopio. La única pared que no se
encontraba tapizada estaba cubierta por un rico mural de fotografías,
Se trataba de paisajes que, en su extraña disposición sobre aquella
pared, se unían unos a otros formando un único paisaje irreal: un
panorama majestuoso conformado por mil fragmentos de paisajes
diferentes, un paisaje repleto y rebosante de naturaleza distinta y,
aun así, conjuntado en un montaje que parecía tan natural como
premeditado. Por el resto de la estancia se repartían una docena de
mesas distintas, cubiertas todas por idénticos tapetes azul cielo.
En ellas se agolpaban los más variopintos y extraños artilugios,
desde esferas de cristal con castillos nevados hasta altas torres de
naipes que parecían estar a un segundo de derrumbarse; desde
incensarios que se deshacían en lentas interrogaciones de humo
aromático hasta una estatua de Kali tallada en ébano negro. La mesa
principal, la que se encontraba ante la pared del inmenso collage
fotográfico, estaba repleta de adornos de barraca de feria que
flanqueaban a un ordenador de carcasa oscura, en cuya torre alguien
había escrito la palabra «vademécum» con tiza roja; en una
esquina de la misma mesa se podía ver una gran pecera en la que,
junto a los más curiosos mecanismos de movimiento perpetuo, habitaba
una solitaria estrella de mar.
Y si el despacho no
parecía un despacho, el hombre tras la mesa no parecía un profesor
universitario: el cabello negro, desordenado en una inquieta melena,
un ojo verde risueño bajo una poblada ceja que se retorcía con
cierta ironía y un parche de cuero donde debería encontrarse el
otro ojo. Lo que pudo ver de su atuendo (una casaca de seda gris
recorrida por finos ribetes negros) no hizo más que acrecentar su
sensación de asombro. No, aquel hombre no se parecía en nada a un
profesor universitario; Alexandre se lo podía imaginar en una vieja
taberna portuaria dos siglos atrás, fumando en una pipa de cazoleta
de madera clara, parado junto a una botella de ron y deleitando a su
público con sus sangrientas historias de piratería... Casi podía
escacharlo: una voz enronquecida por los temporales y el agua salada
tejiendo carabelas y cantos de sirenas en el aire; tal vez, cuando la
noche se hiciera más densa y oscura y el ron hubiera calentado los
ánimos, el viejo pirata bajaría la voz y les relataría, entre
susurros y sonoras maldiciones, la increíble aventura que le dejó
como recuerdo aquella cuenca vacía que tapaba ahora bajo un parche
negro como noche sin luna.
-¿Sí? -preguntó
el hombre, después de lanzarle una inquisitiva mirada que le
recorrió de arriba abajo. La voz era suave, educada y bien modulada,
con un acento indefinible pero con cierto aroma nórdico.
-¿Señor Rebolledo?
-preguntó con poca fe.
-No. Siento
defraudarle, hijo. Nada tengo que ver con tan ilustre catedrático.
—Oops. Lo siento
entonces... Creo que me he equivocado de despacho. —Comenzó a
retroceder hacia la puerta, sintiéndose vagamente incómodo.
-¿Equivocado? Las
equivocaciones no existen como tales en este universo, joven -dijo de
pronto el hombre tras la mesa. Le indicó que tomara asiento en el
sillón de cuero que se encontraba al otro lado del escritorio, gesto
que Alexandre no tuvo ningún problema en pasar por alto-. El hecho
de abrir esa puerta no es una equivocación ni un error, sino algo
que estaba destinado a suceder... -siguió diciendo aquel hombre ante
su creciente asombro-. Tengo el placer de anunciarle que se acaba de
matricular en la humilde asignatura que trato de impartir.
Enhorabuena.
-¿Qué? -Alexandre
no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Si el hombre del
parche en el ojo le hubiera pedido que se desnudara, no se hubiera
sentido más confundido.
-Se acaba de
matricular en Técnicas de Lectura Avanzada -repitió-. El nombre es
deprimente, lo reconozco, si de mí dependiera no dudaría en
cambiarlo, pero...
-¿Por abrir la
puerta? ¿Por equivocarme de puerta? -le cortó él.
-Sí y no. -Elevó
los brazos como si estuviera dispuesto a darle un abrazo-. Como ya he
dicho, en este bendito universo las casualidades no tienen cabida.
Cada acto tiene su consecuencia por extraña y alejada que pueda
parecer. Como es bien sabido, el efecto mariposa es uno de los
principios rectores del universo. Todo se relaciona: pon una mano
sobre las llamas y, sin importar lo que hayas prometido, te acabarás
quemando; sueña mil noches seguidas que eres capaz de volar y podrás
hacerlo durante un solo día... ¿Comprendes? Abres mi puerta y te
matriculas en mi asignatura... Causa y efecto. Sin más. La
equivocación no existe como tal... -Como para intentar demostrar su
comentario, hizo caer de un suave papirotazo una pluma de ave del
gran pedestal que la sustentaba.
-Eso es absurdo.
-Alexandre enarboló el resguardo de matrícula como si el trozo de
papel valiera para derrotar a la lógica caótica que esgrimía aquel
hombre. ¿Soñar mil noches que puedes volar?-. Y ya estoy
matriculado de todas las asignaturas de este año.
-¿También de las
optativas? -preguntó el extraño profesor enarcando una ceja.
-No... -No se
preguntó cómo conocía ese detalle. Había pequeños problemas en
el servicio de matriculación y todavía no había podido hacer
efectiva la matrícula de sus dos asignaturas opcionales para ese
año-. Pero eso no tiene nada que ver con el hecho de que esto sea
del todo absurdo... Si es algún tipo de broma le ruego que me la
explique. Tal vez así nos podamos reír los dos.
