Remota herencia y tradición
familiar, allí estaba con sus aristas y sus planos. Opaca, dormida o
traslúcida, viva al ponerla a contraluz para que revelase sus
abismos, sus mares y espesuras de piedra. Un día, pasados muchos
años de no verla, la reencontré al buscar unos papeles en los
arcones del desván. Yo estaba solo, mi mujer y mis hijos habían
salido. Acaricié la esmeralda, la puse como siempre a contraluz. Vi
en su interior la miniatura perfecta de una mujer desnuda que alzaba
los brazos para suplicarme que la liberase de su prisión.
Imposible reducir mi tamaño,
descender a su encuentro, escalar los muros y los farallones de roca
verde. Sólo podía romper, hendir la esmeralda para rescatar a quien
desesperadamente lo suplicaba. Quizá el diamante de mi anillo podía
cortar la gema. Al precio de arruinar el engarce, lo desmonté con
unas pinzas. Presa de un frenesí cercano a la demencia, hice muchos
intentos de penetrar en el abismo de esa piedra. Cuando lo conseguí
al fin, la punta agudísima del diamante cortó en dos el cuerpo de
la mujer.
El tajo fue perfecto. No hubo
sangre. Se escuchó el lamento más doloroso que se ha oído jamás.
Entre llantos y gritos traté en vano de unir las dos mitades
frágiles de la muchacha. Regresó mi familia. Al encontrarme en
medio de las joyas destruidas, advirtió en mí el estallido de la
locura por tanto tiempo enjaulada como dentro de una esmeralda. Al
día siguiente me encerraron en esta celda verde traslúcida. Y
permaneceré entre sus paredes de piedra hasta que un día alguien
venga librarme con un tajo que divida en dos mitades mi cuerpo.
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