—«Durante
todo un día de otoño, triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes
colgaban opresivas y bajas en los cielos, yo había estado cruzando,
montado a caballo, una región singularmente lóbrega, y de pronto,
cuando ya se cerraban las sombras de la noche, me encontré delante
de la melancólica Casa Usher…»
El señor William Stendahl dejó de recitar. Allí, sobre una
colina baja y negra, estaba la Casa, y la piedra angular tenía una
inscripción: 2005 A.D.
—Ya está terminada —dijo el señor Bigelow, el arquitecto—.
Aquí tiene la llave, señor Stendahl.
Las dos figuras se alzaban inmóviles en la tranquila tarde
otoñal. Los planos azules crujían sobre la hierba de color de
cuervo.
—La Casa Usher —dijo el señor Stendahl con satisfacción—.
Proyectada, construida, comprada, pagada. ¿El señor Poe no estaría
encantado?
El señor Bigelow entornó los ojos.
—¿Era esto lo que quería, señor?
—¡Sí!
—¿El color está bien? ¿Es desolado y terrible?
—¡Muy desolado, muy terrible!
—¿Las paredes son… lívidas?
—¡Asombrosamente lívidas!
—¿La laguna es bastante negra y siniestra?
—Increíblemente negra y siniestra.
—Y los juncos, no sé si sabe usted, señor Stendahl, que los
hemos teñido, ¿tienen ahora el color gris y ébano apropiado?
—¡Son horribles!
El señor Bigelow consultó sus planos arquitectónicos.
—La Casa, la laguna, el suelo, señor Stendahl, «¿enfrían y
acongojan el corazón, entristecen el pensamiento»?
—Señor Bigelow, vale lo que cuesta, hasta el último centavo.
Dios mío, ¡qué hermosa es!
—Gracias. He tenido que trabajar a ciegas. Por fortuna, tenía
usted sus propios cohetes, o no hubiésemos podido traer la mayor
parte del equipo. Ya habrá observado usted el permanente crepúsculo,
el invariable mes de octubre, la tierra desnuda, estéril, muerta.
Hemos trabajado mucho. Matamos todo. Diez mil toneladas de DDT. No ha
quedado una rana, una víbora, ni siquiera una mosca marciana.
Crepúsculo permanente, señor Stendahl, estoy orgulloso. Unas
máquinas ocultas oscurecen el sol. Todo es siempre adecuadamente
«siniestro».
Stendahl respiró la tristeza, la opresión, los vapores
pestilentes, toda la «atmósfera» tan delicadamente concebida y
adaptada. ¡Y la Casa! ¡Ese horror tambaleante, la laguna maléfica,
los hongos, la extendida putrefacción! ¿Quién podía adivinar si
era o no de material plástico?
Stendahl miró el cielo de otoño. En algún sitio, allá arriba,
más allá, muy lejos, estaba el sol. En algún sitio era abril en
Marte, un mes amarillo de cielo azul. En algún sitio, allá arriba,
descendían las naves con una estela de llamas, dispuestas a
civilizar un planeta maravillosamente muerto. Pero el fragor de los
cohetes no llegaba a este mundo sombrío y silencioso, a este antiguo
mundo otoñal y a prueba de ruidos.
—Ahora que mi tarea ha terminado —dijo el señor Bigelow,
intranquilo—, ¿puedo preguntarle qué va a hacer usted con todo
esto?
—¿Con Usher? ¿No lo ha adivinado?
—No.
—¿El nombre de Usher no significa nada para usted?
—Nada.
—Bueno, ¿y este nombre: Edgar Allan Poe?
El señor Bigelow meneó la cabeza.
—Por supuesto —gruñó delicadamente el señor Stendahl, con
desaliento y desprecio a la vez—. ¿Cómo pude pensar que conoce al
bendito señor Poe? Murió hace mucho tiempo, antes que Lincoln.
Quemaron todos sus libros en la Gran Hoguera. Hace ya treinta años…
—Ah —dijo juiciosamente el señor Bigelow—. ¡Uno de
aquellos!
—Sí, Bigelow, uno de aquellos. Allí ardieron Poe y Lovecraft y
Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía
y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se
dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos
cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas
de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las
películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones
políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales.
Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran
mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo
del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.
—Ya.
—Tenían miedo de la palabra «política», que entre los
elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo,
de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y
apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando,
sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto
como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin
consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas
se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que
antes inundaban el mundo con un Niágara de material de lectura,
brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas.