-Me precio de poseer
un sentido del humor ejemplar, pero en estos momentos no estoy
haciendo gala de él. Lo que le estoy diciendo, repitiendo más bien,
es que se acaba de matricular en técnicas de lectura avanzada, a su
pesar por lo que parece. Ahora, si me dice su nombre, completaremos
los trámites...
Recogió la vieja
pluma que un minuto antes había descansado sobre su gigantesco
tintero y la agitó en el aire como si fuera una varita mágica o
estuviera espantando algo que sólo él podía ver.
Alexandre sacudió
la cabeza. Necesitaba con urgencia aclararse las ideas y el caótico
abarrotamiento del despacho y las extrañas explicaciones del hombre
se lo impedían.
-Mire... señor como
se llame..., seamos lógicos..., estudio quinto de publicidad. De
acuerdo..., no me he matriculado todavía de las dos asignaturas
optativas de este año... -Retrocedió despacio hacia la puerta a la
par que continuaba su discurso. No pensaba dejar de hablar hasta
haber abandonado el despacho del enloquecido profesor-. Pero puedo
asegurarle que sea lo que sea eso que usted llama técnicas de
lectura avanzada, no está en mi plan de estudios... ni creo que me
interese, a decir verdad. Mis ideas están muy claras con respecto a
lo que quiero y no quiero aprender y, por regla general, no me suelo
matricular en cosas que desconozco. -El hombre le observaba entre
divertido y curioso, con las dos manos entrelazadas y los codos
apoyados sobre la mesa-. Por lo tanto, sin más tardanza y sin ánimo
de molestar, me despido...
Cerró la puerta
tras él y, tras un largo suspiro, echó a andar por los laberínticos
pasillos, relegando el incidente a una anécdota sin importancia. Se
encogió de hombros. Tendría una curiosa historia que contar.
Consultó el
resguardo de su matrícula y volvió a la caza de sus verdaderos
profesores.
2
Y el tiempo, como
suele pasar, acabó pasando.
Alexandre, el joven
rubio y feliz, continuó con su vida normal llena de grandes éxitos
e insignificantes fracasos. En su pequeño y reluciente mundo todo
era perfecto: veinticuatro años, un trabajo fijo como comercial en
una joven pero ambiciosa agencia de publicidad y una bellísima
futura doctora en medicina compartiendo piso y gastos. Orden y
claridad. No pedía más.
Por eso cuando aquel
día, con la primavera llevándose ya a un invierno agonizante, llegó
a casa y Laura le tendió una carta de la universidad, una cierta
desazón premonitoria bulló en su estómago. Rasgó el sobre con
dedos temblorosos. Tuvo que leer la carta tres veces para encontrarle
sentido: el incidente de la tutoría equivocada hacía ya tiempo que
había quedado relegado al olvido y en un principio no fue capaz de
enlazar las dos cosas.
3
Le costó trabajo
encontrar la tutoría pero, una vez hallada, entró como una
exhalación, sin llamar siquiera.
-¿Qué significa
esto? -preguntó, agitando la carta con fuerza y agitado a su vez por
una suave sensación de déjá vú.
-¡Qué sorpresa!
-El hombre del parche en el ojo seguía igual que en el primer
encuentro. Ni siquiera parecía haber cambiado de postura desde la
última vez que lo había visto-. ¿Se ha vuelto a equivocar de
puerta? -preguntó, risueño.
-¡No! ¡Esta vez he
venido a sabiendas! ¿Qué significa esto? -repitió, agitando de
nuevo el papel arrugado.
-Si lo ha leído, lo
tiene que tener muy claro. Es una notificación de ausencias.
-¡Pero yo no estoy
matriculado en su asignatura! No me matriculé en... -Hizo una pausa
para buscar el nombre en el texto de la carta. Con la agitación lo
había olvidado-. En «Técnicas de Lectura Avanzada» ni nada
parecido. ¡Tiene que haber un error!
-No hay ningún
error. Usted se matriculó.
-¡No lo hice!
-Sí. Sí que lo
hizo. -El hombre sonrió, y con esa sonrisa la mitad del enfado de
Alexandre se disolvió como por ensalmo-. Al equivocarse de puerta,
¿recuerda? Creo que ya se lo expliqué. La causalidad, el efecto
mariposa... Todas esas cosas...
Se sentía fatigado,
terriblemente fatigado. Había llegado con la intención de mostrarse
airado, enfurecido, pero había algo en el individuo que tenía ante
sí que impedía el enojo, un aura de desvalida dejadez que invitaba
más al diálogo sereno que a la discusión furiosa. Tomó asiento en
el sillón de cuero, aunque esta vez no había sido invitado a
hacerlo. Se inclinó hacia adelante, apoyó los codos en la mesa de
caoba oscura, entrelazó las manos y, tras un medido suspiro,
anunció:
-Vamos a hablar
sobre esto. ¿De acuerdo? Estoy seguro de que podemos arreglarlo si
hablamos como personas coherentes. Porque nosotros somos personas
coherentes. -Tenía que actuar como un comercial, como un agente de
ventas, si seguía ese camino todo debería funcionar.
-Hable, le escucho
-le invitó el profesor del parche con un gesto. Una sombra de barba
poblaba su rostro y en su lóbulo derecho brillaba un pendiente de
aro. No, definitivamente no era un profesor
-No me he
matriculado en su asignatura. Si partimos de ahí, todo va a resultar
más sencillo.
-Pero es que se ha
matriculado. Eso yo no lo puedo cambiar.
-No me lo va a poner
fácil... -Se echó hacia atrás en el sillón, entrecerrando los
ojos con frialdad. Debía probar otra táctica: penetrar por un
flanco, usar una maniobra de distracción y saltar sobre él cuando
menos se lo esperara-. ¿Al abrir la puerta? ¿Al equivocarme de
puerta dice usted que me matriculé?
