Soy
leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que
pronto habré de morir queda al borde del bosque. Del bosque dicen
que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra y por el que
andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto.
Tampoco he visto el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando
éramos chicos, me hizo jurar que entre los dos talaríamos todo el
bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y
ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el
poniente corre un riacho en el que sé pescar con la mano. En el
bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca me
fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos.
Mis ojos ya no ven. En la aldea, a la que ya no voy porque me
perdería, tengo fama de avaro, pero ¿qué puede haber juntado un
leñador del bosque?
Cierro
la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una
tarde oí pasos trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un
desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en una manta raída.
Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más
autoridad que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo
del bastón. Cambiamos unas palabras que no recuerdo. Al fin dijo:
—No
tengo hogar y duermo donde puedo. He recorrido toda Sajonia.
Esas
palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia;
ahora la gente dice Inglaterra.
Yo
tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a
llover. Con unos cueros le armé una yacija en el suelo de tierra,
donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba
el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la
tierra estaba cubierta de nieve nueva. Se le cayó el bastón y me
ordenó que lo levantara.
—¿Por
qué he de obedecerte? —le dije.
—Porque
soy un rey —contestó.
Lo
creí loco. Recogí el bastón y se lo di.
Habló
con una voz distinta.
—Soy
rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura
batalla, pero en la hora del destino perdí mi reino. Mi nombre es
Isern y soy de la estirpe de Odín.
—Yo
no venero a Odín —le contesté—. Yo venero a Cristo.
Como
si no me oyera continuó:
—Ando
por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque
tengo
el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió
la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano.
Estaba vacía. Fue sólo entonces que advertí que siempre la había
tenido cerrada.
Dijo,
mirándome con fijeza:
—Puedes
tocarlo.
Ya
con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí
una cosa fría y vi un brillo. La mano se cerró bruscamente. No dije
nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con un niño:
—Es
el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa
que tenga un solo lado. Mientras esté en mi mano seré el rey.
—¿Es
de oro? —le dije.
—No
sé. Es el disco de Odín y tiene un solo lado.
Entonces
yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría
vender por una barra de oro y sería un rey.
Le
dije al vagabundo que aún odio:
—En
la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan
como el hacha. Si me das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo
tercamente.
—No
quiero.
—Entonces
—dije— puedes proseguir tu camino.
Me
dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que
vacilara y cayera, pero al caer abrió la mano y en el aire vi el
brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto
hasta el arroyo que estaba muy crecido. Ahí lo tiré.
Al
volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que
sigo buscando.
El libro de arena, 1975.
No hay comentarios:
Publicar un comentario