¡Oh, hasta el «entretenimiento» era extremista, se lo aseguro!
—¿De veras?
—Así es. El hombre, decían, ha de afrontar la realidad. ¡Ha
de afrontar el Aquí y el Ahora! Todo lo demás tiene que
desaparecer. ¡Las hermosas mentiras literarias, las ilusiones de la
fantasía, han de ser derribadas en pleno vuelo! Y las alinearon
contra la pared de una biblioteca un domingo por la mañana, hace
treinta años. Alinearon a Santa Claus, y al jinete sin Cabeza, y a
Blanca Nieves y Pulgarcito, y a Mi Madre la Oca… Oh, ¡qué
lamentos!, y quemaron los castillos de papel y los sapos encantados y
a los viejos reyes, y a todos los que «fueron eternamente felices»,
pues estaba demostrado que nadie fue eternamente feliz, y el «había
una vez» se convirtió en «no hay más». Y las cenizas del
fantasma Rickshaw se confundieron con los escombros del país de Oz,
e hicieron unos paquetes con los huesos de Ozma y Glinda la Buena, y
destrozaron a Polícromo en un espectroscopio y sirvieron a Jack
Cabeza de Calabaza con un poco de merengue en el baile de los
biólogos. La Bella Durmiente despertó con el beso de un hombre de
ciencia y expiró con el fatal pinchazo de su jeringa. Hicieron que
Alicia bebiera algo de una botella que la devolvió a un tamaño
donde no podía seguir gritando «más curioso y más curioso» y
rompieron el Espejo de un martillazo y acabaron con el Rey Rojo y la
Ostra.
El señor Stendahl apretó los puños, jadeante, el rostro
enrojecido. ¡Oh Dios, no había pasado tanto tiempo!
En cuanto al señor Bigelow, la larga explosión del señor
Stendahl lo había dejado estupefacto. Al fin parpadeó y dijo:
—Lo siento. No sé de qué me habla usted. Sólo nombres para
mí. He oído decir que la Gran Hoguera fue una cosa buena.
—¡Fuera! —gritó Stendahl—. ¡Su trabajo ha terminado, y
ahora déjeme solo, idiota!
El señor Bigelow llamó a los carpinteros y se alejó.
El señor Stendahl se quedó solo ante la Casa.
—Oídme todos —les dijo a los invisibles cohetes—. Vine a
Marte para alejarme de vosotros, gente de Mente Limpia, pero llegáis
en enjambres cada vez más espesos, como moscas a la carroña. Pues
bien, ha llegado mi hora. Os daré una buena lección por lo que le
hicisteis al señor Poe en la Tierra. ¡Desde hoy, cuidado! ¡La Casa
Usher está abierta!
Y alzó al cielo un puño amenazante.
El hombre salió del cohete con aire despreocupado. Le echó una
mirada a la Casa, y una expresión de irritación y disgusto le
ensombreció los ojos grises. Cruzó el foso y se acercó al
hombrecito que esperaba allí.
—¿Usted es Stendahl? Yo soy Garrett, inspector de Climas
Morales.
—¿De modo que al fin llegaron a Marte, ustedes los del Clima
Moral? Me estaba preguntando cuándo aparecerían.
—Llegamos la semana pasada. Muy pronto todo será aquí limpio y
ordenado como en la Tierra —dijo Garrett, y sacudió irritado una
tarjeta de identidad, señalando la Casa—. ¿Por qué no me dice
que es esto, Stendahl?
—Un castillo encantado, si le parece.
—No me gusta, Stendahl, no me gusta. El sonido de esa palabra,
encantado.
—No es nada complicado. En el año de gracia dos mil cinco, he
construido un santuario mecánico: murciélagos de cobre que vuelan
en rayos electrónicos, ratas de bronce que corretean por sótanos de
material plástico, esqueletos robots que bailan, vampiros robots,
arlequines, lobos, fantasmas blancos, productos todos de la química
y el ingenio del hombre.
—Lo que me temía —dijo Garrett sonriendo pacíficamente—.
Tendremos que echar abajo la casa, señor Stendahl.
—Sabía que vendrían ustedes, tan pronto como se enteraran.