-Eso es. -Ahora el
hombre sonreía abiertamente.
-¿No le parece
absurdo? ¿Tan mal va su asignatura que necesita de esos trucos para
conseguir alumnos? -Sonrió a su vez. Quería dejar bien claro que su
enfado inicial se había desvanecido.
-A decir verdad,
este año no ha sido muy boyante. Es más..., es usted el único
alumno con el que cuento.
-¿Me toma el pelo?
-No.
-¿Soy su único
alumno? -Los tintes surrealistas que desde un principio habían
impregnado la situación se habían disparado hasta las más altas
cotas del absurdo.
-Eso es. He tenido
años peores, se lo puedo asegurar. Y mejores también. Parece
desorientado...
-Lo estoy, lo
confieso. -No veía motivo para no hacerlo. Cruzó las piernas y se
desabrochó el anorak. La cosa parecía ir para largo. El profesor,
muy a su pesar, había terminado intrigándolo-. Me matriculé en su
asignatura al abrir, por error, la puerta de su despacho y dice que
soy su único alumno. ¿Correcto?
—Correcto.
-¿Sabe una cosa?
-No esperó a que el profesor contestara y respondió a su propia
pregunta con la misma sonrisa que enarbolaban los labios del otro
hombre-. Me muero de ganas de saber de qué va su asignatura.
4
Y con la explicación
rondándole en la cabeza dejó su coche en el garaje y subió en el
ascensor hacia su casa. La charla había sido tan distendida como
corta. Apenas en diez minutos, Alfred Müller (como se había
presentado por fin el profesor del parche en el ojo y pendiente
pirata en la oreja) le había explicado en qué consistía la
asignatura y, por lo que Alexandre había entendido, se trataba de
una variación más práctica que teórica de la asignatura de
literatura de siempre.
Abrió la puerta de
su apartamento tarareando una canción. Laura estaba enredando en la
cocina y desde allí le llegó su voz.
-¿Ya has vuelto,
cariño?
-No -contestó él.
Tomó un paraguas negro del paragüero y, como si de un sable se
tratara, comenzó a dar implacables mandobles al aire-. Soy el
desalmado asesino del paraguas. Prepárate a ceder a mis caprichos o
a morir.
-Deja el paraguas en
su sitio... -le ordenó ella, aunque desde donde se encontraba no
podía verlo. Él obedeció sumiso y se encaminó hacia la cocina con
las manos en los bolsillos. Antes de llegar, escuchó de nuevo la voz
de Laura preguntando-: ¿Has arreglado el malentendido de la
universidad?
Entró en la cocina.
Laura estaba peleándose con un puchero inmenso, con el pelo sujeto
en una larga coleta que caía sobre su hombro. Laura era tan alta
como él, de pelo pajizo y sonrisa tan rápida como sincera.
La tomó desde atrás
por la cintura y la besó en la nuca. La coleta de ella le hizo
cosquillas en la nariz.
-Asunto resuelto
-anunció-. Me he matriculado en Técnicas de Lectura Avanzada. ¿Qué
estás cocinando?
Ella se deshizo de
él con un golpe de trasero y se dio la vuelta, sorprendida.
-¿Que te has
matriculado en qué?
-Bueno. Ya estaba
matriculado. Simplemente lo he confirmado. Técnicas de Lectura
Avanzada, se llama... -Husmeó sobre la tapa del puchero-. ¿Qué hay
para cenar?
-¿Se puede saber
por qué lo has hecho? -preguntó ella, mirándolo fijamente-. ¿Por
qué te has matriculado en esa asignatura? Me dijiste que era un
malentendido...
-Y lo era. Pero ya
ha dejado de serlo. Creo que por una vez me he portado de un modo
impulsivo e irracional. Dios... Qué miedo me doy... —Simuló un
escalofrío-. No, en serio: la cosa ha terminado pareciéndome
atractiva. Todo se reduce a... una especie de estudio profundo de los
textos, leer entre líneas lo llamó mi ilustre profesor.
-¿Semiótica?
—Para nada. Yo
pregunté lo mismo. El profesor Müller se rió y me aseguró que no
tenía nada que ver con la semiótica.
-¿Pero vas a tener
tiempo para trabajar sobre una asignatura más? Te recuerdo que el
día, por ahora, sigue teniendo sólo veinticuatro horas...
-Observa -contestó
él, sacando de un bolsillo interior del anorak el libro que el
profesor Müller le había prestado-. Éste es el primer libro que
debo leer. Y tengo un mes para hacerio. ¿Crees que seré capaz?
Laura cogió el
libro entre sus manos y lo observó con expresión atónita.
-¿Te han mandado
leer esto? ¿Te han mandado leer esto en la universidad?
Se trataba de una
edición de bolsillo, arrugada por el uso, de El principito de
Antoine de Saint-Exupéry.
-Tiene dibujos. Del
autor -señaló Alexandre con una sonrisa.
5
Y pasó un mes.
Alexandre se leyó en una noche la historia de Saint- Exupéry. La
había leído de niño, pero la encontró aún más maravillosa de
adulto. Por algún motivo extraño (tal vez por su estado de ánimo,
que desde hacía meses era tan elevado que creía pasar volando sobre
la vida), le encandiló de principio a fin. Alexandre no se
consideraba un gran lector, aunque casi siempre tenía algún libro
entre manos; leía despacio, unas pocas páginas cada día, y siempre
antes de dormir, más como un rito que por verdadero placer.
Tras leer El
principito se dedicó a estudiar la vida de su
autor, Antoine de Saint-Exupéry, y la época en la que le había
tocado vivir hasta el momento en que encontró la muerte (o la muerte
lo encontró a él) en un vuelo de reconocimiento. Tras el estudio
del autor y el contexto en que se desenvolvió su vida, leyó de
nuevo el libro de una manera más detenida, tomando apuntes en una
libreta comprada al efecto y parándose cada poco, intentando
encontrar sentidos nuevos a las palabras, intentando desnudar de todo
infantilismo la historia del pequeño príncipe para calarla tan
profundamente como pudiera.
Y cuando el mes se
hubo cumplido, volvió al edificio de tutorías donde esta vez, ni
por confusión ni airado, encontró la puerta del despacho. Después
de llamar a la puerta y escuchar la respuesta, entró.
El profesor Müller
dio una suave palmada sobre la mesa, complacido ante su presencia, y
le invitó a sentarse. Exudaba vitalidad y buen humor. Lo contempló
con su único ojo verde hierba y, tras un rápido intercambio de
saludos, le preguntó:
-Y bien, mi estimado
alumno ¿ha hecho usted progresos?
-No lo sé. Me he
leído el libro varias veces y he hecho algunos esquemas que me
gustaría comentar con usted.
-¿Esquemas?
-Parecía sorprendido-. ¿De qué está hablando?
-De esquemas...
-señaló Alexandre con énfasis. La situación daba la impresión de
comenzar a torcerse.
-Esquemas... -musitó
el profesor Müller, ligeramente anonadado.
-Sí. Aquí los
traigo. -Alexandre sacó resuelto su libreta y, levantándose a
medias, le mostró su trabajo.
Ante el asombro de
Alexandre, el profesor tomó la libreta entre el dedo gordo y el dedo
índice, como si aquello fuera algo que le moviera a la náusea, y la
depositó con sumo cuidado en la papelera verde que había en un
lateral de la mesa.
-¿Me escuchaba
cuando le hablé la vez pasada? -le preguntó entonces, con el ceño
fruncido, más enfurruñado que verdaderamente enfadado.
-¿Perdón?
-Le estoy
preguntando si me escuchaba cuando le expliqué las nociones básicas
de mi asignatura. ¿Me escuchaba o solamente me oía?
-Me declaro
perplejo. -Alexandre levantó las manos en señal de capitulación-.
¿Qué es lo que he hecho mal? Me he leído el libro y lo he
analizado del modo más profundo que he sido capaz -alegó en su
defensa. En su mente comenzaba a nacer la idea de que esa asignatura
podía, finalmente, atragantársele. No era una idea excesivamente
positiva. Una nube negra apareció en el horizonte de su vida
perfecta. No demasiado grande, pero nube al fin y al cabo.
-Tal vez usted me
entendió al revés o tal vez fui yo quien se explicó mal. Ahora eso
no importa. Supongo que podrá usted arreglarlo, si es que tiene
arreglo. -Se rascó la hirsuta melena con la mano izquierda,
pensativo-. Cuando yo le dije a usted -y se señaló a sí mismo para
luego señalar a Alexandre, paralizado en el asiento- que leyera el
libro entre líneas, me estaba refiriendo precisamente a eso.
-¿A qué?
-¡A que lo leyera
entre líneas! Mire, joven Alexandre, estoy completamente seguro de
que será capaz de hacerlo sin que yo tenga que orientarle más.
-¡Pero si no me ha
dicho nada!
El profesor señaló
la puerta. Parecía abatido. Las sombras poblaban difusamente su
rostro y tiraban hacia abajo de sus hombros.
-Vuelva a verme
cuando crea que deba hacerlo. Y no se preocupe si fracasa. El
suspenso no aparecerá en su expediente y todo habrá sido lo que
usted juraba que era al principio: un error. Pero el error habrá
sido mío, no suyo. Vaya, vaya -le alentó con las manos-. Espero
sinceramente que volvamos a vernos, pero de no ser así, que tenga
una vida plena, larga y feliz...
6
Aunque la pequeña
nube que había flameado sobre su futuro se había desvanecido, no
estaba dispuesto a rendirse y olvidar lo sucedido. Nunca se había
rendido antes, y no tenía intención de que eso cambiara. De vuelta
en casa, cogió el libro de nuevo y se sentó en el sillón del
salón. Laura no estaba en casa y supuso que se había marchado a
estudiar a la biblioteca.
Alexandre se dispuso
a leer, por enésima vez, lo que Antoine de Saint-Exupéry tuviera a
bien contarle.
«Cuando yo tenía
seis años, vi una vez una lámina magnífica en un libro...»
¿Cómo debía leer
el libro? La primera idea que se le había ocurrido escuchando al
profesor era tan absurda que la había desechado nada más ser
pensada. Se concentró en el texto, buscando significados ocultos en
las palabras («Las boas tragan sus presas enteras...»), intentando
encontrar en vano códigos secretos ocultos en la historia («Mi
dibujo no representa un sombrero»), preguntándose si no debería
recurrir a una edición en francés para entender a qué se refería
el profesor Müller, aunque sin comprender por qué se le ocurría
semejante idea. En ese momento, cuando sus dedos se disponían a
pasar de página, fue capaz de verlo. Entre líneas, le había dicho
el profesor, leer entre líneas. No leer las líneas impresas que
corretean de izquierda a derecha con su historia a cuestas, negro
sobre blanco; sino leer entre líneas, leer blanco sobre negro, leer
los espacios y dejar que la mente, tan torpe a veces, los enlace con
palabras, significados y sentimientos. Y en ese mismo instante, otras
palabras comenzaron a fluir entre las líneas del libro. Palabras que
no llegaban a estar sobre el papel, sino que pasaban directamente, de
dondequiera que estuvieran, a su cabeza aturdida, como si el libro le
estuviera contando una historia diferente a la que tenía impresa.