—Hubiera venido antes, pero en Climas Morales queríamos estar
seguros de las intenciones de usted. Los desmanteladores y la brigada
de incendios, podemos tenerlos aquí a la hora de la cena. Y a
medianoche no quedará de su Casa ni los cimientos. Señor Stendahl,
me parece usted un poco bobo. Gastar en una tontería dinero ganado
con trabajo. Por lo menos le ha costado a usted tres millones de
dólares.
—Cuatro millones. Pero en mi juventud, señor Garrett, heredé
veinticinco millones. Me puedo permitir este gasto. Es una lástima,
sin embargo, haber terminado la Casa no hace más de una hora y que
ya se precipiten sobre ella usted y sus desmanteladores ¿No podría
dejarme disfrutar de mi juguete durante digamos, veinticuatro horas?
—Ya conoce usted la ley. Es muy estricta. Nada de libros, nada
de Casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas,
vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación.
—¡Pronto quemarán a los Babbitt!
—Usted nos dio mucho que hacer, señor Stendahl. Consta en
nuestros registros. Hace veinte años. En la Tierra. Usted y su
biblioteca.
—Sí, yo y mi biblioteca. Y unos pocos más como yo. Oh, ya
nadie se acordaba de Poe, de Oz y de los otros. Pero yo tenía mi
pequeño refugio. Unos pocos ciudadanos conservamos nuestras
bibliotecas hasta que llegaron ustedes, con antorchas e
incineradores, y destrozaron y quemaron mis cincuenta mil libros. Un
día atravesaron también con un palo el corazón del día de Todos
los Muertos, y les dijeron a los productores de cine que si querían
hacer algo se limitasen a repetir y a repetir, una y otra vez, a
Ernest Hemingway. ¡Dios santo, cuántas veces he visto Por quién
doblan las campanas! Treinta versiones diferentes. Todas
realistas. ¡Oh, el realismo! ¡Oh el aquí, oh el ahora, oh el
infierno!
—Es inútil amargarse.
—Señor Garrett, usted tiene que presentar un informe completo,
¿no es así?
—Sí.
—Aunque sólo sea por curiosidad, entre y mire un rato. No
tardaremos más de un minuto.
—Muy bien. Guíeme. Y nada de trampas. Estoy armado.
La puerta de la Casa Usher se abrió rechinando, y dejó escapar
un viento de humedad, y se oyeron unos gemidos y unos suspiros muy
hondos, como si grandes fuelles subterráneos respiraran en lejanas
catacumbas.
Una rata corrió por el suelo de piedra. Garrett, gritando, le dio
un puntapié. La rata rodó, y de su piel de nailon brotó una
increíble horda de moscas metálicas.
—¡Asombroso! —Garrett se inclinó y miró.
Una vieja bruja estaba sentada en un nicho y barajaba con
temblorosas manos de cera un mazo anaranjado y azul de naipes de
Tarot. Sacudió la cabeza, y le siseó a Garrett a través de la boca
desdentada, golpeando los naipes grasientos con las puntas de los
dedos.
—¡La muerte! —gritó.
—A esto, precisamente, me refería —dijo Garrett—.
¡Deplorable!
—Permitiré que usted mismo la queme.
—¿De veras? —dijo Garrett satisfecho. En seguida frunció el
entrecejo—. He de reconocer que se lo toma usted muy bien.
—Me basta haber podido crear este sitio. Poder decir que lo
hice. Decir que he creado un ambiente medieval en un mundo moderno e
incrédulo.
—Yo mismo no puedo dejar de admirar el genio inventivo de usted,
señor.
Garrett miró una niebla que pasaba, susurrando y susurrando, y
que parecía una hermosa y vaporosa mujer. En el fondo de un pasillo
húmedo giraron unas ruedas, y como hilos de caramelo lanzados por
una máquina centrífuga, las neblinas flotaron murmurando en los
aposentos silenciosos.
Un gorila brotó de la nada.
—¡Cuidado! —gritó Garrett.
Stendahl golpeó levemente el pecho negro del gorila.
—No tema. Un robot. Cobre y otros materiales, como la bruja.
¿Ve? —Tocó la piel descubriendo unos tubos de metal.
—Sí. —Garrett alargó tímidamente una mano—. Pero ¿por
qué? ¿Por qué todo esto, señor Stendahl? ¿Qué lo obsesiona?
—La burocracia, señor Garrett. Ahora no puedo explicárselo.
Pero el gobierno lo sabrá muy pronto. —Y Stendahl hizo una seña
al gorila—. Bien. Ahora.