Esto fue lo que leyó entre las primeras líneas de El principito:
«Los dos hombres se
apresuraban sobre la colina en llamas. Uno gemía y el otro no podía
dejar de llorar...».
Tragó saliva. Había
una historia entre las líneas del libro, una historia que nada tenía
que ver con El principito. Cerró el libro, atónito, y lo
dejó sobre la mesa. Casi sin quererlo se encontró leyendo de nuevo
entre líneas, esta vez en el título de la portada, y ya no leyó El
principito, sino el título del nuevo libro inscrito en el
primero: Las lágrimas de Padua. Se apretó contra el respaldo
del sillón, asustado. Las palabras estaban ahí, no se las había
imaginado como no se había imaginado las palabras de Saint-Exupéry.
Había palabras bajo las palabras y una historia bajo la historia.
Técnicas de Lectura Avanzada. ¿Qué significaba eso? Bajó del
sillón y se aproximó, lentamente, como dormido, hacia la estantería
que compartía mueble con el televisor y el vídeo. Alargó una mano
temblorosa y cogió un libro al azar: El aire de un crimen, de
Juan Benet. Lo abrió también al azar y, donde leía «El doctor le
observó, con un terrón sujeto con las pinzas», leyó entre líneas:
«Más tarde tal vez se preguntara si había sido ella o él quien
besó primero». Siguió probando suerte, cogiendo libros de la
estantería y leyendo lo que entre líneas se ocultaba en ellos. Cada
libro guardaba otro en su interior. Un libro oculto que esperaba,
paciente, a ser descubierto primero y leído después.
Alexandre sintió
como sus rodillas se negaban a sustentarle por más tiempo y se sentó
(más bien se plegó) sobre la alfombra, con Romeo y Julieta
en una mano y con Imagen boreal en la misma.
7
Alexandre decidió
no compartir tan extraño hallazgo con Laura. Había una amenaza
velada en su descubrimiento, una sensación desagradable que no
llegaba a comprender pero que se le agitaba en la boca del estómago,
como una cosquilla o una caricia no buscada ni deseada. El
desasosiego le vencía, aunque no entendía muy bien por qué, y ese
no entender lo perturbaba aún más.
Esa noche, bajo las
sábanas, Laura lo buscó con sus manos y jugueteó con la goma del
pantalón de su pijama. Él no respondió a su llamada y ella,
sorprendida ante su frialdad, encendió la luz de la mesilla y se lo
quedó mirando largo rato antes de preguntar, en un susurro:
-¿Qué te pasa?
-No lo sé. -Sacudió
la cabeza, entristecido de pronto, con un áspero nudo en la garganta
y un peso tibio y húmedo bajo los párpados. No eran lágrimas, sino
algo a lo que no era capaz de poner nombre porque era un sentimiento
al que nunca antes había tenido acceso-. Melancolía... -mintió-.
Un ataque agudo y repentino. Pero no te preocupes, pasará...
-¿Te hago
arrumacos?
-Bueno... -accedió
él, aunque de mala gana-. Pero con cuidado...
No, no era
melancolía lo que hurgaba en su espíritu. Y aunque era incapaz de
poner nombre a aquello que le embargaba, reconocía a un segundo
nivel un sentimiento que no tenía problema alguno en reconocer:
miedo. Un miedo liviano que se le metía hasta por el último poro de
su piel; era una angustia informe que le desordenaba el alma y
confundía su mente. Nadie le había dicho jamás que entre las
líneas de los libros se ocultan otros libros, y esa ignorancia, que
ya no era tal, era terrible. Sintió vértigo. Un secreto se le había
desvelado. Y donde se oculta un secreto suelen encontrarse más. En
su mundo seguro y racional, en su existencia planificada al
milímetro, nunca habían tenido cabida los secretos, como no habían
tenido cabida los terremotos ni los ciclones. Pero ahí estaban
ahora, los podía intuir, aterciopelados y amenazantes, secretos y
misterios escondidos por los rincones, dispuestos a saltar y
descubrirse ante él. Tragó saliva. Su cuerpo, ajeno a su mente,
estaba respondiendo a las caricias, besos y suaves lametones de
Laura. Decidió concentrarse en ello.
8
Al día siguiente se
despertó con el ánimo renovado. Los espíritus que lo inquietaban
se habían desvanecido con las luces del nuevo día. Laura hacía ya
un buen rato que se había escapado de sus sábanas para ir a la
facultad, y a él le quedaba poco tiempo para decidir si iba a
empezar una nueva jornada laboral o si, en cambio, iba a coger el
coche y acercarse a la universidad para que cierto personaje le
explicara un par de cosas. Pero antes de tomar una decisión, quería
comprobar una teoría que le había rondado por la cabeza mientras se
deslizaba hacia el sueño después de hacer el amor con Laura. Cogió
la máquina de escribir que languidecía en el armario, allí donde
la había relegado un potente ordenador multimedia, y se dirigió, en
pijama aún, hacia el salón, haciendo una pausa junto al ordenador
para hacerse con un par de folios. Colocó la máquina sobre la mesa
de cristal del salón, suavemente para no rayarla, y atrapó al azar
un libro de la estantería: La conjura de los
necios, de John Kennedy Toole. Entre líneas, leyó el título de
la obra que se ocultaba en ella: Mañana también amanecerá.
Abrió el libro por el primer capítulo y leyó entre líneas el
primer párrafo de la obra que se ocultaba entre las aventuras y
desventuras de Ignatius Reilly. A continuación, pasó a transcribir
lo que acababa de leer. «El sol que brilla sobre nuestras cabezas no
siempre ha sido el mismo sol, ni el cielo y el espacio que nos
separan de él han sido siempre el mismo cielo y el mismo espacio».
Lo escribió despacio, para no equivocarse y no tener así que
repetirlo. Una vez terminado, sacó el folio del carro de la máquina
de escribir y, bizqueando suavemente, leyó entre líneas en lo que
acababa de escribir:
«La quietud que le
embargaba tal vez fuera un preludio de lo que pronto iba a suceder».
Se quedó
contemplando la hoja, pensativo, sin respirar apenas. Otra frase, una
nueva frase se ocultaba en la que había descubierto. Libros que se
ocultan en libros que se ocultan en libros que se ocultan en libros
que...
9
El profesor Müller
lo observaba, evidentemente complacido, tras su mesa de caoba oscura.
Sonreía y asentía a todo aquello que Alexandre contaba hasta que el
joven, medio asfixiado, calló y le observó con expresión
suplicante.
-Técnicas de
Lectura Avanzada... -dijo el profesor-. No se preocupe, no se está
volviendo loco. Simplemente está despertando, por así decirlo, a
otra clase de cordura.
-Estaba muy contento
con la que ya tenía. Gracias por preguntar si quería cambiar mi
perspectiva del mundo.
-¿Está molesto por
lo que ha aprendido? -preguntó sonriente, enarcando una ceja de ese
modo peculiar que a Alexandre comenzaba a hacérsele familiar.
-No, no es que esté
molesto. No es eso. -Se removió en el sofá de cuero, cazando
palabras en su mente para poder explicar de manera coherente cuál
era su estado de ánimo. Era difícil, pero lo intentó-. Acaban de
abofetear a todos los principios lógicos que llevo empleando desde
que tengo uso de razón. Me siento..., no sé..., como si durante
toda mi vida se me hubieran estado ocultando cosas, como si todo
fuera una gran tramoya montada a mi alrededor y ahora se hubiera
desprendido una parte del decorado. Y no entiendo por qué demonios
me siento así.
-En primer lugar,
nunca se le ha ocultado nada -señaló con su acento nórdico el
profesor Müller-. Simplemente, hasta ahora no había sido usted
capaz de verlo. Puede que durante un tiempo se sienta extraño, casi
enfermo. Piense en ello como si se tratara del mal de altura de los
escaladores. Tiene que habituarse a lo que se abre ante usted y debe
hacerlo de manera paulatina... -Entrecerró su ojo verde hierba hasta
convertirlo en una rendija esmeralda. Sus labios se tornearon sobre
una sonrisa que, en cierto modo, parecía peligrosa-. Porque lo nota,
¿verdad? -Se inclinó hacia él, medio cuerpo sobre la mesa, con las
palmas de las manos apoyadas sobre la caoba oscura-. Lo siente, ¿no
es así?
-Sí. Y eso es lo
que más me aterra. Sé que esto es sólo el principio.
10
El profesor acabó
despidiéndolo, citándolo en un lapso de quince días para un
ejercicio evaluatorio que les indicaría cuál era la capacidad real
de Alexandre. Había intentado sonsacarlo más sobre esa misteriosa
Técnica de Lectura Avanzada que, sin apenas quererlo, había
aprendido, pero Alfred Müller se había mostrado reticente a dar
demasiadas explicaciones.
-Todavía no es el
momento -había dicho, sacudiendo el dedo índice ante él-. Vayamos
despacio para que no pierda usted el camino: ya va por la buena
senda. Investigue usted por sí mismo pero sea cuidadoso. Recuerde lo
que le he dicho sobre el mal de altura.
Y el tiempo, como
suele pasar, acabó pasando. Los quince días transcurrieron a
trompicones, con pequeñas sorpresas a cada paso que lo dejaban aún
más inquieto y confundido. Guardó silencio sobre lo que le estaba
ocurriendo y trabajó con todo el tesón que fue capaz de reunir. Su
mundo había recibido un potente golpe que lo había hecho variar su
órbita, pero se refugió en su falsa seguridad para no enloquecer.
Cerró varios negocios que llevaba tiempo persiguiendo, pero no
encontró alegría en ello. Se conducía con toda normalidad, pero
una parte de su mente, menuda, traviesa y, por lo que parecía,
completamente autónoma, siempre andaba abstraída en la maravilla
que significaba aquella Técnica de Lectura Avanzada. Leyó muchos
libros entre líneas ante el asombro de Laura, que no entendía el
motivo de esa repentina y voraz ansia de lectura. Pocas veces
encontró lecturas superiores a las que leía de manera normal pero
con una en cuestión, El alba, oculta en Noches blancas,
de Dostoievski, no pudo dejar de llorar.
Hizo distintos
experimentos que lo convencieron todavía más de la extraña
naturaleza que estaba tomando la situación. Se hizo con una versión
en inglés de Romeo y Julieta y, al leerla entre líneas, vio
surgir, en inglés, la misma historia de Imagen boreal que
había leído en su casa. Probó a leer entre líneas la carta que le
habían mandado de la universidad con la notificación de ausencias
y, aunque no surgió ningún nuevo mensaje, le llegó el conocimiento
de que la universidad nada tenía que ver con esa carta, sino que
había sido el propio profesor Müller quien se la había mandado.
Leyó entonces varios recibos de la luz y el gas que deambulaban por
casa y lo que surgió entre líneas fueron largas ristras numéricas
que no tenían ningún sentido para él.
Un atardecer se puso
a escribir tonterías con el propósito de leerlas después entre
líneas. Cuando lo hizo, leyó mensajes sin sentido que lo dejaron
trastornado y pensativo durante largo rato. Él no había escrito
aquello que leía entre líneas en lo que sí había escrito. Pero
alguien debía haberlo hecho. ¿Quién escribía a través de su
mano? ¿Quién escribía los libros que yacían ocultos en los
libros?
-¿Quién te sueña,
soñador? -preguntó en voz baja en la cocina, donde estaba
escribiendo naderías en los márgenes de los apuntes que debía
estudiar.