El gorila mató al señor Garrett.
—¿Estamos listos, Pikes?
Pikes, inclinado sobre la mesa, alzó los ojos.
—Sí, señor.
—Ha hecho usted un espléndido trabajo.
—Bueno, para eso me pagan, señor —dijo Pikes suavemente
mientras levantaba el párpado de plástico del robot y ajustaba con
precisión el ojo de vidrio a los músculos de goma—. Ya está.
—La vera efigie del señor Garrett.
Pikes señaló la mesa rodante donde yacía el cadáver del
verdadero señor Garrett.
—¿Qué hacemos con él, señor?
—Quémelo, Pikes. No necesitamos dos Garrett, ¿no es cierto?
Pikes arrastró la mesa hasta el incinerador de ladrillo.
—Adiós —dijo, metió dentro al señor Garrett y cerró la
puerta.
—Adiós.
Stendahl miró al robot.
—¿Recuerda las instrucciones, Garrett?
—Sí, señor. —El robot se sentó en la mesa muy tieso—.
Vuelvo a Climas Morales. Redactaré un informe complementario.
Demoren intervención cuarenta y ocho horas. Continúo investigando.
—Bien, Garrett. Adiós.
El robot corrió hacia el cohete de Garrett, entró, y se fue
volando.
Stendahl se volvió.
—Bueno, Pikes, ahora enviaremos las últimas invitaciones para
esta noche. Creo que nos divertiremos, ¿no es cierto?
—Teniendo en cuenta que hemos esperado veinte años, ¡será
toda una fiesta! —Se guiñaron los ojos.
Las siete. Stendahl miró su reloj. Era casi la hora. Hizo girar
la copa de jerez en la mano, y luego se sentó, tranquilamente. Sobre
él, entre las vigas de roble, los murciélagos, de delicados huesos
de cobre ocultos bajo la carne de caucho, chillaban y lo miraban
parpadeando. Stendahl levantó la copa hacia ellos.
—Por nuestro éxito —dijo.
Y reclinándose en el sofá cerró los ojos y consideró otra vez
el asunto. Con qué placer recordaría esta noche cuando fuera viejo.
El gobierno antiséptico pagaba al fin sus conflagraciones y sus
terrores literarios. Oh, cómo habían crecido en él la furia y el
odio a lo largo de los años. Oh, cómo el plan había cobrado forma
lentamente en su mente aletargada, hasta el día en que había
conocido a Pikes, tres años atrás.
Ah, sí, Pikes. Pikes, corroído por una amargura profunda, como
un oscuro pozo de ácido verde. ¿Quién era Pikes? El más grande de
todos. Pikes, el hombre de diez mil caras, una furia, una humareda,
una niebla azul, una lluvia blanca, un murciélago, una gárgola, un
monstruo, ¡eso era Pikes! ¿Superior a Lon Chaney, padre? Stendahl,
que había visto a Lon Chaney noche tras noche, en películas viejas,
muy viejas, meditó unos instantes. Sí, superior a Chaney. ¿Superior
a aquella otra vieja momia? ¿Cómo se llamaba? ¿Karloff? Muy
superior. ¿Lugosi? La comparación era odiosa. No, no había más
que un Pikes. Y le habían prohibido todas sus fantasías. No había
lugar para él en la Tierra, ni gente que pudiera admirarlo. ¡Ni
siquiera podía representar ante un espejo, ante sí mismo!
¡Pobre, imposible y derrotado Pikes! ¡Qué habrás sentido,
Pikes, aquella noche en que arrancaron tus películas de las cámaras,
como si les sacaran las entrañas, tus propias entrañas, para
arrojarlas luego en rollos y pilas a las llamas de un horno! ¿Habrás
sufrido tanto como yo cuando destruyeron mis cincuenta mil libros sin
una disculpa? Sí, sí. Stendahl sintió que una furia insensata le
helaba las manos. Cómo no iba a ser natural que en incontables
medias noches conversaran consumiendo interminables cafeteras, y que
de esas conversaciones y de ese fermento amargo saliera… la Casa
Usher.
Se oyeron las campanadas de una gran iglesia. Llegaban los
invitados.
Stendahl, sonriendo, fue a recibirlos.