-¿Has dicho algo?
-quiso saber Laura, que andaba, a su vez, con la nariz metida en un
grueso libro de medicina.
-No -contestó él.
Suspiró y, sin motivo aparente, sin apenas pensarlo, se encontró
preguntando algo que jamás creyó que llegaría a preguntar-. ¿Me
quieres?
-¡A qué viene eso!
¡Sabes que sí! ¿Qué te ocurre? ¿Otro ataque de melancolía?
-No... Sólo pánico
existencial... Mal de altura... -Miró al cielo raso de la cocina un
momento e intentó concentrarse en los apuntes de relaciones públicas
que tenía delante.
"En el alba
macilenta, cuando te dirijas hacia Avalón, debes tener en cuenta
tres cosas: la dirección que toman tus pasos, la distancia del eco y
el color y sustancia del camino que pisas. Sólo así podrás
traspasar su niebla y entrar en el reino secreto", leyó entre
líneas.
11
-¿Te has echado
algo en los ojos? -le preguntó Laura en el cuarto de baño la mañana
en que debía acudir al despacho del profesor Müller para su
evaluación. Él estaba saliendo de la ducha, tomando la toalla que
ella le tendía.
-No... ¿Por qué lo
preguntas?
-Me parecen más
oscuros. Te habrá entrado jabón en los ojos.
Secándose con la
toalla, se acercó hasta los espejos que cubrían las puertas del
armarito sobre el lavabo y se miró fijamente a los ojos, estirando
con su dedo índice del párpado inferior de uno y luego de otro.
-Imaginaciones
tuyas, chiquilla.
-Será...
Se apartó del
espejo. Rodeando sus pupilas habían aparecido dos circunferencias
gemelas de color oscuro; sólo contaban con unos milímetros de
grosor, pero eran tan visibles en sus ojos azules como la corona
dorada que rodea al sol durante un eclipse.
12
Hacía meses que
otro espíritu le había poseído al caminar por el laberinto de
pasillos de la planta de tutorías. Ya no quedaba nada de esa alegría
desmedida, de esa paz interior que le indicaba que su vida era
maravillosa y que sólo le esperaba mejorar. Había salido por una
tangente del mundo real y había acabado dándose de bruces con la
puerta de cristal que llevaba a un mundo fantástico que sólo
alcanzaba a vislumbrar. Ya no había seguridad en su vida, pero la
maravilla se había multiplicado. No era feliz porque no necesitaba
serlo. El estado natural del alma es la agitación, se dijo, en la
penuria languidece como languidece también en la felicidad.
Dobló la esquina
que debía llevarlo al despacho del profesor Müller y, cuando se
topó con una pared embaldosada en el lugar donde debería estar la
puerta, no se sorprendió demasiado. Dio un par de pasos a la
izquierda y a la derecha y comprobó con mirada diligente la pared
desnuda. La puerta debería haber estado allí. Sonrió. Si ésa era
su prueba, era una prueba bien sencilla, una prueba que no tendría
ningún problema en superar. Hacía tiempo que había aprendido que
no sólo se podía leer entre líneas en las palabras.
Entrecerró los ojos
y siguió el dibujo de las baldosas con un dedo, leyendo entre líneas
en la pared hasta dar con la esencia y naturaleza de la puerta
oculta. Luego tendió la mano hacia el pomo que no podía ver si no
se esforzaba, lo tomó con fuerza, lo hizo girar a la derecha y abrió
la puerta.
El profesor Müller
no levantó la vista del libro que estaba leyendo. Lo saludó con un
escueto "Lo esperaba" y le hizo un gesto para que tomara
asiento. Alexandre se sentó en el ya bien conocido sofá de cuero.
Desde allí pudo leer el título del libro que el otro leía: Las
puertas secretas del mundo. Intentó leer entre líneas pero fue
incapaz de hacerlo. Tal vez ya no era necesario.
13
-¿Cuándo se dio
cuenta? -preguntó el profesor Müller, una vez hubo cerrado el
libro.
-¿De que se puede
leer entre líneas en todo lo imaginable? -suspiró, entristecido al
recordar la escena ocurrida en la cocina-. El otro día, en casa.
Miré a Laura, la chica que vive conmigo, y me encontré de pronto
leyendo en ella. Todo me resultó muy confuso: no surgía palabra
alguna pero sí colores, distintas tonalidades y... bueno,
sentimientos o algo así... Y vi que está conmigo no por amor, sino
por la seguridad que le proporciono. Algo me dijo que podía avanzar
en la lectura, leer más allá, pero no supe cómo hacerlo.
-En los niveles
iniciales de la lectura sólo se pueden captar los sentimientos más
fuertes. No se apene por lo que leyó y aprenda la lección: procure
no leer nunca en las personas que aprecia, sobre todo a medida que
vaya avanzando en los niveles de lectura. Permita que sus secretos
sigan siendo suyos. -El profesor sonrió-. Lo más probable es que,
en lo profundo, ella lo ame a usted. -Renovó su sonrisa, haciéndola
más afilada de lo normal-. Y si usted está con ella, pequeño
pícaro, es porque en su deliciosa vida modélica debe contar con una
deliciosa compañera modélica, ¿no es así?
Y aunque nunca lo
había expresado en palabras, se dio cuenta de que eso era
exactamente lo que pensaba; el hecho de escucharlo así, tajante,
rotundo y además completa y absolutamente cierto, le hizo dar un
respingo. El profesor había leído entre líneas en él. Se
recompuso al instante; su vida había dejado de ser modélica desde
que se había equivocado de puerta una mañana de octubre y, a ese
respecto, tenía una aclaración que pedir.