Adultos sin memoria, los robots esperaban. Vestidos de seda verde
como los charcos de los bosques, envueltos en sedas del color de las
ranas y los helechos, ellos esperaban. Envueltos en pieles amarillas,
como el sol y la arena, los robots esperaban. Aceitados, con huesos
de tubos de bronce sumergidos en gelatina. En cajas de madera, en
ataúdes fabricados para los que no estaban vivos ni muertos, los
metrónomos esperaban que los pusieran en marcha. Un olor de
lubricación y bronces torneados. Un silencio de cementerio.
Sexuados, pero sin sexo, los robots. Nominados, pero sin nombre, con
todas las características humanas menos la humanidad, en una muerte
que ni siquiera era muerte, ya que nunca había sido vida, los robots
miraban fijamente las tapas cerradas de sus cajas, esas cajas en las
que alguien había grabado las letras E.O.B. Y de pronto rechinaron
los clavos. De pronto se levantaron las tapas, hubo sombras en las
cajas, y una mano apretó una lata de aceite. Se oyó el leve tictac
de un reloj, luego otro y otro, hasta que el sótano se convirtió en
una inmensa y ronroneante relojería. Los párpados de goma se
abrieron y descubrieron los ojos de mármol; las narices palpitaron;
los robots se levantaron vestidos con una velluda piel de mono, o una
piel blanca de conejo; Tweedledum detrás de Tweedledee, la Tortuga y
el Ratón, cadáveres de ahogados en un mar de sal y algas, ahorcados
de rostros violáceos y ojos desorbitados y viscosos, seres de hielo
y de ardientes oropeles, enanos de arcilla y gnomos de pimienta,
Tik-Tok, Ruggedo, Santa Claus precedido por un torbellino de nieve,
Barba Azul con patillas de acetileno, y nubes sulfurosas con lenguas
de fuego verde, y por último un dragón gigantesco y escamoso que
llevaba un horno en el vientre cruzó la puerta con un grito, un
rugido, un silencio, un torrente, una ráfaga. Diez mil tapas
cayeron. La relojería invadió Usher. La noche estaba encantada.
Una cálida brisa pasó sobre el paisaje. Los invitados llegaron
en cohetes que abrasaban el cielo y transformaban el otoño en
primavera.
Los hombres vestidos de etiqueta salieron de los cohetes, y detrás
de ellos salieron las mujeres con peinados muy altos y complicados.
—¡Así que esto es Usher!
—¿Pero dónde está la puerta?
En ese momento apareció Stendahl. Las mujeres reían y
parloteaban. El señor Stendahl levantó una mano imponiendo
silencio. Se volvió, miró una alta ventana de castillo y llamó:
—Rapunzel, Rapunzel, suéltate el pelo.
Y allá arriba, una hermosa doncella se inclinó sobre el viento
de la noche, y se soltó el cabello dorado. Y el cabello flotó y se
retorció y fue una escalera, y los invitados subieron riendo, y
entraron en la Casa.
¡Muy eminentes sociólogos! ¡Inteligentes psicólogos!
¡Tremendamente importantes políticos, bacteriólogos y neurólogos!
Allí estaban, entre paredes húmedas.
—¡Bienvenidos!
El señor Tyron, el señor Owen, el señor Dunne, el señor Lang,
el señor Steffen, el señor Fletcher, y dos docenas más.
—Pasen, pasen.
La señorita Gibbs, la señorita Pope, la señorita Churchill, la
señorita Blunt, la señorita Drummond y una veintena de otras
resplandecientes mujeres.
Personas eminentes, sí, eminentes todas ellas, miembros de la
Sociedad de Represión de la Fantasía, enemigos de la fiesta de
Todos los Muertos y del día de Guy Fawkes, cazadores de murciélagos,
incendiarios de libros, portadores de antorchas; ciudadanos pacíficos
y limpios, ciudadanos que habían, todos ellos, esperado a que los
hombres toscos llegaran a Marte, enterraran a los marcianos,
limpiaran las ciudades, construyeran pueblos, repararan las
carreteras y suprimieran todos los peligros. Después, cuando ya todo
estaba tranquilo, vinieron ellos, los aguafiestas, gentes con ojos de
color de yodo y sangre de mercuriocromo a imponer sus Climas Morales,
a repartir bondad. ¡Y ésos eran los amigos de Stendahl! Sí, con
cuidado, con mucho cuidado, los había buscado, uno por uno, y en el
último año pasado en la Tierra se había hecho amigo de todos
ellos.
—¡Bienvenidos a las antesalas de la Muerte! —les gritó.
—Hola, Stendahl, ¿qué es esto?
—Ya lo verán. Que se desvista todo el mundo. Entren en estos
cuartos y cámbiense de ropa. Los hombres aquí, las mujeres allá.
Los invitados, un poco intranquilos, no se movieron.
—No sé si debemos quedarnos —dijo la señorita Pope—. No me
gusta el aspecto de todo esto. Es casi… una blasfemia.
—¡Qué tontería! Es un baile de disfraz.
—Parece algo ilegal —gruñó el señor Steffens.
Stendahl se echó a reír.
—Vamos, vamos, diviértanse. Mañana todo esto será una ruina.
Entren en los cuartos.
La Casa resplandeció, de vida y color. Los arlequines corrían
con gorros de cascabeles; los ratones blancos bailaban unas
cuadrillas al compás de una música que unos enanos tocaban con
arcos diminutos en violines diminutos; en las vigas chamuscadas
ondeaban los banderines, nubes de murciélagos volaban entre unas
gárgolas, y de las bocas de las gárgolas salía un vino fresco,
puro y espumante. Un arroyo serpenteaba por las siete salas del baile
de máscaras. Los invitados lo probaban y descubrían que era jerez.
Los invitados salían de los cuartos transformados en personajes de
otra época, con los rostros cubiertos por antifaces, perdiendo al
ponerse las máscaras todo derecho a querellarse con la fantasía y
el terror. Las mujeres vestidas de rojo se reían desplazándose por
los salones. Los hombres las cortejaban bailando. Y en las paredes
había sombras, aun donde no había cuerpos, y aquí y allá había
espejos que no reflejaban ninguna imagen.
—¡Todos nosotros vampiros! —rió el señor Fletcher—.
¡Muertos!
Las siete salas eran de distinto color: una azul, una morada, una
verde, una anaranjada, una blanca, una violeta, y la última
amortajada en terciopelo negro. En esta sala negra un reloj de ébano
daba sonoramente la hora. Y los invitados, ya casi borrachos, corrían
por las salas entre fantásticos robots, entre ratones y Sombrereros
Locos, gnomos y gigantes, Gatos Negros y Reinas Blancas, y bajo los
pies de los bailarines el suelo latía pesadamente como un oculto
corazón delator.
—Señor Stendahl.
Un murmullo.
—Señor Stendahl.
Un monstruo, con el rostro de la Muerte, se detuvo junto a
Stendahl. Era Pikes.
—Quiero hablar con usted.
—¿Qué pasa?
Pikes extendió una mano esquelética con unas cuantas ruedas,
tuercas, tornillos y pernos calcinados o fundidos a medias.
Stendahl los contempló largamente. Luego llevó a Pikes a un
pasillo.
—¿Garrett? —susurró.
Pikes asintió.
—Ha mandado a un robot. Cuando limpié el horno, encontré esto.
Pikes y Stendahl miraron las fatídicas piezas.
—Esto significa que la policía llegará en cualquier momento
—dijo Pikes—. Y arruinarán nuestros planes.
Stendahl observó a los bailarines; un torbellino de gente
amarilla, anaranjada y azul. La música barría los salones
neblinosos.
—No sé. Tendría que haber adivinado que Garrett no vendría en
persona. No es tan tonto. Pero, espere…
—¿Qué pasa?
—Nada. No pasa nada. Garrett nos envió un robot. Bien, pero
nosotros le enviamos otro… Si no lo examina con cuidado, no notará
la diferencia.
—¡Por supuesto!
—La próxima vez vendrá él mismo, pues pensará que no hay
peligro. Es posible que se presente en cualquier momento, ¡en
persona! ¡Más vino, Pikes!
Se oyó un enorme tañido.
—Apuesto a que es él. Hágalo pasar.
Rapunzel se soltó el cabello dorado.
—¿El señor Stendahl?
—¿El señor Garrett? ¿El verdadero señor Garrett?
Garrett examinó las paredes húmedas y a la gente que daba
vueltas.
—El mismo. He creído conveniente una inspección personal. No
se puede confiar en los robots, menos aún en los ajenos. Antes de
salir para aquí he citado a los desmanteladores. Llegarán dentro de
una hora, preparados para echar abajo esta horrible guarida.
Stendahl se inclinó ceremoniosamente.
—Gracias por advertírmelo. Mientras tanto, podría usted
divertirse. ¿Un poco de vino?
—No, gracias. ¿Qué pasa aquí? ¿A qué extremos puede llegar
un hombre?