-El día famoso en
que entré en su despacho preguntando por el señor Rebolledo, la
puerta estaba como hoy ¿verdad? Oculta entre líneas...
-Escondida hasta el
fondo.
-¿Por qué pude
verla?
El profesor Müller
se encogió de hombros.
-Pudo verla, sin
más. Y tuvo la oportunidad de pasar de largo y no lo hizo: abrió la
puerta, ¿recuerda?
-Me matriculé...
-Se matriculó.
Todo transcurría
con laxitud. La atmósfera del despacho parecía haberse ralentizado,
el flujo del tiempo se hacía más cansino y lento: dos segundos por
segundo, dos minutos por minuto. Alexandre podía pensar con más
claridad a la par que sus pensamientos se iban haciendo más espesos,
como si algo estuviera trucando su cerebro desde fuera, como si el
octanaje del combustible habitual que hacía funcionar su pensamiento
se hubiese alterado. Recordó lo que había visto en sus ojos aquella
mañana en el espejo y, antes de formular su pregunta, se encontró
con que el profesor Müller la estaba contestando ya, sin utilizar
palabra alguna.
El profesor hundió
suavemente dos dedos en la cuenca de su ojo verde hierba y, con suma
delicadeza, extrajo su globo ocular, un ojo de cristal, y lo colocó
sobre la mesa para luego levantar el parche de su ojo y trasladarlo a
la verdadera cuenca vacía. Lo que antes se ocultaba bajo el parche
quedó a la luz, tenue y ambarina, de la lámpara de mesa del
despacho.
Un ojo sin pupila ni
iris, un ojo negro como la pez.
14
-¿Cuánta gente lo
sabe?
-Más de la que
cree. Mucha más de la que ahora mismo puede llegar a imaginar.
Muchos de ellos ni saben ni quieren aprender a leer entre líneas,
pero en cambio conocen otras técnicas, otras maravillas.
-¿Otras magias?
-Sí, en parte.
Otras magias y otras ciencias. Tecnologías secretas y lenguajes que
han quedado ya olvidados.
-¿Podré
encontrarlos?
-Podrá. Sí...
Claro que podrá. Ahora es usted parte del secreto. Como ellos. Como
yo.
15
La conversación
continuó en el despacho, entre la calma y la cenagosa lentitud que
lo impregnaba todo. Alexandre ya había aprendido que, a medida que
profundizara en los niveles de lectura, sus ojos irían tornándose
cada vez más y más negros, marcándolo como lector para todos
aquellos que compartieran el secreto.
-Es el precio a
pagar por poder indagar en las almas y en los misterios. Todo el
mundo sabrá que eres capaz de hacerlo -le comentó-, A no ser que lo
ocultes, como lo oculto yo.
Y continuó
revelándole secretos. Impartiendo la última clase de un curso que
ya había sido aprendido. Extendió un mapa de la vieja y conocida
Europa sobre la mesa y lo conminó a leer entre líneas en él.
Alexandre entrecerró los ojos hasta convertirlos en dos
resplandecientes ranuras gemelas y allí, entre las líneas del mapa,
fueron surgiendo nuevos milagros y prodigios: el nombre de ciudades
que, aunque desconocidas, despertaban antiguos recuerdos; la silueta
magnífica de montes, valles y ríos ocultos; un continente entero
frente a Inglaterra, de nombre Avalón. Una geografía secreta del
mundo se iba abriendo ante sus ojos, mas no era ya descubrimiento
sino simple despertar. Había transitado por esos valles y navegado
por muchos de esos ríos. En sus sueños.
-¿Quién es usted?
-preguntó Alexandre, levantando la cabeza y mirando al profesor,
intentando leer entre líneas en él y percibiendo que, de algún
modo, estaba protegido contra ello.
-¿Yo? Sólo soy un
hombre que, mal que bien, intenta cumplir su trabajo. Era un tipo
normal, bastante gris la verdad, hasta que un día, hace más tiempo
del que quiero recordar, como tú, me equivoqué de puerta...
16
Deambuló por las
calles pensativo, sin gana alguna de regresar a casa porque sabía
que, cuando lo hiciera, sólo sería para despedirse. Ya no tenía
sentido alguno continuar con su vida normal. Había traspasado el
velo, había pasado al otro lado del secreto y se había convertido
en parte de él. Caminaba por las calles y todo se le antojaba nuevo,
recién creado. En el rótulo de una tienda naturista leyó entre
líneas «Puesto de Sueños», y cuando a través del cristal vio el
rostro apergaminado y delicado de una anciana y ésta le sonrió y
levantó la mano en señal de saludo, él no dudó en corresponder.
Eran camaradas. Conciudadanos de la misma maravilla. Moradores del
misterio.
Y cuando cayó la
noche, majestuosa y brillante, no pudo, en horas, dejar de mirar los
nuevos brillos que despuntaban entre las viejas estrllas, no pudo
dejar de admirar (largo rato, boquiabierto, inmóvil como la
proverbial estatua, la gente tropezando contra él en su alocado
deambular) la segunda luna de la tierra que recorría, radiante y
afilada, su órbita secreta entre las líneas de la realidad.
Alexandre, con las
manos en los bolsillos y el corazón henchido de gloria, echó a
andar hacia su casa. Las despedidas nunca le habían gustado, pero
esta vez su sabor amargo estaría acompañado por el dulce néctar de
un nuevo comienzo y eso la haría menos dura. Había todo un mundo
secreto ante él, un mundo deseoso de ser recorrido y descubierto.
Sonrió en su primera noche con dos lunas. En el cielo, una estrella
trazó una parábola imposible.
No un mundo, no un
solo mundo...
Mundos que se
ocultan en mundos que se ocultan en mundos que...
Antología de la ciencia ficción española, 1982 - 2002. VVAA.
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