—Véalo usted mismo, señor Garrett.
—El crimen —dijo Garrett.
—El más repugnante.
Una mujer chilló. La señorita Pope llegó corriendo, con la cara
blanca como un queso.
—¡Ha ocurrido algo horrible! ¡Un mono ha estrangulado a la
señorita Blunt y la ha metido en una chimenea!
Stendahl y Garrett se volvieron y vieron una larga cabellera
amarilla desparramada al pie de la chimenea. Garrett dio un grito.
—¡Horroroso! —sollozaba la señorita Pope. De pronto dejó de
llorar. Parpadeó y miró—. ¡Señorita Blunt!
—Sí, aquí estoy —dijo la señorita Blunt.
—¡Pero si acabo de ver cómo la metían en la chimenea!
—No —dijo la señorita Blunt riéndose—. Era un robot. Un
perfecto facsímil.
—Pero, pero…
—No llore, querida. Estoy perfectamente bien. Voy a verme a mí
misma. ¡Pues sí, aquí estoy! En la chimenea, como usted dijo.
Tiene gracia, ¿eh?
Y la señorita Blunt se fue, riéndose.
—¿Quiere un vaso de vino, Garrett?
—Creo que sí. Este asunto me ha puesto los nervios de punta.
Dios mío, qué lugar. Merece verdaderamente que lo echemos abajo.
Durante un momento creí…
Garrett bebió. Otro alarido. El piso se abrió mágicamente y
cuatro conejos blancos descendieron por una escalera llevando en
hombros al señor Steffens. Y allá fue el señor Steffens, al fondo
de un foso, y allá lo dejaron amordazado y atado, bajo la cuchilla
de acero de un gran péndulo oscilante que ahora descendía y
descendía, acercándose cada vez más al cuerpo ultrajado del señor
Steffens.
—¿Soy yo el que está ahí abajo? —preguntó el señor
Steffens apareciendo al lado de Garrett. Se inclinó sobre el pozo—.
Qué extraño, qué curioso es verse morir.
El péndulo dio un golpe final.
—Qué realismo —dijo Steffens alejándose.
—Otro vaso de vino, señor Garrett.
—Sí, por favor.
—Esto no durará. Pronto llegarán los desmanteladores.
—Gracias a Dios.
Y por tercera vez, un grito.
—¿Ahora qué? —dijo Garrett, receloso.
—Ahora me toca a mí —dijo la señorita Drummond—. Miren.
Y poco después una segunda señorita Drummond chillaba dentro de
un ataúd mientras la metían debajo del suelo, en una tierra húmeda.
—Pero cómo, yo recuerdo esto —jadeó el investigador de
Climas Morales—. Estaba en los viejos libros prohibidos. El
enterramiento prematuro. Y lo demás. La fosa, el péndulo, y el
mono, la chimenea y los asesinatos de la calle Morgue. ¡Sí! ¡En
uno de los libros que quemé!
—Otro trago, Garrett. No mueva la copa.
—¡Dios mío, qué imaginación!
Y en seguida vieron morir a otros cinco. Uno en la boca de un
dragón, los otros arrojados a las aguas negras de una laguna, donde
se hundieron y desaparecieron.
—¿Le gustaría ver lo que hemos proyectado para usted?
—preguntó Stendahl.
—¿Por qué no? ¿Qué importa? Pronto vamos a destruir este
infierno. Es usted horrible, Stendahl.
—Venga por aquí.
Y Stendahl llevó abajo a Garrett, a través de numerosos
pasillos, y otra vez más abajo por escaleras de caracol, hacia el
interior de la tierra, hacia las catacumbas.
—¿Qué quiere mostrarme? —preguntó Garrett.
—Su propia muerte.
—¿La muerte de mi doble?
—Sí. Y otra cosa.
—¿Qué?
—El Amontillado —dijo Stendahl adelantándose y alzando una
linterna deslumbrante.
Unos esqueletos se asomaban levantando las tapas de los ataúdes.
Garrett, con un gesto de repugnancia, se llevó una mano a la nariz.
—¿El qué?
—¿No ha oído hablar usted del Amontillado?
—No.
—¿No reconoce usted eso? —Stendahl le señaló una celda.
—¿Tendría que reconocerlo?
Stendahl sonrió y sacó de entre los pliegues de su capa una
paleta de albañil.
—¿Y esto?
—¿Qué es?
—Venga.
Entraron en la celda y Stendahl encadenó a Garrett, que estaba
casi borracho.
—Por Dios, ¿qué hace usted? —gritó Garrett sacudiendo las
cadenas.
—Me siento irónico. No interrumpa a un hombre que se siente
irónico. No sea descortés. Ya está.
—¡Me ha encadenado!
—Es cierto.
—Pero ¿qué pretende?
—Dejarlo en esta celda.
—Usted bromea.
—Una broma muy graciosa.
—¿Dónde está mi doble? ¿No vamos a ver cómo lo matan?
—No hay doble.
—Pero ¿y los otros?
—Los otros están muertos. Los que usted vio matar eran los
verdaderos. Los dobles, los robots, miraban solamente.
Garrett calló.
—Ahora usted debe decir: «¡Por amor de Dios, Montresor!»
—continuó Stendahl—. Y yo contestaré: «¡Sí, por amor de
Dios!». ¿No quiere usted decirlo? Vamos. Dígalo.
—Imbécil.
—¿Tengo que repetírselo? Dígalo. Diga: «¡Por amor de Dios,
Montresor!».
Garrett se sentía más despejado.
—No lo diré, idiota. Sáqueme de aquí.
—Póngase eso —dijo Stendahl, tirándole algo que
campanilleaba y tintineaba.
—¿Qué es?
—Un gorro de cascabeles. Póngaselo y quizá lo deje salir.
—¡Stendahl!
—Le he dicho que se lo ponga.
Garrett obedeció. Los cascabeles repicaron.
—¿No siente usted como si esto hubiera sucedido antes?
—preguntó Stendahl, y comenzó a trabajar con la paleta, un
mortero y unos ladrillos.
—¿Qué hace?
—Estoy amurallándolo. Ya hay una hilera. Ahora va otra.
—¡Usted está loco!
—No lo discuto.
Stendahl mojó un ladrillo en el mortero, cantando entre dientes.
Ahora había golpes y gritos y llantos en la celda cada vez más
oscura. La pared crecía lentamente.
—Un poco más de ruido, por favor —dijo Stendahl—.
Representemos bien la escena.
—¡Déjeme salir! ¡Déjeme salir!
Sólo faltaba un ladrillo. Los gritos eran ahora continuos.
—¿Garrett? —llamó Stendahl en voz baja. Garrett calló—.
¿Sabe usted por qué le hago esto? Porque quemó los libros del
señor Poe sin haberlo leído. Le bastó la opinión de los demás.
Si hubiera leído los libros, habría adivinado lo que yo le iba a
hacer, cuando bajamos hace un momento. La ignorancia es fatal, señor
Garrett.
Garrett no replicó.
—Quiero que esto sea perfecto —dijo Stendahl levantando la
linterna para que la luz cayera sobre la encogida figura de Garrett—.
Agite suavemente los cascabeles. —Los cascabeles tintinearon—.
Ahora diga usted: «¡Por amor de Dios, Montresor!»; es posible que
lo deje salir.
La luz de la linterna alumbró la cara de Garrett. Garrett titubeó
y luego dijo grotescamente:
—Por amor de Dios, Montresor.
—Ah —exclamó Stendahl con los ojos cerrados. Colocó el
último ladrillo y lo aseguró con una capa de cemento—. Requiescat
in pace, querido amigo.
Salió de prisa de la catacumba.
El sonido de un reloj de medianoche hizo que todo se detuviera en
las siete salas de la Casa.
Apareció la Muerte Roja.
Stendahl se volvió un momento en el umbral y luego echó a correr
fuera de la Casa, más allá del foso, donde esperaba un helicóptero.
—¿Listo, Pikes?
—Listo.
—¡Vamos allá!
Miraron la Casa, sonriendo. Las paredes empezaron a abrirse por el
medio, como en un terremoto, y mientras Stendahl observaba la
magnífica escena, oyó a Pikes que recitaba detrás de él en un
tono bajo y cadencioso:
—«Cuando vi que las enormes paredes se hundían, sentí un
vértigo… Se oyó un largo ruido tumultuoso, como la voz de
innumerables cataratas, y la laguna profunda y oscura que había a
mis pies se cerró triste y silenciosamente sobre las ruinas de la
casa Usher».
El helicóptero se elevó sobre las aguas hirvientes del lago y
voló hacia el oeste.
Crónicas marcianas, 2005.
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